El Mensaje de Jesucristo
Más de una persona se ha preguntado, durante miles de años, ¿quién es Dios? ¿Cómo es? Los hombres se han desvanado los cesos tratando de dar una respuesta a es¬tas preguntas. Se han imaginado a Dios de muchas formas y maneras. Una de las respuestas a estas preguntas se ha materializado en la forma de las diferentes y variadas re¬ligiones que hay por todo el mundo. La religión, por supuesto, trata de una relación con Dios. Pero la re¬ligión no es Dios ni ha podido resolver el problema. Con dar una idea de lo que Dios es, no se da una definición real. La religión nos enseña acerca de Dios, pero sentimos que no le conocemos a él, en particular. De esta forma, la pregunta aún queda en pie.
Aparentemente en los días del apóstol Juan la gente tenía, como nosotros, esta pre¬gunta en mente. El apóstol nos da, pues, una respuesta que es a la vez simple y profunda: “Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él” (1 Juan 1:5).
El apóstol empieza diciendo: “Este es el mensaje…” ¿Cuál es ese mensaje? El mensaje que encontramos en este pasaje es triple: el apóstol nos presenta: 1) la santidad de Dios, 2) la pecaminosidad del hombre, y 3) la necesidad de un Salvador. En otras palabras, el mensaje es la esencia del evangelio.
Dios es luz
Ningún otro escritor bíblico nos da tanta información acerca de Dios como el apóstol Juan. Los demás escritores nos dicen lo que Dios hace, cuáles son sus nombres, cómo se relaciona con los hombres, y nos describen la gloria que le rodea. Pero Juan nos dice clara y distintamente lo que Dios es y cuál es su verdadera naturaleza. El apóstol nos describe a Dios por medio de tres defini¬ciones contundentes: 1) Dios es espíritu (Juan 4:24), 2) Dios es luz (1 Juan 1:5), y 3) Dios es amor (1 Juan 4:8).
Lo curioso de estas definiciones es que no indican duda. No dicen: “Dios es como la luz,” “Dios es algo así como el amor,” ni siquiera “Dios es el amor”, “Dios es la luz”. No, la declaración es contundente: “Dios es amor, es espíritu, es luz”. El apóstol va así a lo germinal, a la raíz. Sus definiciones son las más abarcantes que se puedan formular acerca de la divinidad.
La definición positiva
La definición que el apóstol nos da aquí tiene un lado positivo y uno negativo, pero nos ofrece el positivo primero: “Dios es luz”. Juan no estaba escribiendo nada nuevo a sus lectores. Las figuras de luz y oscuridad ya habían sido utilizadas anteriormente en el An¬tiguo Testamento y los lectores de esta epístola sin duda alguna se identificaron sin problema con su lenguaje.
En el Antiguo Testamento encontramos al rey David que exclama: “Jehová es mi luz y mi salvación; ¿de quién temeré?” ( Salmo 27:1). Otro de los salmos también declara: “Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz” (Salmo 36:9). Y en este otro: “Te has vestido de gloria y de magnificencia. El que se cubre de luz como de vestidura” (Salmo 104:1, 2).
El profeta Isaías escribió lo siguiente acerca de Dios con relación al Mesías: “También te di por luz de las naciones, para que seas mi salvación hasta lo postrero de la tierra.” (Isaías 49:6).
En cada uno de estos casos encontramos que la luz es usada como una representación de la imagen de Dios. La luz, en este caso, sirve para representar a Dios como la verdadera fuente de revelación, el Dios apocalíptico, el Dios de inteligencia, de excelencia, el Dios que todo lo ve, el Dios que está detrás de todo lo bueno, todo lo justo, todo lo noble, todo lo verdadero, todo lo honesto, todo lo verdadero, todo lo que es de buen nombre (Fil. 4:8).
Una característica especial que tiene la luz es que es visible y que permite que todo lo que la toque se vuelva visible. Esta misma característica se la podemos adjudicar a Dios: lo que él es se manifiesta en todo lo que él toca.
La luz es un símbolo de pureza y de san¬tidad a la vez que de inteligencia, de visión, de crecimiento. Esto es evidente en el evangelio de Juan donde encontramos la expre¬sión: “En él [en Cristo] estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres” (Juan 1:4). Más tarde, de la misma boca del Maestro leemos: “Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19). De esta manera encon¬tramos que la luz que proviene de Dios, la fuente de toda luz, pone de manifiesto la mal¬dad y el pecado.
Esto entonces tiene una aplicación para nosotros. Si hemos conocido a Dios, en nosotros se debe entonces manifestar la evi¬dencia de ese conocimiento. De la misma forma en que no se enciende una luz y todo permanece a oscuras, cuando Dios toca el corazón, tiene que manifestarse un cambio. Si conocemos a Dios, tenemos que ser diferentes.
Jesús es la luz
Otra característica del uso de la luz en el Nuevo Testamento es su aplicción a Jesús. Se identifica al Jesús histórico con el Dios de luz.
En una manera mucho menor, los seguidores de Jesús son llamados “hijos de luz”: “Entre tanto que tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz” (Juan 12:36). Y no únicamente esto, sino “luz” propiamente: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mateo 5:14). Pero esto no quiere decir que somos luz en el mismo sentido que el Padre y el Hijo. La luz que recibimos es prestada, así como la luz de la luna depende del sol, sin el cual ésta se opacaría. Somos, en este caso, como Juan el Bautista, quien, en palabras del Maestro: Era una antorcha que ardía y alumbraba; y vosotros quisisteis regocijaros un tiempo en su luz” (Juan 5:35).
La fuente de toda verdadera luz está en Jesús, quien ha triunfado sobre la oscuridad y el pecado: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:4, 5).
Jesús es la fuente de la luz, la fuente de inspiración y revelación. Debemos tener pre¬sente que en Cristo Dios mismo estaba pre¬sentándose al mundo. En Cristo Dios vino a iluminarnos y a sacarnos del pecado.
La definición negativa
La definición positiva que ya hemos visto es que “Dios es luz.” La definición negativa es: “y no hay ningunas tinieblas en él.” Sería contradictorio que el mismo Dios fuese a la vez luz y tinieblas, que fuese al mismo tiem¬po bueno y malo, una bendición y una maldición, santo y pecador.
Los hombres tendemos a mezclar estos polos opuestos. En todos nosotros hay un poco de ambos. En muchos casos un mucho de ambos. Los antiguos griegos y romanos tendían a dar características humanas a sus dioses, haciéndoles en parte buenos y en parte malos. Eran tan propensos a equivocarse y a pecar, a hacer el mal, como los humanos. Pero el Dios Todopoderoso, el Jehová creador del cielo y de la tierra, el Elohim, el Adonai que tú y yo adoramos “es luz, y no hay ningunas tinieblas en él.”
Nuestro Dios es un Dios santo, puro, noble y bueno. Sus rayos de justicia llegan a nosotros con el mensaje de amor que se manifestó en la cruz del Calvario.
La definición negativa se transforma así en una continuación de la definición positiva, en un complemento. El Dios de justicia y de verdad nada tiene que ver con la injusticia y el error; el Dios de amor y libertad nada tiene que ver con el odio y la opresión. Nuestro Dios es un Dios que va sobre las tinieblas, que las disipa. La luz es más poderosa que las tinieblas, como Dios es más poderoso que el maligno.
Como hijos de Dios, hemos de poner un frente decidido contra el mal, hemos de identificarnos decididamente en favor de la justicia:
La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos.
Hombres, mujeres y niños que sean luz y no tinieblas. Hombres y mujeres tocados por la gracia de Dios. Hombres y mujeres que se identifiquen con el mártir del Gólgota y que, como José, prefieran la cárcel antes que pecar contra el Señor. “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mateo 5:16).