Summary: El es el rey trascendente y sublime, el centro de toda adoración y apartado de todo pecado.

Mi Padre tendría 92 años si viviera hoy. Él partió hace 10 años y hubo algo que me sorprendió muchísimo que yo desconocía de mi padre y lo descubrí el día de su funeral.

Para mí, Don Rubén Madera fue un padre maravilloso y un creyente en Cristo de convicción férrea. Y ya con eso tenía suficiente. Pero el día de su funeral, me di cuenta de que además de todas estas cosas maravillosas, fue un médico muy apreciado y un anestesiólogo que fue referente en la historia de la anestesiología en Yucatán.

Yo sólo lo conocía como mi padre amoroso, esposo fiel, el anciano de iglesia comprometido y el médico cristiano. Pero la faceta de mi padre como anestesiólogo no había sido evidente para mí sino hasta ese día que escuché tantas referencias a su labor profesional y tantas personas del gremio médico presentando sus condolencias a la familia.

Si antes de su partida le tenía gran respeto y lo tenía en alta estima, después de su funeral, esa admiración y cariño ha aumentado aún más por todo lo que fui descubriendo acerca de él.

Así nos pasa, conforme vamos descubriendo cosas que no sabíamos de las personas, nuestro respeto, admiración o en caso contrario, nuestra decepción aumenta. Conocer a mayor profundidad a alguien impacta nuestra relación con él o con ella.

En nuestra serie de sermones: “Castillo Fuerte”, hemos estado buscando profundizar en los atributos de Dios. Porque, como ya mencionamos, conocer a mayor profundidad a alguien impacta nuestra la relación con él o con ella. Y así ocurre también en nuestra relación con Dios.

El temor, la angustia, la desesperanza, la ansiedad y demás respuestas que quizá estamos teniendo ante nuestras circunstancias actuales, están relacionadas con tener la vista en algún lugar diferente, en vez de estar anclados en quién es Dios en verdad.

El mes pasado estuvimos hablando de los atributos incomunicables de Dios, es decir, esas características, cualidades y perfecciones del ser de Dios que lo hacen distinto a nosotros, que lo hacen único y diferente a nosotros. Así hablamos de la Aseidad, la omnisciencia, la omnipresencia, la omnipotencia de Dios.

Este mes estaremos hablando de algunos atributos comunicables de Dios, o sea, aquellos atributos que él comunica o comparte parcialmente o en alguna medida con sus hijos. Estos atributos podemos esperar verlos en parte en la vida de los que están en Cristo.

Hoy comenzamos con un atributo comunicable de Dios que al comprenderlo mejor nos parecerá, más bien, un atributo incomunicable, pero la Biblia es clara en decir que este atributo es esperable verlo en el ser humano en una medida proporcional.

Estamos en una época en la que muchos tienden a pensar en Dios como su igual, su compadre, alguien que está a nuestro servicio. Esto dista mucho de la imagen que la Biblia nos enseña acerca de Dios. Y una enseñanza de la Escritura que nos ayuda a regresar a un concepto correcto de Dios es la enseñanza respecto a su santidad. Hoy hablaremos del atributo divino de la santidad.

La Biblia enseña que Dios es santo. Y este Dios santo requiere que su pueblo también sea santo delante de él. Por eso decimos que este es un atributo comunicable.

Cuando escuchamos la palabra “Santo” enseguida tendemos a pensar en ausencia absoluta de pecado o perfección moral, y sí, tiene que ver con esto. Pero el concepto bíblico de santidad tiene un sentido más profundo del cual se deriva esa perfección moral o ausencia absoluta de pecado.

Un buen pasaje para iniciar a comprender y a dimensionar la Santidad de Dios es el que encontramos en el libro de Isaías capítulo 6.

Isaías 6 y Apocalipsis 4 (en el Nuevo Testamento) son recuentos de dos visiones, por un lado, Isaías y por el otro, Juan, que nos describen la corte de real de Dios y lo que resalta en ambos pasajes es su santidad.

Dice Isaías 6:1-4 El año de la muerte del rey Uzías, vi al Señor excelso y sublime, sentado en un trono; las orlas de su manto llenaban el templo. Por encima de él había serafines, cada uno de los cuales tenía seis alas: con dos de ellas se cubrían el rostro, con dos se cubrían los pies, y con dos volaban. Y se decían el uno al otro: «Santo, santo, santo es el SEÑOR Todopoderoso; toda la tierra está llena de su gloria.» Al sonido de sus voces, se estremecieron los umbrales de las puertas y el templo se llenó de humo.

Isaías es uno de los profetas más representativos del oficio profético. Y aquí nos narra su visión de Dios cuando fue llamado al oficio. Lo que vio es sorprendente. Por un momento, el velo de la corte celestial se corre y se le permite ver por unos instantes la gloria celestial. Y lo que mira es a Dios en su santidad.

El Apóstol Juan en Apocalipsis 4, tiene una experiencia similar y lo describe así en los versículos 2 al 8, “

Al instante vino sobre mí el Espíritu y vi un trono en el cielo y a alguien sentado en el trono. El que estaba sentado tenía un aspecto semejante a una piedra de jaspe y de cornalina. Alrededor del trono había un arcoíris que se asemejaba a una esmeralda. Rodeaban al trono otros veinticuatro tronos en los que estaban sentados veinticuatro ancianos vestidos de blanco y con una corona de oro en la cabeza. Del trono salían relámpagos, estruendos y truenos. […] En el centro, alrededor del trono, había cuatro seres vivientes cubiertos de ojos por delante y por detrás. […] Cada uno de ellos tenía seis alas y estaba cubierto de ojos, por encima y por debajo de las alas. De día y de noche repetían sin cesar: «Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era y que es y que ha de venir».

Juan estaba exiliado en la isla de Patmos por causa del evangelio cuando recibió esta visión. Hay una diferencia de entre 700 a 800 años de tiempo entre las visiones de Juan e Isaías, pero como podemos ver, hay muchas similitudes. Y en ambas lo que resalta y se declara es que Dios es Santo, santo, santo.

Las palabras bíblicas que se traducen como santo tienen una raíz que da la idea de apartado, separado, cortado. Todas estas palabras nos dan la idea de que cuando se dice que Dios es santo están reconociendo la absoluta trascendencia de Dios respecto a todo lo demás. Dios está por encima, apartado, separado. Su ser es totalmente distinto y absolutamente perfecto respecto a su creación.

Cuán diferente es la idea que a veces tenemos de Dios. Dios como “diosito”, como mi compadre, como el que me concede mis deseos y está para mi servicio. La Biblia nos enseña que Dios es Santo, Santo, Santo. El habita en una gloria y luz inaccesible. Es grandioso y sorprendente. Para nada debemos verlo como alguien ordinario, común y a nuestro nivel.

Entonces, la santidad de Dios nos habla de su naturaleza absolutamente y rotundamente distinta a la nuestra y que lo hace digno de toda adoración y gloria.

Notemos como en estas visiones de la santidad de Dios se subrayan varios aspectos.

Primero, la santidad recalca a Dios como el rey trascendente y sublime.

Isaías habla del Señor excelso y sublime, sentado en el trono como el soberano. Su manto lo llena todo y su gloria lo ocupa todo.

Juan vio a alguien sentado en un trono y su descripción es también de alguien majestuoso y sublime que tiene brillo y belleza de piedras preciosas.

El rey es alto y sublime, es exceso, es trascendente. Es incomparable. No hay alguien más importante que él. No hay alguien más que esté en el centro de todo. La santidad de Dios recalca la centralidad absoluta y trascendente del Señor. De hecho, lo reconocemos cada vez que oramos: “santificado sea tu nombre”. Tu nombre sea reconocido como lo más importante y trascendente.

La santidad de Dios nos hace verlo como es, el rey majestuoso, alto, sublime, excelso. No puede ser “chan diosito”. Él es santo.

Segundo, la santidad recalca a Dios como el centro de toda adoración.

Isaías vio ante la presencia del rey a unos seres angelicales llamados aquí “serafines”. Esta es la única mención de éstos en toda la Biblia. Los serafines tienen 3 pares de alas, con un par cubren su rostro, con otro cubren sus pies y con otro, vuelan. Es tan especial Dios en su santidad que los mismos serafines no osan mirarlo de frente, sino sus rostros están cubiertos para no mirar al Santo.

Por su parte, Juan vio 24 tronos con 24 ancianos alrededor del trono, y también a 4 seres vivientes también con 3 pares de alas, alrededor del trono de Dios.

Tanto los serafines en Isaías como los 4 seres vivientes en apocalipsis repiten una y otra vez algo muy semejante: “Santo, santo, santo es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de su gloria”.

«Santo, santo, santo es el Señor Dios Todopoderoso, el que era y que es y que ha de venir».

Esta repetición de palabras no es casualidad ni incidental. Tiene toda la intención de enfatizar la centralidad de la adoración al único que es santo.

Como decía el Dr. Sproul, en ninguna parte en la Biblia vamos a encontrar que se diga lo que Dios es y se repita tres veces. No se nos dice Dios es amor, amor, amor. O Dios es ira, ira, ira. Pero sí se nos dice (y en dos lugares) que Dios es santo, santo, santo.

En apocalipsis podemos ver que cada vez que los seres vivientes repiten día y noche este estribillo de la santidad de Dios, ocurre algo increíble.

Apocalipsis 4:9-11 Cada vez que estos seres vivientes daban gloria, honra y acción de gracias al que estaba sentado en el trono, al que vive por los siglos de los siglos, los veinticuatro ancianos se postraban ante él y adoraban al que vive por los siglos de los siglos. Y deponían sus coronas delante del trono exclamando: «Digno eres, Señor y Dios nuestro, de recibir la gloria, la honra y el poder, porque tú creaste todas las cosas; por tu voluntad existen y fueron creadas».

Son 24 ancianos que se nos describieron en tronos, como con autoridad y dignidad, pero cuando se les dice que están ante el Santo, Santo, Santo, se retiran sus coronas de oro, se postran en tierra y adoran al rey sublime y santo.

Que maravillosa imagen de adoración. Esto es lo propio ante el Dios que es santo, santo, santo. La santidad de Dios nos recalca la centralidad absoluta de nuestro Dios en la adoración.

Es tan central nuestro Dios en la adoración que los seres angelicales le adoran (los serafines y los seres vivientes), los objetos inanimados como los umbrales de las puertas del templo se estremecen ante su presencia y también los seres humanos, como los 24 ancianos, arrojan sus coronas y reconocen que el único que es digno de adoración es nuestro Dios y que toda la tierra está llena de su gloria.

La santidad de Dios nos recalca al Señor como el centro de toda adoración.

Dios es santo, es decir, es distinto, inconfundible, trascendente, está más allá de toda la creación. No hay nadie como él. Es asombroso, glorioso, sorprendente, más allá de toda comprensión. Está en otra categoría, está apartado de todo lo ordinario o común. Digno de toda adoración.

La santidad de Dios lo muestra como el rey trascendente, sublime y el centro de toda adoración, pero hay algo más que recalca la santidad de Dios.

La santidad recalca a Dios como apartado de todo pecado.

El hecho de que Dios sea santo, trascendente y sublime, hace que la imperfección, el pecado, la maldad sean completamente contrarios a su naturaleza.

Dice Isaías 6:5-7 Entonces grité: «¡Ay de mí, que estoy perdido! Soy un hombre de labios impuros y vivo en medio de un pueblo de labios blasfemos, ¡y no obstante mis ojos han visto al Rey, al SEÑOR Todopoderoso!» 6 En ese momento voló hacia mí uno de los serafines. Traía en la mano una brasa que, con unas tenazas, había tomado del altar. 7 Con ella me tocó los labios y me dijo: «Mira, esto ha tocado tus labios; tu maldad ha sido borrada, y tu pecado, perdonado.»

Cuando Isaías tiene esta visión del trono y la santidad de Dios, inmediatamente entiende lo que le va a pasar irremediablemente en vista de la santidad de Dios. Siendo él pecador, caería fulminado ante la santidad de Dios. Este es otro de los énfasis del atributo divino de la santidad.

Debido a que Dios es santo, apartado, separado es absolutamente perfecto moralmente. No hay pecado, sombra de maldad, tachadura o falta alguna en su ser. Como tal, el pecado es totalmente inadmisible en su presencia.

Ante el Dios santo no puede haber pecado. Isaías se sabe un hombre muerto por estar delante de un Dios santo.

Esto enseña la Biblia por todas partes, y nosotros muchas veces no lo entendemos así. Tomamos muy a la ligera el pecado y pensamos que Dios tolerara la iniquidad y hasta nos asombramos cuando el Señor trae su justo juicio sobre los pecadores.

Pero Isaías comprendía bien lo que seguía. Pero sucede algo maravilloso. Este Dios santo, el rey sublime, el rey trascendente, el rey adorado, hace que Isaías pueda estar en su presencia, perdonando su pecado. En un acto de gracia, los pecados son perdonados e Isaías es preparado para el servicio santo a Dios.

No podemos presentarnos en nuestras propias obras y fuerzas delante de un Dios que es perfección moral. Tenemos que ser perdonados y limpiados antes.

Y esto, hermanos, es precisamente lo que Dios ha hecho, no sólo con Isaías, sino con cada uno de sus hijos a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo.

El Dios santo, comunica este atributo a su pueblo, a sus hijos, a través de la obra de redención en Cristo. Él fue condenado para que nosotros seamos apartados para vivir en Santidad. El fue considerado pecado para que nosotros seamos santos.

Santo se le llama a todo aquel que arrepentido de sus pecados ha creído en Jesucristo, aquel por quien Jesús derramó su sangre y nos hizo parte de la familia de Dios.

Nada inmundo y pecaminoso puede estar delante del Señor santo, pero a través de la obra de Jesucristo, Dios nos ha hecho aceptos delante de él. Lo que no podemos hacer por nuestros propios esfuerzos, es posible por la obra del Señor Jesús.

Y ahora los que están en Cristo, los que han sido santificados en Cristo, se nos llama a ser santos. Así como el pueblo de Israel fue llamado a la santidad porque Dios es santo, así también nosotros somos llamados a lo mismo.

¿Qué significaba para el pueblo de Israel ser “santos como Dios es santo”? Significaba no vivir como vivían las naciones a su alrededor, sino vivir de acuerdo con la verdad de su identidad.

Se les dijo, “Ustedes no imitarán ni a Egipto ni a Canaan, sino vivirán de acuerdo con lo que son y de acuerdo con aquel a quien pertenecen. Eso es vivir santamente.”

¿Qué significa para nosotros? Hermanos, nuestra identidad está en Cristo, no en los parámetros, medidas, criterios y estándares del mundo sin Dios. Vivimos en un mundo plagado de pecado, pero nosotros, por nuestra identidad en Cristo debemos vivir de manera diferente; como apartados o separados para vivir para Dios y su gloria.

Por eso hermano, cuando escuches, Que Dios es Santo y nos dice: “Sean santos porque yo soy santo”. No te permitas tener una actitud o pensamiento de: “Qué difícil” o “Es imposible” o “Somos humanos”.

Sino que estas palabras: “sean santos porque yo soy santo” te llenen de ánimo, te desafíen, que estas palabras de lleven al arrepentimiento y confesión de tus pecados, te lleven a aborrecer el pecado, te lleven a tomar medidas drásticas contra el pecado, te lleven a pedir perdón, te lleven a sumergirte en los medios de gracia, que ores más, estudies más tu Biblia, busques más la compañía de la comunidad de los santos. Que busques intencionalmente maneras de glorificar a Dios con tu vida.

Tenemos un Dios que es santo, santo, santo. Un Dios que es trascendente, un rey excelso y sublime, un rey que es el centro de toda adoración y un rey absolutamente separado de todo pecado. Pero ese rey majestuoso se ha hecho cercano por medio de Jesucristo, y ahora, a los suyos, tiene la misericordia de compartirles santidad. Para que ya no vivamos en pecado, sino para su gloria.

Todos los que somos de Cristo, despertemos a la realidad de nuestra identidad como Santos, y que esta realidad nos lleve a vivir como tales en este mundo al cual somos enviados como luz y como sal para la gloria de Dios.