Cuestión de orgullo
Vamos a decir que tienes trece años, nacido y criado en otro país, y estás buscándo la manera rápida de conseguir diez dólares.
¿Se te hubiera ocurrido escribir una carta—simplemente solicitando diez dólares yanquis—al presidente de los Estados Unidos?
Hubo un jovencito de trece años al que se le ocurrió.
De hecho, la audacia de la carta fue tan impresionante que hasta el día de hoy está en los Archivos Nacionales. Era el año 1940 y lo demás es el RESTO DE LA HISTORIA.
En el otoño de 1940 era un jovencito de trece años, recibiendo una educación particular en una escuela parroquial estricta.
Es claro que todo jovencito a esa edad quiere atención. Este jovencito quería prestigio. Todos los días pensaba en su anonimidad y en la manera de deshacerse de ella—alguna manera de convertirse en una celebridad entre sus condiscípulos.
Entonces se le ocurrió.
En la escuela había aprendido mucho acerca de los Estados Unidos de América, la nación más rica, poderosa y generosa de todo el mundo. ¿Qué si pudiese, de alguna manera, sacarle diez dólares al presidente de los Estados Unidos?
La idea se convirtió en una obsesión.
Tendría que escribir una especie de carta, redactada cuidadosamente, por supuesto. Una carta solicitando el dinero mientras vagamente se prometía algo a cambio del mismo.
El jovencito había estudiado suficiente inglés como para que se le entendiese lo que ingeniosamente pedía por escrito.
Dirigió la carta al presidente Franklin Roosevelt, pidiendo directamente diez dólares porque “…no he visto un billete verde de diez dólares americano y me gustaría tener uno…”
Casi al final insinuó que su país era rico en hierro—y ¡el sabía como el presidente lo podía conseguir!
La carta estuvo en el correo al otro día. Orgullosamente este joven autor anunció a sus amigos que el presidente Roosevelt le iba a enviar algo de dinero.
Sus amigos se rieron. ¿A quién se le iba a ocurrir una carta del presidente? La idea que fuese a recibir dinero era aún más absurda.
Las burlas de los jovencitos la hicieron despertar de golpe. ¿Qué si el presidente Roosevelt simplemente tiraba la carta en el bote de la basura? Había presumido prematuramente y ahora tendría que pagar con el ridículo.
Pero el jovencito recibió una respuesta. La respuesta fue escrita por un cónsul de la embajada en nombre del presidente de los Estados Unidos:
“El presidente ha solicitado a esta embajada que reconozca, con una expresión de aprecio, su carta del 6 de noviembre, 1940, escrita en ocasión de su reelección.”
No venían los diez dólares.
Mejor suerte.
Pero cuando el jovencito trajo la carta de la embajada a la escuela, las monjas católicas se impresionaron lo suficiente como para ponerla en el boletín de la escuela por toda una semana.
No sabían que el jovencito había tratado de sacarle diez dólares a Franklin Delano Roosevelt.
Tampoco se podrían imaginar que el Departamento de Estado de los Estados Unidos guardaría la carta del jovencito, solo para revisarla con asombro treinta y ocho años más tarde.
Porque el jovencito de trece años que deseaba ser importante ante los ojos de sus condiscípulos llegó a ser importante en la revolución.
Tu lo conoces.
Fidel Castro.[1]
En un momento u otro, todos queremos distinción. Todos queremos que nuestro nombre sea conocido. Todos queremos salir del anonimato. Es una de nuestras tendencias. De la misma manera como tendemos a buscar la felicidad, el confort, el consejo, la compañía y la seguridad, tendemos a buscar fama. Y no hay nada de malo en eso… mientras no se nos suba a la cabeza. No hay nada de malo en ser famoso. No hay nada de malo en ser feliz. No hay nada de malo en tener dinero… mientras no se nos suba a la cabeza.
Tendemos a creer que Dios no quiere a los ricos. No es cierto. Dios nos quiere a todos igual, ricos o pobres. La Biblia no dice que sea malo ser rico.
…porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores (1 Timoteo 6:10).
¿Te das cuenta? No está diciendo que el dinero sea malo. Es el amor al dinero lo que es malo. Y este no es un mal de los ricos solamente. También es tu problema y mi problema. No es un mal de los ricos y famosos el ser arrogante. Algunas veces los pobres y desconocidos somos más arrogantes. No es necesario ser alguien importante para ser orgulloso. El orgullo es un mal que crece en todo corazón.
En el Antiguo Testamento encontramos un caso en el cual el orgullo humano trajo como consecuencia la retribución divina. Es en la experiencia de Nabucodonosor que quizás encontramos más vivamente expuesta la opinión de Dios hacia este mal. Vamos a considerar su caso.
Nabucodonosor rey, a todos los pueblos, naciones y lenguas que moran en toda la tierra: Paz os sea multiplicada. Conviene que yo declare las señales y milagros que el Dios Altísimo ha hecho conmigo. ¡Cuán grandes son sus señales, y cuán potentes sus maravillas! Su reino, reino sempiterno, y su señorío de generación en generación (Daniel 4:1-3).
El capítulo cuatro es un capítulo diferente en el libro de Daniel. No es Daniel quien nos relata los eventos sino Nabucodonosor mismo. En la forma en que está escrito da la impresión de un álbum de recortes de periódico al cual se le añadió una declaración gubernamental. Se trata de un edicto probablemente redactado por el mismo Daniel.[2] En Daniel 3:29 encontramos que el rey decretó un edicto en el cual Sadrac, Mesac y Abed-nego eran engrandecidos. Pero eso fue al final del capítulo, después que Nabucodonosor tuvo un encuentro con Dios. En Daniel 4 el edicto se da al principio. Nabucodonosor usó el estilo empleado en la televisión, el cine y la literatura de dar primero el fin y después mostrarnos la historia completa. Así que Nabucodonosor empieza su edicto declarando la grandiosidad de Dios y las muchas señales y milagros que ha hecho con él.
Este capítulo es una ilustración del amor y la misericordia divina. Dios muestra su amor aún con quienes no le conocen. Dios es misericordioso aún con los que le desprecian. Esa fue la experiencia de este cruel monarca pagano. Ten presente que Nabucodonosor no era miembro del pueblo de Dios. Aunque había tenido contacto con la verdad de Dios por medio de Daniel y sus amigos, seguía siendo el mismo. Su lema bien podría ser: “Daniel me ha mostrado a Dios… pero sigo siendo el rey.” En este capítulo Dios nos está diciendo que su misericordia no está únicamente con los que le aman. Ten presente que Dios envió a Jonás a Nínive y ahora estaba a punto de hacer su obra en Babilonia.
Ante lo que Dios ha hecho por él, Nabucodonosor exclama en su edicto: “¡Cuán grande son sus señales, y cuán potentes sus maravillas!” No se que impresión tendrás tu de este pasaje, pero cuando lo comparas con una expresión similar del apóstol Pablo, tiene nueva luz:
¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! (Romanos 11:33).
Me parece que tanto Nabucodonosor como Pablo tenían el mismo problema. ¡No podían describir la grandiosidad de Dios! Después de todo Dios es un misterio. Podemos tratar de describirlo, podemos tratar de descifrarlo, pero nunca podremos comprenderlo. Nabucodonosor no pudo. Tampoco pudo Pablo. Creo que esto es significativo para aquellos que creen saberlo todo acerca de Dios. Un escritor lo ha puesto así:
Cuando alguien se para y dice: “Te voy a decir tal y como es,” tiene a su Dios arrinconado en un cuartito. Su religión está compartamentalizada, está bosquejada y aquí la tienes. Tiene un Dios encerrado en teología y en un libro en el estante. Cada vez que quiere el libro simplemente lo toma del estante y lo lee. Aquí está Dios. ¡Cómo si Dios se pudiese bosquejear en un libro![3]
El mensaje es que al Dios infinito no se le puede atar con definiciones finitas. Al Dios soberano del universo no se le puede describir con lenguaje humano. Por eso es Dios. Nabucodonosor comprendió esto. Tu y yo necesitamos comprenderlo.
Después de estos tres versículos introductorios, el rey nos da una explicación del mismo:
Yo Nabucodonosor estaba tranquilo en mi casa, y floreciente en mi palacio. Vi un sueño que me espantó, y tendido en cama, las imaginaciones y visiones de mi cabeza me turbaron. Por esto mandé que vinieran delante de mí todos los sabios de Babilonia, para que me mostrasen la interpretación del sueño. Y vinieron magos, astrólogos, caldeos y adivinos, y les dije el sueño, pero no me pudieron mostrar su interpretación, hasta que entró delante de mí Daniel, cuyo nombre es Beltsasar, como el nombre de mi Dios, y en quien mora el espíritu de los dioses santos (Daniel 4:4-8a).
¿No te da la impresión que ya hemos estado aquí antes? Igual que en Daniel 2, el rey tiene un sueño. El sueño es de tal magnitud que lo espantó. De nuevo no entendió el sueño. De nuevo los magos, astrólogos y adivinos no pueden interpretar el sueño. De nuevo entra Daniel en la escena. Lo que es diferente es que el rey esta vez no les escondió el sueño. Uno se preguntaría: ¿Otra vez? ¿Cómo es que este rey no aprende? Si sabe que Daniel puede interpretar sus sueños, ¿por qué no va con él primero? Bueno, lo más probable es que hubiese consultado primero con Daniel. Primero, debemos tener presente que una corte tiene su protocolo. Por supuesto, Daniel estaba por encima de los caldeos, pero no era el único sabio en Babilonia. Después de todo, se trataba de una institución, no un grupo de brujos. Segundo, ten presente que Nabucodonosor mandó venir a los sabios de Babilonia mientras que Daniel “entró” delante del rey. En otras palabras, Daniel no fue llamado. Pareciera ser que el ya sabía lo del sueño.
De nuevo la sabiduría humana queda frustrada ante los designios divinos. De nuevo los magos no son capaces de descifrar el dilema. Esto pareciera ser un tema recurrente en el libro de Daniel. Después vamos a ver como los sabios son inútiles de descifrar la escritura en la pared durante la fiesta de Belsasar.
Daniel entró ante la presencia del rey y este continúa su relato:
Conté delante de él el sueño, diciendo: Belsasar, jefe de los magos, ya que he entendido que hay en ti espíritu de los dioses santos, y que ningún misterio se te esconde, declárame las visiones de mi sueño que he visto, y su interpretación (8b, 9).
Primero Nabucodonosor reconoce la superioridad de Daniel sobre los magos, le identifica como uno en comunión con Dios. La frase “dioses santos” puede también ser traducida “Dios Santo” en todas las ocasiones que aparece en estos capítulos.[4] Después pareciera que la misma situación de Daniel 2 se repite. El rey de nuevo le pide a Daniel que le declare las visiones y le de la interpretación. En realidad este pasaje es traducido correctamente por la Biblia de Jerusalén: “Mira el sueño que he tenido; dime su interpretación.” Es notorio que Nabucodonosor procede a narrar su sueño:
Estas fueron las visiones de mi cabeza mientras estaba en mi cama: Me parecía ver en medio de la tierra un árbol, cuya altura era grande. Crecía este árbol, y se hacía fuerte, y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a ver desde todos los confines de la tierra. Su follaje era hermoso y su fruto abundante, y había en él alimento para todos. Debajo de él se ponían a la sombra las bestias del campo, y en sus ramas hacían morada las aves del cielo, y se mantenía de él toda carne (Daniel 4:10-12).
El sueño de Nabucodonosor, como el anterior, es particular. En lugar de una estatua, ve un árbol. De la misma manera que la estatua, aunque no se nos dan medidas, el árbol era enorme. En la Biblia con frecuencia un árbol es símbolo de un hombre con gran poder en influencia en los asuntos humanos. Así encontramos que Ezequiel describe al rey de Asiria como un cedro en el Líbano (Eze 31:3), mientras que Isaías compara a Israel con una viña (Isa 5:1-7). El mismo apóstol Pablo usó al olivo como parábola para describir al creyente (Rom 11:17-20). En la literatura extrabíblica existe el relato de Astyages el Medo quien tuvo un sueño en el que una viña crecía del seno de Mandane, su hija, y llegaba a llenar todo el Asia. Herodoto interpretó esto como refiriéndose a las conquistas de Ciro. Otra ilustración famosa es la de Jerjes, quien en un sueño fue coronado con una rama de olivo que se extendió alrededor de todo el mundo.[5]
Vi en las visiones de mi cabeza mientras estaba en mi cama, que he aquí un vigilante y santo descendía del cielo. Y clamaba fuertemente y decía así: Derribad el árbol, y cortad sus ramas, quitadle el follaje, y dispersad su fruto; váyanse las bestias que están debajo de él, y las aves de sus ramas. Mas la cepa de sus raíces dejaréis en la tierra, con atadura de hierro y de bronce entre la hierba del campo; sea mojado con el rocío del cielo, y con las bestias sea su parte entre la hierba de la tierra. Su corazón de hombre sea cambiado, y le sea dado corazón de bestia, y pasen sobre él siete tiempos. La sentencia es por decreto de los vigilantes, y por dicho de los santos la resolución, para que conozcan los vivientes que el Altísimo gobierna el reino de los hombres, y que a quien él quiere lo da, y constituye sobre él al más bajo de los hombres. Yo el rey Nabucodonosor he visto este sueño. Tú, pues, Beltsasar, dirás la interpretación de él, porque todos los sabios de mi reino no han podido mostrarme su interpretación; mas tú puedes, porque mora en ti el espíritu de los dioses santos (Daniel 4:13-18).
Dios dio a Nabucodonosor un sueño en el cual le mostró que él estaba bajo control. Recuerda, el lema del libro de Daniel es “Dios está en control.” No importa que tanto pueda prosperar el hombre. No importa hacia donde parezcan ir los eventos humanos. Dios está en control. Dios puede ensalzar al más humilde y humillar al más elevado. Dios está en control de todos los eventos que se suceden en este planeta. No lo olvides. Tampoco olvides que donde tu estás se debe a la voluntad de Dios. Dios te ha puesto en tu situación por alguna razón. Ya sea que tu situación sea buena o mala, Dios es quien te tiene allí. En sus planes no importa quien tu eres, ni cual es tu educación, tu familia, o tu iglesia, Dios tiene sus planes para tu vida. El es quien te tiene donde estás. No lo olvides. Tan fue cierto de Nabucodonosor como lo es cierto de ti.
Entonces Daniel, cuyo nombre era Beltsasar, quedó atónito casi una hora, y sus pensamientos lo turbaban. El rey habló y dijo: Beltsasar, no te turben ni el sueño ni su interpretación. Beltsasar respondió y dijo: Señor mío, el sueño sea para tus enemigos, y su interpretación para los que mal te quieren. El árbol que viste, que crecía y se hacía fuerte, y cuya copa llegaba hasta el cielo, y que se veía desde todos los confines de la tierra, cuyo follaje era hermoso, y su fruto abundante, y en que había alimento para todos, debajo del cual moraban las bestias del campo, y en cuyas ramas anidaban las aves del cielo, tú mismo eres, oh rey, que creciste y te hiciste fuerte, pues creció tu grandeza y ha llegado hasta el cielo, y tu dominio hasta los confines de la tierra (Daniel 4:19-22).
Cuando Daniel escuchó el sueño, quedó atónito por casi una hora. ¡Una hora! ¡Imagínate lo que estaría pasando por la mente de Nabucodonosor! Frente a él tenía al hombre que más podía confiar en el mundo y este está atónito ante el relato del sueño. Me imagino que con angustia el rey dijo a Daniel que no se preocupara por el sueño o la interpretación. “Yo entiendo, Daniel. No te preocupes. Estoy dispuesto a aceptar lo que sea. No tengas temor.” Porque Daniel había sido siempre su siervo leal, Nabucodonosor tenía plena confianza en él. Por su parte Daniel quería seguir siendo fiel a su amo y señor, así que prosiguió con la interpretación del sueño:
Y en cuanto a lo que vio el rey, un vigilante y santo que descendía del cielo y decía: Cortad el árbol y destruidlo; mas la cepa de sus raíces dejaréis en la tierra, con atadura de hierro y de bronce en la hierva del campo; y sea mojado con el rocío del cielo, y con las bestias del campo sea su parte, hasta que pasen sobre él siete tiempos; esta es la interpretación, oh rey, y la sentencia del Altísimo, que ha venido sobre mi señor el rey: Que te echarán de entre los hombres, y con las bestias del campo te apacentarán como a los bueyes, y con el rocío del cielo serás bañado; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que conozcas que el Altísimo tiene dominio en el reino de los hombres y que lo da a quien quiere. Y en cuanto a la orden de dejar en la tierra la cepa de las raíces del mismo árbol, significa que tu reino te quedará firme, luego que reconozcas que el cielo gobierna. Por tanto, oh rey, acepta mi consejo: tus pecados redime con justicia, y tus iniquidades haciendo misericordias para con los oprimidos, pues tal vez será eso una prolongación de tu tranquilidad (Daniel 4:23-27).
Nabucodonosor ha de haber tenido plena confianza en Daniel. A pesar que, contrario al sueño de Daniel 2, el rey era victima de la interpretación del mensaje divino, el rey pareciera haberlo aceptado de buena gana. Ninguna palabra de molestia es registrada. Ninguna pregunta sale de los labios del rey. Después de todo se conoce a sí mismo.
Es impresionante el hecho que Daniel no dio una interpretación diferente. Daniel también conocía a Nabucodonosor. Nabucodonosor era un monarca cruel y tempestuosamente violento. Jeremías registra como asó a dos judíos en vida (Jer 29:22). El libro de reyes registra como sacó los ojos del rey Zedequías después de haber matado sus hijos ante su presencia (2 Rey 25:7) y como tomó prisionero al rey Joaquin cuando tenía 18 años de edad y lo mantuvo en la cárcel por 36 años (2 Rey 24:1-17). Políticamente trajo miserias innumerables a todo el mundo que logró dominar: trasplantó pueblos enteros, deportó naciones sin fin de su tierra natal a Babilonia. Daniel sabía esto y más, pero no vaciló. Daniel se atrevió a confrontar al rey con la verdad.
Uno de los ingredientes que faltan en la vida del hogar y de la iglesia hoy es de la confrontación sincera. Por una razón u otra, con frecuencia vacilamos al tener que confrontar a otros con la verdad o demasiado animosos de acabar con ellos con cualquier objeto a nuestro alcance. Le damos la vuelta al problema, evitando la confrontación. Esta es muchas veces la salida más fácil. Que otro se lo diga. Que otro lo haga. Después de todo, ¿quién soy yo para decírselo? Dios te va a llamar a cuentas por haber dejado pasar la oportunidad de confrontar a otro con su error. Si tu estás conciente de la gravedad de su situación, eres culpable si no lo confrontas con la verdad. Aunque duela. Aunque sea duro. Aunque tenga que sufrir el que confronta o el que es confrontado. Es tu obligación. Por otra parte tomamos la actitud de los pollos. ¿Te has fijado como se portan entre ellos? Cuando era joven, en Hermosillo, mi hermano y yo criábamos pollos y conejos. Para pasar el tiempo. Los conejos siempre se protegían entre sí. Los pollos se trataban siempre muy respetuosamente. Los conejos se ayudaban; se lamían las orejas mutuamente; se daban calor… Los pollos, tan pronto uno de ellos mostraba una gota de sangre, se iban encima del herido. ¡Se lo comían los demás!
El Señor nos exhorta a que hablemos la verdad con amor (Efe 4:15, 25) y a que restauremos a los caídos en alguna falta con “espíritu de mansedumbre” (Gal 6:1). Cuando no seguimos los consejos divinos no solamente estamos desobedeciendo a Dios sino estamos hiriendo a los que amamos. Si de verdad nos amamos los unos a los otros, ya sea en nuestra familia, en nuestro hogar, en nuestra iglesia, en el trabajo, expresaremos nuestro amor por medio de la confrontación si es necesario.
Al cabo de doce meses, paseando en el palacio real de Babilonia, habló el rey y dijo: ¿No es esta la gran Babilonia que yo edifiqué para casa real con la fuerza de mi poder, y para gloria de mi majestad? Aún estaba la palabra en la boca del rey, cuando vino una voz del cielo: A ti se te dice, rey Nabucodonosor: El reino ha sido quitado de ti; y de entre los hombres te arrojarán y con las bestias del campo será tu habitación, y como a los bueyes te apacentarán; y siete tiempos pasarán sobre ti, hasta que reconozcas que el Altísimo tiene el dominio en el reino de los hombres, y lo da a quien el quiere. En la misma hora se cumplió la palabra sobre Nabucodonosor, y fue echado de entre los hombres; y comía hierba como los bueyes, y su cuerpo se mojaba con el rocío del cielo, hasta que su pelo creció como plumas de águila, y sus uñas como las de las aves (Daniel 4:29-33).
A la enfermedad de Nabucodonosor se le conoce como Lycantropía. La palabra viene del griego lukos, que quiere decir lobo y antropos, que quiere decir hombre: hombre lobo. Se usa para referirse al hombre que, afligido por alguna monomanía, piensa que es un animal. Esta enfermedad a dado motivo a toda una serie de leyendas de hombres convertidos en animales. Existe una leyenda rusa que cuenta como Pedro y Pablo convirtieron a una pareja de esposos impíos en osos. San Patricio, se dice, transformó a Vereticus, rey de Gales, en un lobo. San Natalis, supuestamente, maldijo a una familia irlandesa de tal manera que los miembros de la misma estaban condenados a ser lobos por siete años.[6] Las personas con Lycantropía no se convierten en animales, solamente piensan que son animales. De esta forma, las personas que creen ser pájaros, sufren de Aviantropía (avis, ave). En el caso de Nabucodonosor su enfermedad particular recibe el nombre de Boantropía (de bos, vaca o toro).
De la misma manera que Saúl perdió el trono por su arrogancia (1 Sam 13:13, 14; 1 Crn 10:13, 14) y David calló enfermo por la misma razón (1 Crn 21:1, 27), Nabucodonosor aprendió en su propia carne que “Dios tiene dominio en el reino de los hombres.”
Un día, doce meses después de su sueño, el orgulloso rey de Babilonia paseaba “en el palacio real de Babilonia.” El palacio mismo sobrepasaba a todo el mundo antiguo, con sus espléndidos almenajes y torreones. Desde su posición de ventaja el rey podía ver la gran ciudad hecha por él mismo. Las enormes calles estaban llenas de multitudes que nunca hubieran podido estar allí si no hubiese sido por sus empresas. Había cien portones masivos que atravesaban la gran muralla que rodeaba la ciudad. Más allá de las murallas se extendía su reino, hasta donde llegaba el mundo civilizado al este, oeste, norte y sur. ¡El lo había hecho todo! ¿No era suficiente para hacer que cualquiera creyera que se ha convertido en dios?[7]
La falta de Nabucodonosor es la misma que la nuestra. Su problema no fue ser demasiado poderoso, demasiado rico o famoso. Su problema fue que se le fue a la cabeza. Es interesante que no necesitas ser poderoso, rico o famoso para que el orgullo te domine. Basta con que tengas una estimación altanera e impropia de ti mismo para ser orgulloso. Basta con que manifiestes presunción y soberbia. Si tal es el caso, el Señor dice, el hacha está a las raíces. Las cosas pueden irte bien en tu arrogancia. Puedes insultar con tu actitud a cuantos quieras y salir impune. Pero tendrás que afrontar el juicio divino tarde o temprano. La exaltación propia fue el problema de Nabucodonosor y puede también ser tu problema. Fue la exaltación propia lo que llevó también a Lucifer a rebelarse contra Dios (Isa 14:12-15).
Si te das cuenta, aunque con frecuencia se habla de los siete años de locura de Nabucodonosor, la Biblia no dice siete años. La expresión usada es “siete tiempos.” La palabra hebrea por años, shana, no es usada, sino ‘iddan o ‘adan, “tiempo fijado.” Esta expresión significa “períodos involucrando condiciones específicas.” Qué tan largos o cortos eran los períodos, nadie sabe. Pudieron haber sido siete meses o siete años.[8] La Septuaginta (LXX) presenta las palabras de exaltación de Nabucodonosor en el año 18 de su reinado. Si esto fue así entonces los eventos ocurrieron en el año 586 ó 587 A.C. De esta forma su enfermedad fue del 586 al 579, si estuvo enfermo siete años.
Mas al fin del tiempo yo Nabucodonosor alcé mis ojos al cielo, y mi razón me fue devuelta; y bendije al Altísimo y alabé y glorifiqué al que vive para siempre, cuyo dominio es sempiterno, y su reino por todas las edades. Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces? (Daniel 4:34, 35).
Al fin de los siete años Nabucodonosor alsó los ojos al cielo y reconoció la soberanía de Dios. Fue el solo quien se buscó el problema y fue el solo quien encontró la solución del mismo. Aunque Dios tiene poder sobre los hombres, no nos obliga. Dios te ha dado la salvación gratuitamente, pero no te obliga a tomarla. Tienes que venir por tu propio pie a donde está el Señor. El Señor te llama y te invita y te ofrece, pero no te obliga. No fue hasta que Nabucodonosor comprendió que tenía que ir por sí mismo, el Señor se manifestó con el monarca.
En el mismo tiempo mi razón me fue devuelta, y la majestad de mi reino, mi dignidad y mi grandeza volvieron a mí, y mis gobernadores y mis consejeros me buscaron; y fui restablecido en mi reino, y mayor grandeza me fue añadida. Ahora yo Nabucodonosor alabo, engrandezco y glorifico al Rey del cielo, porque todas sus obras son verdaderas, y sus caminos justos; y él puede humillar a los que andan en soberbia (Daniel 4:36, 37).
Dios restauró a Nabucodonosor su razón y su trono. Pero ya no era el mismo rey. La experiencia de Daniel 2 le mostró al rey que Dios sabía lo que había en el futuro. La experiencia de Daniel 3 le mostró que Dios puede intervenir en forma maravillosa. Hasta aquí Nabucodonosor había reconocido a Dios de forma intelectual; este conocimiento no le llevó a cambiar su manera de ser. La experiencia de Daniel 4 le mostró que aún el rey estaba sujeto a Dios. Después de esa experiencia el rey no pudo sino reconocer al Altísimo como Dios. Dios algunas veces tiene que actuar fuertemente y sacudirnos de pie a cabeza para que despertemos a la realidad de su existencia y poder. Esa fue la experiencia de Nabucodonosor. Al final, se encontró como antes: poderoso, rico y famoso. Pero sin arrogancia, sin orgullo, con el Altísimo en su corazón.
Quiero que tengas presente que Nabucodonosor necesitó arrepentirse para ser restaurado. Pero quiero que tengas presente también que el arrepentimiento es necesario no únicamente para los que no conocen a Dios. También tu, que has conocido al Salvador necesitar arrepentirte. También tu necesitas andar con humildad delante del Señor. También tu necesitas reconocerle como el Altísimo. Con demasiada frecuencia nuestra arrogancia y nuestro orgullo está en el conocimiento del Salvador. Nos creemos superiores, por nuestro mensaje. Nos creemos mejores, por nuestro conocimiento.
No dejo de encontrar similitud con nosotros en la historia de San Pedro dando un paseo por todo el cielo con un recién llegado.
—Aquí están los bautistas—le dice San Pedro, mientras le muestra un grupo reunidos cantando.
—Estos son los pentecostales—y le muestra a un grupo hablando en lenguas.
—Acá están los Testigos de Jehová—mientras le señala al grupo reunidos en un salón.
Después llegan a una tapia muy alta a la cual sube San Pedro con su compañero.
—Esos son los Adventistas… pero no hagas ruido, ¡creen que son los únicos que están aquí!
También tu y yo necesitamos arrepentimiento.
La falta de Nabucodonosor fue su orgullo. El orgullo no siempre es malo, pero tiene que estar en las manos de Dios, no en las tuyas. Hay cosas en las cuales podemos estar justamente orgullosos. Hay cosas de las cuales podemos hacer alarde, si están en el Señor. Una cosa es ser orgulloso y otra ser fanfarrón. Podemos estar orgullosos de nuestro país, de nuestra familia, de nuestros padres, de nuestros hijos. Lo que no podemos es fanfarronear. Cuando nos ponemos a vernos mejores que los demás por estas cosas es que estamos mal. Yo soy orgulloso de ser de Sonora, aunque mi tierra sea un desierto. Amo ese desierto. Lo extraño. Soy orgulloso de mi familia. No es la mejor familia, pero es la mía.
El consejo del Señor es:
Así dijo Jehová: No se alabe el sabio en su sabiduría, ni en su valentía se alabe el valiente, ni el rico se alaba en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová, que hago misericordia, juicio y justicia en la tierra; porque estas cosas quiero, dice Jehová (Jeremías 9:23, 24).
El Señor no actuó castigando a Nabucodonosor desde el principio. Los juicios de Dios parecieran ser lentos, pero son seguros. Tendemos a pensar que Dios no se da cuenta de lo que está sucediendo. Después de todo pecamos y no somos castigados. Después de todo Dios no acaba con los malos. Después de todo los malos siempre ganan. Dios quiere que entendamos que nuestras acciones no pasan inadvertidamente en el cielo. Cuando las cosas llegan a su punto, Dios interviene. Aunque su obra en nosotros parezca manifestarse muy lentamente, a su debido tiempo se va a manifestar de una manera sorprendente.
El Señor tendrá que hacer su obra en nosotros. Esa obra que no quiere hacer. Pero no tiene que hacerla. El Señor no quiere castigarte. El Señor quiere darte vida. No pongas a prueba su misericordia. Ve a él mientras se puede. Ve a él mientras no ha hecho su obra. Ve a él mientras te acepta como su hijo. No esperes a que la experiencia de Nabucodonosor sea tuya. Si la experiencia de Nabucodonosor es ya tuya, ten ánimo, todavía hay esperanza. Nunca se puede caer tan bajo que no se pueda volver a Dios. Dios aún mientras te castiga te está esperando. Te está esperando hoy.
[1]Paul Aurandt, More of Paul Harvey’s The Rest of the Story (New York: William Morrow and Company, Inc., 1980), pp. 41, 42.
[2]A. Berkeley Mickelsen, Daniel & Revelation: Riddles or Realities? (New York: Thomas Nelson Publishers, 1984), p. 64.
[3]Wallie A. Criswell, Expository Sermons on The Book of Daniel, vol. 3 (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, 1971), pp. 19, 20.
John C. Whitcom, Daniel, p. 63.
[4] John F. Walvoord, Daniel, the Key to Prophetic Revelation (Chicago: Moody Press, 1971), p. 102. Herbert Carl Leupold, Exposition of Daniel (Columbus, OH: The Wartburg Press, 1949), p. 180.
[5]James A. Montgomery, A Critical and Exegetical Commentary on the Book of Daniel (Edinburg: T & T Clarck, 1964), pp. 228-230.
[6]Wallie A. Criswell, Expository Sermons on the Book of Daniel, p. 26.
[7]William Martin Smith, Lessons in Daniel (Westfield, IN: The Gospel Minister, 1928), p. 59.
[8]Robert Dick Wilson, Studies in the Book of Daniel (NY: The Knickerbocker Press, 1917), p. 284. John f. Walvoor, Daniel, the Key to Prophetic Revelation, p. 103. Herbert Carl Leupold, Exposition of Daniel, p. 185.