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Cuando Está Que Arde Series
Contributed by Alberto Valenzuela on Oct 8, 2006 (message contributor)
Summary: Cuando desobedeces a Dios y te encuentras en aprietos, es duro, pero solamente tu tienes la culpa. Pero cuando obedeces a Dios y te encuentras en el atolladero, puede ser más difícil, y ni siquiera es culpa tuya. Ese fue el caso de los tres jóvenes hebreo
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Cuando está que arde
De alguna manera nos hemos hecho a la idea que si las cosas no van muy bien en nuestra vida, si tenemos problemas en el trabajo, si nuestro matrimonio no va marchando como debiera, si tenemos algún percance o accidente, ya sea enfermedad o cualquier otra cosa, es porque no estamos obedeciendo a Dios. Esto puede ser cierto. Así que algunos despiertan a esa realidad y empiezan a obedecer a Dios. Y eso es bueno. El problema está en que algunas veces creemos que si obedecemos a Dios todo va a ser siempre color de rosa. Si obedecemos a Dios, si somos buenos cristianos, no vamos a tener más problemas. No nos vamos a enfermar. Nuestro matrimonio va a ser la envidia de amigos, familiares y vecinos. Nuestros hijos van a ser hijos modelos. Incluso algunas veces escuchamos a alguien predicando al respecto. ¿Has escuchado alguna vez a alguien que te diga: “Una vez que aceptes al Señor, ya no tendrás más problemas. Tu vida va a ser solamente felicidad?” O, “si estás siempre de parte del Señor, nadie te va a tratar mal.” Tendemos a ver el cristianismo como una fortaleza inexpugnable una vez en la cual nada nos va a afectar. Vamos a estar en jauja, en la tierra de la perfecta felicidad, donde no va a haber conflictos, desesperación ni dificultades.
Pues bien, no es cierto. La vida del cristiano no es solamente deslizarse placidamente cuesta abajo. La vida del cristiano es una batalla constante tanto en la montaña como en el valle. La Biblia afirma repetidamente que los cristianos han de sufrir injustamente. Date cuenta lo que el apóstol Pedro nos dice:
Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar. Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto ciertamente es aprobado delante de Dios (1 Pedro 2:18-20).
Cuando desobedeces a Dios y te encuentras en aprietos, es duro, pero solamente tu tienes la culpa. Pero cuando obedeces a Dios y te encuentras en el atolladero, puede ser más difícil, y ni siquiera es culpa tuya. Lo que quiero que comprendas es que Dios no es el tipo de ser que está al “ojo por ojos y diente por diente” contigo o con alguna otra persona. Nos hemos hecho a la idea de la inmediata retribución divina. Si eres bueno, Dios te bendice. Si eres malo, Dios te castiga. Esto no es nuevo, también los judíos en los días de Jesús pensaban así. Ese no es el caso. Dios no te está viendo todos los días para ver si haces algo bueno o malo y recompensarte. Te portaste bien hoy, ahí te va, aumento de sueldo. Te portaste mal hoy, ahí te va, una llanta ponchada.
Me recuerda esto la historia de la niñita que no quería comerse las ciruelas en el desayuno.
—Cómete tus ciruelas —le dice la mamá.
—¡No me gustan!—contesta la niña.
—Si no te comes las ciruelas te va a castigar Dios…
—Pues no me las como —repite la niña.
—¿Ah, sí? Entonces te vas a tu cuarto ahora mismo y no vas a salir de allí en todo el día.
Así que la niña se fue a su cuarto. Como a la media hora se soltó una enorme tormenta con vientos, rayos, truenos y todo tipo de granizo. La madre estaba limpiando la casa y pensó: “¡Qué bueno, se lo merece! Seguro que ha de estar toda asustada por los rayos y truenos…” Así que se va despacito al cuarto de la niña y abre la puerta con todo cuidado. Parada, frente a la ventana, está la niña, con las manos en las caderas, diciendo:
—¡Tanto escándalo por un par de ciruelas!
No ser cristianos no es garantía que Dios nos castigue inmediatamente. Como ser cristianos no nos garantiza que todo vaya a ir siempre bien. Ese es precisamente el mensaje de Daniel 3. En este capítulo encontramos a tres jóvenes hebreos que son condenados a sufrir una muerte horrible por obedecer a Dios. Es una historia conocida con un mensaje vital para hoy.
La imagen del rey
Los primeros doce versículos de Daniel 3 nos presentan el escenario de la prueba que tuvieron que pasar Sadrac, Mesac y Abed-nego, los tres amigos del profeta Daniel.
El rey Nabucodonosor hizo una estatua de oro cuya altura era de sesenta codos, y su anchura de seis codos; la levantó en el campo de Dura, en la provincia de Babilonia (Daniel 3:1).
Hay algunas cosas que debemos tener presente acerca de esta imagen. Primero, no se nos dice en qué año erigió Nabucodonosor esta estatua. Podemos concluir que había pasado suficiente tiempo como para que el monarca hubiese olvidado los eventos descritos en el capítulo 2. La septuaginta, la versión griega del Antiguo Testamento, coloca estos eventos en el año 18 del reinado de Nabucodonosor—aproximadamente 16 años después del sueño de Daniel 2. Si nos hemos de guiar por la Septuaginta, la estatua fue erigida en el año 586 A.C.—el año que Nabucodonosor destruyó Jerusalén. Segundo, la palabra usada (tselem) normalmente quiere decir una imagen en forma humana, no simplemente un pilar. No se nos dice qué imagen representaba la estatua. Pero lo más seguro es que no se trataba de una imagen del mismo Nabucodonosor. Tercero, la estatua no pudo haber sido de oro puro, sino estaba cubierta de oro. No había suficiente oro en toda Babilonia para haber hecho una imagen tan grande de puro oro. Cuarto, el hecho que toda la imagen era de oro nos lleva a conjeturar que Nabucodonosor había decidido que su reino duraría para siempre y que no sería destruido, tal y como Daniel había profetizado. Quinto, se trataba de una estatua enorme, 90 pies (30 m) de alto por 9 pies (3 m) de ancho. La imagen de Nabucodonosor era comparable al Colosos de Rodas, que tenía 70 pies (33 m) de alto. Por las dimensiones que se nos dan, la estatua era del alto de un edificio de ocho pisos, lo cual ha de haber sido impresionante de contemplar.