Jesus Himself builds and sustains His Church, assuring us that no opposition can overcome it and our hope is secure in Him.
Querida iglesia, hoy nos reunimos como familia amada, con manos cansadas quizá, con corazones que han sentido el viento de la semana, pero con la certeza de que el Señor nos sostiene. En medio de titulares que asustan y realidades que aprietan, hay una voz clara, firme y amable que nos llama por nuestro nombre. Esa voz es la de Jesús, quien pronunció una promesa tan sólida como la roca misma, una promesa que canta esperanza a nuestra alma y calma las tormentas que pretenden arrebatarnos la paz.
Escucha esta reflexión de un maestro de la fe. Wayne Grudem dijo: “The church is the community of all true believers for all time.” —Wayne Grudem, Systematic Theology. Qué verdad tan oportuna. La Iglesia no es una moda ni una reunión pasajera; es la obra de Cristo en personas comunes, en madres y abuelos, en jóvenes y niños, en gente con dudas y con sueños. Es tu historia y la mía entretejidas por las manos del Maestro.
En momentos así, conviene detenernos y preguntarnos: ¿Quién sostiene realmente a la Iglesia? ¿Quién carga el peso de nuestras cargas cuando las fuerzas flaquean? ¿Dónde está la seguridad cuando el miedo susurra su mentira? El evangelio nos recuerda que la Iglesia no nació en la mesa de un comité ni en la estrategia de un líder carismático. Nació del corazón de Cristo, de su declaración poderosa, de su amor que no afloja y de su autoridad que no cede.
Hoy, antes de avanzar, tomemos esta palabra como una mano en el hombro, como un faro en la noche. Cuando Jesús habla de su Iglesia, habla de su proyecto más querido. Él la diseña, Él la defiende, Él la dirige. Por eso esta reunión tiene sentido; por eso tu fe tiene futuro; por eso tu esperanza respira.
Lectura bíblica — Mateo 16:18 “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella.”
¿Lo sientes? “Edificaré mi iglesia.” Esa frase lleva el pulso del Cielo. No dice “quizás construiré”, ni “voy a intentarlo”. Es la palabra de un Rey que cumple lo que promete. Y cuando Él promete, el infierno pierde su arrogancia, el temor pierde volumen y la fe levanta la frente.
Imagínate a los primeros discípulos, rostros comunes alumbrados por una certeza poco común: Jesús edifica. Jesús sostiene. Jesús guarda. Y en esa certeza hay consuelo para el que llora, coraje para el que batalla y calma para el que espera. Cuando el Señor dice “mi iglesia”, está señalando personas, no paredes; está abrazando nombres, no números; está inaugurando un pueblo que camina con una convicción: la victoria de Cristo define nuestro presente y determina nuestro mañana.
Hoy queremos abrir el corazón a tres acentos que brotan de esta promesa: Cristo edifica su Iglesia sobre la Roca; las puertas del Hades no prevalecen; y la perseverancia en Cristo sostiene una vida de victoria aun en medio de pruebas. Si has llegado con preguntas, aquí hay paz. Si has llegado con heridas, aquí hay bálsamo. Si has llegado con ánimo, aquí hay dirección.
Oremos Señor Jesús, gracias por tu voz que afirma, por tu mano que levanta y por tu promesa que permanece. Hoy nos presentamos ante ti con gratitud y con hambre de tu presencia. Edifica en nosotros lo que agrada a tu corazón. Fortalece a los cansados, consuela a los tristes, enciende el corazón de los tibios, anima a los fieles. Declara tu palabra sobre esta casa y confirma en nosotros la certeza de que tu Iglesia te pertenece y está segura en ti. Abre nuestros oídos para oír, nuestras mentes para comprender y nuestros corazones para creer. En tu nombre, Jesús. Amén.
Cuando Jesús habla de construir, usa una imagen conocida. Una casa no se comienza por el techo. Se comienza por la base. Todos lo entendemos. Una vida se sostiene desde abajo. Lo que no se ve sostiene lo que todos ven. Con la Iglesia pasa igual. La fuerza real está en el fundamento.
La roca no se mueve por capricho. Soporta el peso. Aguanta el paso del tiempo. La roca permite un trazo claro. Permite paredes derechas, columnas firmes, techos seguros. Sobre algo así, todo lo demás se ordena.
El Señor no improvisa. No levanta su pueblo con piezas flojas. Toma su tiempo. Pone cada piedra en su lugar. Alinea corazones con su verdad. Ajusta lo que está torcido. Cura grietas. Da forma a un edificio vivo.
Cuando oyes que Jesús construye, no pienses solo en planes grandes. Piensa en tu fe de hoy. Piensa en tu casa. Piensa en tu carácter. Él trabaja ahí. Con paciencia. Con cuidado. Con propósito. Así levanta su pueblo, piedra sobre piedra.
El que edifica es Jesús. Esta frase es sencilla y a la vez grande. Él no delega la responsabilidad central. Él toma la iniciativa. Él inicia y continúa la obra. Nosotros servimos, pero Él lleva los planos. Su sabiduría dirige el proceso. No pierde detalle. No pierde materiales. No pierde tiempo.
Él edifica con su palabra. Cada enseñanza suya es como un plomo que endereza. Corrige ideas que nos hacen daño. Cura engaños que nos quitan vida. Nos enseña a pensar con claridad. Nos enseña a obedecer con alegría. Su palabra cava hondo y prepara la base.
Él edifica con su Espíritu. No es solo instrucción. Es poder que cambia de verdad. Es consuelo que sostiene en el día difícil. Es fuego suave que purifica. Es guía que aclara la siguiente decisión. Por eso la obra avanza incluso cuando no la vemos.
Él edifica por medio de su gente. Usa manos simples. Usa dones distintos. Usa pastores y maestros. Usa servidores silenciosos. Usa jóvenes con ganas y abuelos con sabiduría. Cada quien aporta algo. Cada quien es parte del andamio. Él coordina todo.
Él edifica a su ritmo. A veces sentimos prisa. Él no se apura ni se retrasa. Conoce el terreno. Conoce la temporada. Sabe cuándo excavar, cuándo verter, cuándo dejar fraguar. La paciencia aquí no es pasividad. Es confianza en la mano del Maestro.
La Iglesia le pertenece. Cuando Él dice “mi”, habla de afecto y cuidado. Habla de autoridad real. Habla de un pueblo con sello. Él paga el precio. Él pone su nombre. Él guarda el diseño. Nadie conoce la obra como su dueño.
Pertenecerle da identidad. No somos anónimos. Somos conocidos. Somos llamados por nombre. Hay un ADN común: fe en Cristo, amor al prójimo, esperanza viva. Esta identidad no se compra. Se recibe por gracia. Y se cuida con humildad.
Pertenecerle también ordena las prioridades. No competimos por prestigio. Buscamos fidelidad. No corremos detrás de modas. Buscamos obediencia. Las decisiones se filtran por su voluntad. Lo que Él quiere, eso buscamos. Lo que Él pide, eso practicamos.
Su propiedad trae cuidado. Un buen dueño protege su casa. Corrige lo que daña. Quita lo que estorba. Fortalece lo que sirve. Así también el Señor disciplina y anima. Sana heridas que dejamos sin tratar. Levanta lo que pensamos perdido. Sostiene a los suyos con celo.
Su propiedad da seguridad. Los cambios de época no anulan su plan. Las fronteras no limitan su obra. Las generaciones pasan y Él sigue firme. Las culturas varían y Él sigue claro. La Iglesia atraviesa estaciones y su dueño no la suelta.
La roca de la que Él habla tiene nombre y tiene contenido. La Escritura muestra a Cristo como piedra angular. Ningún otro fundamento sostiene la casa de Dios. En Él se alinean los muros. En Él encajan las demás piedras. Su persona y su obra son el piso firme.
La confesión de Pedro señala esto. Reconoce a Jesús como el Mesías, el Hijo del Dios vivo. Esa declaración no es una frase bonita. Es el centro de la fe. Quien abraza esta verdad queda sobre sólido. No es un sentimiento pasajero. Es la realidad que sostiene todo.
Los apóstoles también forman parte de la base como testigos. Ellos anuncian lo que vieron y oyeron. Sus escritos nos entregan el plano. Por eso enseñamos su doctrina. Por eso volvemos a sus cartas y a los evangelios. Ahí entendemos el trazo del Señor.
Piedras vivas somos todos los que venimos a Cristo. Somos tallados para caber. El orgullo no cabe en esta base. La dureza se trabaja con gracia. El pecado se confiesa. La fe se afirma. Así el edificio respira vida. Así se nota la roca bajo nuestros pies.
Hablar de roca no es hablar de rigidez fría. Es hablar de fidelidad. Es hablar de coherencia. Es hablar de un centro que no se quiebra. En el día bueno, la roca celebra con nosotros. En el día difícil, la roca sostiene nuestro peso. En ambos casos, Cristo permanece.
Las puertas del Hades no tienen la última palabra sobre esta casa. En tiempos antiguos, las puertas representan poder y consejo. Ahí se decidían asuntos de ciudad. Jesús afirma que el poder de la muerte no gana sobre su pueblo. Esa es una promesa para hoy y para mañana.
La resurrección del Señor confirma esta palabra. La tumba no lo retuvo. Su vida nueva es garantía para su cuerpo, que es la Iglesia. Caminamos con esperanza. Oramos con valentía. Servimos con paciencia. Sabemos que el fin de la historia ya tiene sello.
Esta promesa no nos invita a quedarnos quietos. Nos mueve a avanzar con fe. La luz avanza cuando se anuncia el evangelio. Las cadenas caen cuando se ora. Las familias sanan cuando se perdona. Las ciudades cambian cuando se practica justicia y misericordia. Así se ven caer las puertas.
También nos anima en el dolor. La pérdida hiere. La persecución duele. La injusticia cansa. Pero no define el destino del pueblo de Dios. La vida de Cristo dentro de su Iglesia sigue activa. Él sostiene a los que sufren. Él honra a los que perseveran.
Y nos llama a una confianza sobria. No es euforia vacía. Es firmeza que respira. Es paz que piensa. Es amor que actúa. Con esta certeza, servimos al Señor y al prójimo. Con esta certeza, levantamos la vista y seguimos edificando en su nombre.
En la promesa de Jesús aparece una imagen concreta ... View this full PRO sermon free with PRO