Tu actitud: No conformista
Una tarde, después de un largo viaje entre las montañas, Jesús y Pedro pararon ante la casa de cierta mujer y le pidieron hospedaje por esa noche. La mujer los miró de pie a cabeza y les contestó:
—Mi casa no es albergue de vagabundos.
—Por el amor de Dios, señora… —repuso Pedro.
Pero la mujer les cerró la puerta en sus narices.
Tan quisquilloso como siempre, Pedro miró al Señor para ver como iba a reaccionar. El estaba seguro de qué era lo que había que hacer con esa mujer. Pero el Señor lo ignoró y siguió caminando a una casa más humilde que estaba toda negra de tizne. Dentro de la casa una mujercita estaba hilando junto al fuego.
—Señora, ¿podría ser tan amable de darnos posada por esta noche? Hemos venido viajando por largo rato y no tenemos fuerza para seguir adelante.
—¡Por supuesto! ¡Qué se haga la voluntad de Dios! No se detengan, buenos hombres. Además, ¿a dónde más podrían ir, pues ya se hizo completamente noche? Haré lo poco que pueda para que estén cómodos. Mientras tanto, vengan y caliéntense un poco junto al fuego. Apuesto que también tienen hambre…
—No está usted muy lejos de la verdad —le respondió Pedro.
Así que la mujercita, que se llamaba doña Catina, echó unos cuantos leños al fuego y empezó a hacer la cena—sopa y los frijoles más tiernos, para el gusto de Pedro, y un poquito de miel que mantenía colgando de las vigas de la casa. Después los llevó a dormir en la paja.
—Una buena mujer —dijo Pedro, estirándose de contento.
Muy temprano por la mañana, después de haberse despedido de doña Catina, el Señor le dijo:
—Señora, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto se marcharon.
La mujercita se sentó una vez más a hilar, e hiló e hiló e hiló todo aquel día. La lanzadora fue y vino en el urdimbre y la casa se llenó de ropa, ropa, ropa; salía por la puerta y por las ventanas, apilándose hasta el techo de la casa. Al caer la tarde la vecina Giacoma fue a visitar a doña Catina. La vecina Giacoma era la mujer que les había cerrado la puerta en las narices a Jesús y a Pedro. Vio toda la ropa y no dejó a doña Catina respirar por un minuto hasta que la mujercita le hubo contado toda la historia. Al enterarse que los dos extranjeros que ella no había querido recibir eran los responsables de la prosperidad de su vecina, sentía ganas de darse puntapiés.
—¿Sabes si esos dos extranjeros van a regresar?—le preguntó a doña Catina.
—Creo que sí. Dijeron que únicamente iban a ir al valle abajo.
—Bueno, si regresan, mándalos a mi casa, por favor, para que me puedan hacer un favor también…
—Con mucho gusto, vecina.
Así que cuando llegó la noche y los dos viajeros llegaron a su casa, doña Catina les dijo:
—Para decirles la verdad, mi casa está demasiado llena para recibirlos esta noche. Pero vayan a casa de Giacoma, mi vecina, es esa casa allá abajo, y ella se va a desvivir por atenderlos.
Pedro, que nunca olvidaba cosa alguna, hizo una mueca fea y estaba a punto de decir lo que pensaba de la vecina Giacoma. El Señor, sin embargo, le señaló que se callara y fueron a la otra casa. Esta vez la mujer hizo un gran escándalo por su visita.
—¡Buenas noches! ¡Buenas noches! ¿Tuvieron los señores un buen viaje? Pero pasen, por favor, pasen… Somos gente pobre, pero somos todo corazón. ¿Por qué no se acercan al fuego y se calientan un poco? Les voy a hacer cena ahora mismo…
Así que, en medio de todo este alboroto, el Señor y Pedro cenaron y durmieron en casa de Giacoma, la vecina, y se preparaban para despedirse a la mañana siguiente mientras la mujer seguía haciendo todo tipo de honores y de gestos de atención.
—Señora —le dijo el Señor—, cualquier cosa que empiece a hacer esta mañana, la seguirá haciendo el resto del día —y diciendo esto, se marcharon.
—¡Ahora les voy a mostrar lo que yo puedo hacer —se dijo con regocijo la vecina mientras se enrollaba las mangas— Voy a hilar el doble de ropa de lo que hiló doña Catina…
Pero antes de sentarse en la rueca, para no tener que interrumpir sus labores más tarde, decidió ir corriendo a la letrina para vaciar su vejiga. Llegó a la letrina y empezó —y le parecía que lo estaba haciendo muy de prisa— pero no podía terminar.
—¡Oh, misericordia! ¿Qué es lo que me pasa? ¿Por qué no puedo terminar? ¿Comería algo que me hizo daño? ¡Santos cielos! Pero… no puede ser que…
Media hora más tarde trató de levantarse e ir a la rueca. Por supuesto, tuvo que volver corriendo a la letrina de nuevo. Y allí se pasó todo el día. El resultado fue algo muy distinto a la ropa. Es un milagro que el río no se desbordó.[1]
Aquí tenemos el caso de Giacoma y Catina. Mientras que Giacoma actuaba por la recompensa, Catina obtuvo su recompensa por su actitud. Giacoma hacía las cosas con la mirada fija en lo que recibiría. Tenía muchas ambiciones. Tenía muchos planes. Y se llevó un chasco. Catina ni siquiera esperaba algo. Simplemente actuó como sabía que era lo mejor actuar. Simplemente fue ella misma, sin tapujos y sin pretensiones. Se dejó llevar por su buen corazón. Y se llevó una sorpresa. Ambas se llevaron una sorpresa. Pero para una fue agradable y para la otra desagradable.
Creo que lo mismo nos pasa cuando nos fijamos en la recompensa antes que poner nuestra mira en el Señor de la recompensa. ¡Qué diferente sería nuestra vida si actuásemos movidos por intenciones nobles! ¡Qué chascos nos evitaríamos si fuésemos genuinos continuamente!
El problema creo está en que somos cristianos y seguimos al Señor porque vamos tras los panes y los peces. Yo me pregunto, ¿sería que seguiríamos al Señor aunque no hubiera panes y peces al final de la jornada? Sería hermoso si como el poeta pudiéramos decir:
No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera
que aunque no hubiese cielo yo te amara
y aunque no hubiese infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero, te quisiera.[2]
Un tremendo cambio se va a efectuar en nuestras vidas cuando sigamos al Señor no por la recompensa prometida, ni por el castigo temido. Cuando seamos cristianos porque lo queremos ser, no porque tenemos que serlo.
Creo que a esto se estaba refiriendo el Señor cuando dijo:
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (Mateo 5:6).
Después de habernos dicho que tenemos que reconocer nuestra insignificancia, después que hemos reconocido nuestra pecaminosidad, después de habernos dicho que tenemos que reconocer la parte que nos toca en esta tierra, el Señor nos dice que nuestra parte es ser hambrientos y tener sed.
El doctor D. Martyn Lloyd-Jones tiene razón:
Esta bienaventuranza de nuevo sigue lógicamente a las demás; se trata de una conclusión a la cual nos llevan las otras. Es la conclusión lógica a la cual arriban, y es algo por lo cual deberíamos estar profundamente agradecidos a Dios. No conozco una prueba mejor a la cual alguien se pueda someter en todo asunto de la profesión cristiana que este verso. Si este verso es para tí una de las declaraciones más benditas en toda la Escritura, puedes estar seguro que eres un cristiano; si no lo es, entonces mejor examina de nuevo tus creencias.[3]
¿Será entonces que Dios quiere que estemos completamente hambrientos? Si ese es el caso la gente en Etiopía nos llevan la ventaja. No conozco a nadie que tenga más hambre y sed que ellos. Pero, ¿será que Jesús se está refiriendo a ese tipo de hambre?
La palabra traducida en nuestra Biblia como hambre es una palabra que tiene el sentido de un deseo intenso. Y la palabra traducida como sed quizás es una palabra más fuerte aún. Creo que únicamente aquellos que viven en el desierto pueden comprender todo el significado de esa palabra. Para tener una mejor idea basta con tener en cuenta que en los días de Jesús las cisternas de agua eran objeto de vida o muerte.[4]
El apóstol Pablo nos aclara que
…el reino de los cielos no es comida, ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo (Romanos14:17).
Entonces Jesús no puede estar hablando de comida y bebida literal. El mismo no dejó a la gente irse con hambre. El mismo alimentó a la multitud. El mismo se preocupó por su satisfacción física. Un poco más adelante, en el mismo evangelio de Mateo, leemos:
Entonces mandó a la gente recostarse sobre la hierba; y tomando los cinco panes y los dos peces [que los discípulos le habían dado], y levantando los ojos al cielo, bendijo y partió y dio los panes a los discípulos, y los discípulos a la multitud. Y comieron todos, y se saciaron; y recogieron lo que sobró de los pedazos, doce cestas llenas. Y los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños (Mateo 14:19-21).
Jesús no podía, entonces, estarse refiriendo a hambre y sed física. No podía referirse a hambre y sed física porque en él estaba el poder de satisfacer esa necesidad.
El primer principio que quiero que notemos es que Dios quiere que tu dejes de preocuparte por tu condición física y te preocupes por tu espiritualidad.
Dios nunca abandona a sus hijos. Dios no te va a dejar morir de hambre. Tienes que poner tu mira en las cosas que son más importantes. Comida y bebida no es lo más importante en el reino de los cielos. La Biblia está plagada de citas donde se nos muestra el cuidado de Dios en este sentido. Dios no abandonó a Israel en el desierto, le dio de comer y beber.
Entonces clamaron a Jehová en su angustia,
y los libró de sus aflicciones (Salmo 107:6).
¿Cuáles eran sus aflicciones? ¡Hambre y sed! El Señor sabía cuales eran sus necesidades y él las suplió:
No tuvieron sed; les hizo brotar agua de la piedra; abrió la peña y corrieron las aguas (Isaías 48:21).
Nehemías, de esto mismo, también nos dice:
Les diste pan del cielo en su hambre, y en su sed les sacaste agua de la peña (Nehemías 9:15).
¿Hay algo imposible para Dios? ¡Por supuesto que no! Entonces, ¿vas tu a preocuparte por lo que comes y bebes? ¿Vas a poner tu atención en las cosas pasajeras de este mundo y descuidar lo que de verdad importa?
Creo que explicando esta misma bienaventuranza, Jesús se lo puso claro a sus discípulos:
Por lo tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido…? No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas las demás cosas os serán añadidas (Mateo 6:25, 31-33).
Es Dios quien tiene cuidado de tus necesidades materiales. Pon las cosas más importantes en primer lugar. Si tu mayor preocupación es estar en el reino, pon eso en primer lugar en tu vida. No te enredes con preocupaciones sobre tus necesidades materiales. Pon la preocupación en las manos de Dios.
Un soldado francés, en la Segunda Guerra Mundial, llevaba consigo una receta para la preocupación: “De dos cosas, una es cierta. O estás en el frente, o estás en la retaguardia. Si estás en el frente, de dos cosas una es cierta. O estás expuesto al peligro, o estás en un lugar seguro. Si estás expuesto al peligro, de dos cosas una es cierta. O caes herido, o no caes herido. Si caes herido, de dos cosas una es cierta. O te recuperas o te mueres. Si te recuperas, no hay para qué preocuparse. Si te mueres, no vas a poder preocuparte. Así que, ¿para qué preocuparse?”
Si Dios está en control de tu vida, ¿para que preocuparte? Tienes que preocuparte si Dios no está en control de tu vida. Entonces las cosas si están serias.
Ese es el siguiente punto. Despreocúpate de las cosas externas, Dios se ocupará de ellas, a su tiempo. Pon tu mirada en las cosas que de verdad importan.
Aquí es donde contestamos la pregunta: ¿qué es, entonces, tener hambre y sed, según Cristo? Martín Lutero lo pone de esta manera:
Donde hay gente que honestamente decide hacer lo que es correcto gustosamente y desea encontrarse involucrada en las obras y en los caminos correctos —tal gente tiene “hambre y sed de justicia.” Si este fuera el caso, no habría bellaquería ni injusticia, sino una alegre justicia y bendición sobre la tierra… No es por accidente que [Jesús] usa el término “hambre y sed de justicia.” Haciendo esto [Jesús] trata de señalar que esto requiere una gran honestidad, un gran deseo, una ansiedad, una diligencia incesante y que donde esta hambre y esta sed no están presentes, todo lo demás falla.[5]
Esta bienaventuranza habla de un fuerte deseo, de una fuerza interna que apasionadamente mueve a todo tu ser. Tiene que ver con la ambición de la mejor clase, la que tiene por objeto honrar, obedecer y glorificar a Dios al participar de su justicia. Esta bienaventuranza contrasta el espíritu de aquel que anda según lo que el mundo espera y promete. Tiene que ver con una transformación de gustos y carácter. Tiene que ver con un cambio de metas en tu vida. Tiene que ver con una doblegación de tu ego. Aquel que siente hambre y sed de justicia no sabe lo que es el egoísmo.
Así como nuestro cuerpo siente hambre y sed que tienen que ser saciadas físicamente para sobrevivir, así nos dice Jesús que nuestra alma requiere alimento espiritual. Así como algunas veces nuestro ser tiene hambre de fama y sed de prestigio, lo cual podemos conseguir en el mundo, así nuestra alma tiene que sentir hambre y sed de encontrarse con el Señor, de hacer aquello que él desea que hagamos. No podemos negar que toda hambre, buena o mala, tiene su alimento. Hay pan y agua para el que tiene su boca hambrienta y sedienta. Hay luz para el que tiene los ojos hambrientos. Hay libros para el que tiene el intelecto hambriento. ¿Por qué se nos hace difícil creer que también hay un alimento que puede llenar nuestra alma? Ese alimento está únicamente en Cristo.
Es Cristo quien puede saciar nuestra hambre y nuestra sed. A la mujer samaritana Jesús le dijo:
Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber; tú le pedirías, y el te daría agua viva… cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed; mas el que bebiere del agua que yo le dare, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en el una fuente de agua que salte para vida eterna (Juan 4:10,13,14).
En el griego hay una regla gramatical según la cual los verbos tener hambre y tener sed son seguidos por sustantivos en el caso genitivo. Este es el caso que se expresa con la preposición “de” en español. Así un caso genitivo es cuando decimos “amor de Dios,” “objeto de fe,” “acto de amor,” etc. Los griegos expresarían el hambre y la sed diciendo: “Tengo hambre por de comida,” “siento sed por de agua.”
Los griegos usaban el caso genitivo en lo que se llama caso genitivo paritivo. Y lo mismo hacemos en nuestro idioma. Cuando nosotros, al igual que los griegos, hablamos de tener hambre por comida, hablamos de un poco de comida, no de toda la comida. Cuando estamos a la mesa, decimos: “Dame el pan,” cuando queremos que nos den todo el pan. Por otra parte decimos: “Dame un pan,” cuando queremos tan solo una tajada o parte del mismo.
Lo curioso está que en este pasaje el griego no esta en genitivo. Mateo 5:6 está en acusativo. En otras palabras, Jesús no está hablando de tener hambre por un poco de la justicia de Dios, sino de tener hambre por toda la justicia de Dios.
Barclay lo ha puesto así:
Bienaventurado el hombre que siente ansias por toda la justicia como un hombre hambriento ansía la comida, y un hombre muriendo de sed ansía el agua, porque ese hombre será verdaderamente saciado.[6]
Estamos entonces hablando de una actitud que no se conforma con un poco, sino que lo desea todo de Dios. Se trata de una actitud que depende de Dios no únicamente por el sustento físico sino por el sustento espiritual. Una actitud que lo pone todo en las manos de Dios porque de el lo espera todo. Es una actitud no conformista. Es una actitud exigente. Porque eso es lo que Dios quiere. El nos lo quiere dar todo. Nos quiere colmar de bendiciones.
En tercer lugar, sentir hambre y sed como el Señor desea es rendir nuestra vida incondicionalmente a él.
La mayoría de nosotros nunca a confrontado un hambre y una sed que haya puesto en peligro su vida. Pensamos en hambre cuando dejamos una comida sin comer o dos. Pensamos que tenemos sed cuando tenemos que esperar una hora hasta llegar a comprar un refresco helado. Pero el hambre y la sed de la cual Jesús está hablando es mucho más que eso.
Durante la liberación de Palestina en la Primera Guerra Mundial, una fuerza combinada de soldados británicos, australianos y neo-zelandeses estaban persiguiendo a los turcos que iban en retirada por el desierto. Conforme las tropas aliadas marchaban hacia el norte más allá de Beersheba, empezaron a dejar muy atrás la caravana de camellos que les proveía agua. Cuando se les acabó el agua, las bocas de los soldados se agrietaban de resequedad, les dolía la cabeza, se empezaban a marear y se desmayaban. Los ojos se les ponían rojos, los labios se les inflamaban y se tornaban morados, y veían espejismos. Sabían que si no llegaban a los pozos de Sheriah al caer la noche, miles de ellos morirían—como ya habían muerto cientos de ellos. Peleando, literalmente, por sus vidas, lograron sacar a los turcos de Sheriah.
Mientras se distribuía el agua de las grandes cisternas de piedra, los que estaban en mejor condición física tuvieron que presentarse en posición de firmes y esperar a que los heridos y aquellos que tenían que hacer guardia bebiesen primero. Pasaron horas hasta que el último hombre hubo bebido agua. Durante todo ese tiempo los soldados estuvieron a no más de 20 pies de miles de galones de agua, tomar de la cual era la pasión que los había consumido por muchos agonizantes días. Se dice que uno de los oficiales presentes informó: “Creo que todos aprendimos nuestra primera verdadera lección bíblica en la marcha de Beersheba a los pozos de Sheriah. Si esa misma fuera nuestra sed de Dios, por justicia, por hacer su voluntad en nuestras vidas, un deseo consumidor, que nos envuelva totalmente, que nos preocupe, ¡qué tan ricos seríamos en el Espíritu!”[7]
Cuando nuestra hambre y nuestra sed sean genuinas, no pondremos condiciones. Entonces nos daremos cuenta, como los soldados aliados, que en Dios está la respuesta y tenemos que esperar. Entonces nos daremos cuenta que él sabe cuando nos conviene. Entonces vamos a aceptar su justicia en cualquier forma y tiempo en que el nos la proporcione. Porque entonces vamos a saber que lo más poco de Dios es más grande que lo que el mundo nos pueda ofrecer.
Es entonces que vamos a dejar de añorar por logros terrenales Vamos a poner a un lado la idea que tengo que ser alguien y alcanzar algo. Vamos a olvidarnos de las metas y vamos a poner nuestra vida fija en el Señor. Y el Señor nos saciará. El Señor no nos olvida. El nos tiene siempre presentes.
Mi pueblo será saciado de bien, dice Jehová (Jeremías 31:14).
¿Cuál es tu condición? ¿Estás preocupado por las cosas de este mundo? ¿Tienes hambre de fama, prestigio, puestos, honor, gloria? El mundo te la puede saciar. ¿Tienes hambre por el reino de los cielos? Eso únicamente Dios te lo puede satisfacer… si vienes a él.
[1]Italo Calvino, Italian Folktales (New York: Pantheon Books, 1980), pp. 125-127.
[2]Este soneto a sido adjudicado a varios poetas españoles. Tanto San Juan de la Cruz como Santa Teresa de Jesús están en la lista de los posibles autores del mismo.
[3]D. Martyn Lloyd-Jones, Studies in the Sermon of the Mount (Grand Rapids, MI: Wm. B. Eerdmans, 1967), vol. 1, pp. 73, 74.
[4]The Interpreter’s Bible, vol VII (Nashville, TN: Abingdon, 1978), p. 283.
[5]Martin Luther, The Sermon on the Mount, Luther’s Works, vol 21 (Saint Louis, MO: Concordia Publishing House, 1956), pp. 26, 27.
[6]Barclay, Matthew, vol 1, p. 102.
[7]E. M. Blailock, “Water,” Eternity (August 1966, p. 27).