Summary: Amar a Dios y amar al prójimo en nuestras familias.

Cuando me casé y comencé a convivir con mi esposa y su familia, me di cuenta de que las costumbres o hábitos de mi familia no eran los únicos o LA manera de hacer las cosas.

En algo tan sencillo como la hora de la comida. Mi padre fue médico y siempre llegaba a comer con tiempo limitado y luego, tenía que salir rápidamente para su trabajo. Así que nosotros aprendimos a comer rápidamente la comida que nos servían si es que queríamos comer con papá. Y así se seguía la costumbre de ver la comida como algo funcional. Es decir, come primero y luego viene la sobremesa que puede durar horas.

En casa de mi esposa, la comida en sí, era un evento social. Desde la preparación, poner la mesa, sentarse todos juntos, platicar mientras se come y luego más sobremesa con el postre.

En fin, dos maneras de ver un mismo asunto, que de alguna manera influyeron en mí y en mi esposa para desarrollar la manera en que practicamos la hora de la comida en nuestra casa ahora.

Nuestras familias han influido en nosotros, pero no sólo en las cosas prácticas o sencillas de la vida como los hábitos de mesa, sino en cosas más serias, entrando al campo de las creencias, actitudes y deseos.

No estamos diciendo que nuestra familia determina quienes somos o que estamos fatalistamente determinados por quiénes fueron nuestros padres y hermanos, pero no podemos negar la fuerte influencia que la familia ha tenido para que nosotros, de manera personal y también responsablemente, hayamos adoptado, creído y abrazado, formas de pensar, costumbres, perspectivas, preferencias, deseos, expectativas y demás aspectos que componen nuestra vida en el presente.

Siendo conscientes de esta realidad, entonces, como creyentes debemos considerar la gran oportunidad de influir para el reino de Dios en nuestras familias. Si de por sí, la familia influye en sus integrantes, entonces, ¿Por qué no ser intencionales para influir para la gloria y reino de Dios en los miembros de nuestra familia?

Por eso, en nuestra nueva serie de sermones: “Amor familiar” estaremos abordando el tema de las relaciones de influencia en la familia con relación a la práctica y vivencia del amor, desde una perspectiva bíblica.

En la familia aprendemos las cosas más básicas que nos acompañan voluntaria o involuntariamente a lo largo de nuestra vida. Entonces, por qué no aprender y enseñar en nuestras familias a amar en verdad, a practicar el amor verdadero que viene de Dios. Ese amor que cobija, restaura y transforma.

Y hoy iniciamos hablando del amor más profundo e importante que debe manifestarse en nuestras familias y es el amor a Dios.

Para reflexionar sobre este asunto consideremos un pasaje muy conocido en el evangelio de Mateo en el capítulo 22.

Vemos en el capítulo 22 de Mateo que Jesús había tenido un día complicado. Primero, los fariseos enviaron a los herodianos a ponerle la trampa de la pregunta sobre el tributo al César. Al fracasar, llegaron los Saduceos con su pregunta hipotética sobre la mujer que había tenido muchos maridos de la misma familia.

Luego, el versículo 34 dice que los fariseos, oyendo que había hecho callar a los saduceos se juntaron y uno que se creyó muy inteligente pensó en hacerle una pregunta a Jesús que lo pusiera en jaque mate y de esta manera cometiera el error de decir algo de lo cual pudieran acusarlo respecto a la ley.

Mateo 22:36-38 nos dice: —Maestro, ¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley? —“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” —respondió Jesús—. Este es el primero y el más importante de los mandamientos.

Esta era una pregunta tramposa. El fariseo, en verdad, no tenía una duda genuina, sino quería poner una trampa a Jesús para tener algo de qué acusarlo.

Aun así, Jesús responde maravillosamente. La respuesta inmediata de Jesús fue repetir el conocido y respetado pasaje para todo judío de Deuteronomio 6:5: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”.

Desde el Antiguo Testamento se enseñaba que no hay algo más importante en la vida del ser humano que amar a Dios.

Dios primero, Dios de último y Dios después. Todo de Dios y para Dios y por Dios. Amar a Dios con toda la pasión de nuestro ser. Que no haya en el mundo algo más importante, más atractivo, más vital, más necesario, más urgente que amar a Dios con todo lo que somos.

Jesús declara en el versículo 38: “Este es el primero y grande mandamiento”. Si algo pudiera resumir el meollo de lo que se requiere de nosotros es esto: amar a Dios. Lo primero es lo primero: Dios ante todo, en medio de todo y después de todo.

Se oye quizá radical, pero es que no estamos acostumbrados a ver nuestras vidas a través de esta verdad. Nos puede parecer que hay cosas más importantes que demandan nuestra atención. Estamos muy centrados en nuestros proyectos, en nuestros sueños, en nuestros deseos, en nuestros planes. Todo pareciera tratarse de nosotros.

Somos propensos a poner en ese lugar de prioridad a algo o alguien más, y no a quien debe estar. Amamos muchas cosas que no deberíamos a amar o que no deberían ocupar ese lugar que solo es de Dios. Y luego nos preguntamos por qué está nuestra vida como está. Si fuimos hechos para que nuestro amor prioritario sea hacia Dios, cuando perdemos ese rumbo, cómo no esperar que nuestra vida se enrede tanto.

¿Qué amores en tu vida y en mi vida están ocupando el lugar del primer y más grande mandamiento? ¿Qué estamos amando con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas? Ese amor debe ser solo para Dios.

Cuando lo piensas en tu familia, ¿Cuál ha sido tu propósito prioritario para con tus hijos? ¿Qué ha sido tu preocupación número uno para que ellos? ¿Su formación académica? ¿Su salud? ¿Sus relaciones y roce social? ¿El desarrollo de sus habilidades? Esta respuesta de Jesús nos da dirección. ¿Qué es lo más importante para la siguiente generación? Que amen a Dios con todo su corazón, con toda su mente, con todas sus fuerzas.

Que bien que tus hijos lleguen a desarrollarse y destacar en el área académica de su vocación, que bien que crezcan sanos, fuertes y saludables, qué bien que gocen de buenas relaciones y conexiones, que bien que destaquen en alguna habilidad o aptitud. Qué maravilloso que todo esto sea una realidad en tus hijos.

Pero la satisfacción más grande y el gozo más grande de un padre o madre cristiano, lo resume el apóstol Juan en su tercera epístola versículo 4: No tengo yo mayor gozo que este, el oír que mis hijos andan en la verdad.

Si la siguiente generación ama al Señor con todo su corazón, con toda su alma, con todas sus fuerzas, todos sus logros académicos, toda su buena salud y condición física, todas sus relaciones y todas sus habilidades serán una gran bendición en sus vidas y traerán gran gloria a Dios. Es lo mejor que podría pasar a tus hijos.

Hace un tiempo, una mamá me compartió una carta que recibió de su hija adolescente que había estado lejos de casa por estudios. Esta mamá había crecido sola a su única hija. La chica de dieciséis años le decía en un fragmento de esta carta:

“Mamá, gracias porque toda mi vida me mostraste el camino de Dios y las pruebas que tengo las puedo soportar con Él. Gracias, porque si tú no me hubieras enseñado de Dios no podría vivir. ¡Gracias! ¡Mamá te amo! ¡Y amo a Dios con todo mi corazón y con todo mi ser!”

Este es el sueño de todo padre cristiano que ama al Señor. Pero no tiene que quedar en sueños, sino debemos aspirar a verlo como una realidad siendo diligentes en modelar y enseñar a la siguiente generación a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas.

Hasta aquí Jesús ya había contestado la pregunta hecha por ese tramposo intérprete de la ley, pero, aunque no se lo preguntaron, agregó algo más que es muy especial para todos.

Jesús consideró que la lección no estaba completa solo con mencionar el primer más grande mandamiento, sino tenía que complementar la lección con algo más que venía a cerrar el círculo completo.

Por eso dijo así en Mateo 22:39-40: El segundo se parece a este: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas.

A todos nos queda muy claro que amar (adorar, glorificar, confiar, honrar) a Dios es lo más importante en nuestras vidas. No tenemos ningún problema con eso, y seguro tampoco los fariseos lo tuvieron. Pero Jesús, nos lleva un paso más adelante. La vida no sólo se trata de amar a Dios, sino también, ese amor está totalmente vinculado a otro amor importante que Dios espera de sus hijos: amar al prójimo como a uno mismo.

Aquí las cosas ya se ponen más densas. Porque amar a Dios, si lo piensas, es bastante lógico y esperado; en el sentido de que Dios es bueno, santo, es bondadoso, es misericordioso, ¿Qué objeción podemos tener para amarlo? ¡Pero al prójimo! Hay personas a nuestro alrededor que, siendo sinceros, no son fáciles de amar.

• Que tal esa persona que se encarga de estarte señalando hasta la más pequeña falta con una actitud condenatoria recalcitrante.

• Que tal ese simpático compañero de trabajo que ya te agarró como la botana y al que le cargan la mano con más encargos.

• Que tal ese familiar que se encarga de hacerte la vida de cuadritos.

• Que tal ese vecino nada amable que es cortante y hasta grosero.

La gente no es tan fácil de amar como lo es Dios. Si el amor a Dios fuera el único mandamiento importante, algunos diríamos “yo lo cumplo todo el tiempo”, pero cuando lo vemos junto a su hermano gemelo (Jesús dice el segundo es semejante), es cuando nos damos cuenta que necesitamos la ayuda de Dios para cumplirlo.

Y para agravar las cosas, a estos dos gemelos no los puedes separar. De estos dos mandamientos dice Jesús que dependen la ley y los profetas.

Lo que Jesús está diciendo es que todo lo que puedas aprendes o saber de la Biblia está encerrado en estos dos mandamientos. Todo lo que aprenderías en el Seminario en las clases de Teología y de Biblia, todo lo que es lo más importante que jamás puedas saber, ser o hacer depende y se resumen en dos frases gemelas: Ama a Dios y ama a tu prójimo.

Jesús quiere que nunca separemos a estos dos gemelos. Por eso, hablando de mandamientos importantes, aunque no se los preguntaron, él así lo enseñó.

Si quieres saber cuánto estás cumpliendo el primer mandamiento, haz una evaluación de cómo estás cumpliendo el segundo mandamiento. De hecho, Juan lo dice en su primera epístola con toda claridad: “Si alguno dice que ama a Dios y aborrece a su hermano, el tal es mentiroso”.

Llevando esta enseñanza a nuestras familias. Ese amor a Dios no puede separarse del amor real que debe expresarse y vivirse en nuestras relaciones horizontales.

Si los cónyuges decimos que amamos a Dios, ese amor es inseparable del amor el uno por el otro. Cómo trato a mi esposa es un reflejo de la calidad de mi relación con Dios. No puedes tener un amor presente o ausente sin que el otro se vea afectado.

El amor a Dios se vive día a día en la práctica del amor al prójimo. Así que los hermanos y parientes que viven bajo un mismo techo, muestran su amor a Dios, en la manera en que se tratan.

La relación de amor a Dios verdadera y madura se ve cuando alguien tarda mucho en el único baño de la casa y todos tienen prisa por alistarse.

Cuando solo queda una rebanada del pastel sabroso que comimos ayer y hay cuatro candidatos para comérsela.

Cuando un miembro de la familia está muy cargado de trabajo y requiere ayuda y cooperación, pero es la transmisión de la final de la copa libertadores.

Cuando hemos cometido una ofensa contra algún integrante y es momento de buscar la reconciliación, reconociendo nuestra falta, confesando y pidiendo perdón.

En fin, Ama a tu prójimo como a ti mismo, aplicado a la familia, tiene implicaciones prácticas incontables para cada día de la semana. Nuestro amor a Dios es una realidad cotidiana en el amor al prójimo en la familia.

El capítulo 22 de Mateo termina diciendo que después de todos estos cuestionamientos y respuestas tan certeras que Jesucristo hizo a sus opositores y detractores, nadie osó cuestionarlo más.

Quedaron sin argumentos, sin comentarios, sin reclamos ante la contundencia de la enseñanza de Jesús.

¿Y nosotros? ¿Cuestionaremos la enseñanza de Jesús sobre el amor más grande que debemos vivir? ¿Lo aplicaremos a nuestras familias para la gloria de Dios?

Padres, ¿Cómo estamos enseñando y modelando que lo más importante en la vida es amar a Dios con todo nuestro corazón?

¿Nuestros hijos ven claramente cuales son nuestras prioridades? ¿Ven el consejo de quién buscamos cuando tomamos decisiones? ¿Observan nuestra pasión por la gloria del Señor en todo lo que hacemos? ¿Les queda claro a quién servimos y por quién vivimos?

¿Hemos entendido que nosotros somos los responsables del discipulado cristiano de nuestros hijos? ¿Hemos asumido esta responsabilidad con dedicación? ¿Aprovechamos cada oportunidad que nos ofrece la iglesia en apoyo a nuestra responsabilidad de discipular a nuestros hijos?

¿Estamos leyendo, estudiando y enseñando la Escritura con nuestros hijos? ¿Estamos mostrando con nuestro ejemplo a nuestros hijos que la oración es una disciplina espiritual necesaria para sus vidas?

¿Se nota nuestro entusiasmo por estar involucrados juntos como familia en la adoración en comunidad en nuestra iglesia? ¿Hemos sido intencionales en mostrar que reunirnos con otros cristianos es una prioridad importante para nuestra familia?

O sea, la pregunta clave, es como estoy enseñando y modelando el amor a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todas nuestras fuerzas.

Pero no podemos dejar de lado al segundo gran mandamiento que es inseparable del primero. ¿Cómo hemos estado practicando el segundo gran mandamiento en nuestra familia? ¿Cómo puede verse ese amor a Dios en la familia a través del amor al prójimo?

Quizá se vea en las atenciones y servicios que nos prestemos unos a otros en diversas situaciones, aunque sean después de un largo día de trabajo o de actividad.

Quizá se escuche en las palabras de ánimo y aliento que de manera intencional formen parte de nuestro repertorio de comunicación familiar.

Quizá se note en la corrección y amonestación amorosa que nos hagamos los unos a los otros para alinear nuestras vidas con la voluntad de Dios.

Quizá se disfrute en la celebración familiar y genuina de los logros de los integrantes de nuestra familia, libres de rivalidades, envidias y competencias.

Quizá se experimente en la forma bíblica y expedita de atender los conflictos interpersonales y buscar celosamente la paz entre los miembros de la familia.

Quizá sea muy claro al reconocer y confesar las faltas cometidas y recibir el perdón sincero de los familiares que hayamos ofendido, experimentando la restauración.

Quizá se experimente en ese discipulado cotidiano e intencional que se da en nuestra casa, forjando a la siguiente generación en el camino del Señor para que le agraden y le sirvan como sus hijos.

Quizá sea evidente en la unidad de los corazones al orar juntos y estudiar la palabra de Dios para seguir dependiendo del gran Dios que nos ha mostrado su amor en Cristo.

En fin, el amor a Dios y al prójimo no es algo de lo cual debemos sólo hablar, sino sobre todo es algo en lo que debemos vivir en nuestra vida en familia.

Que el amor sea algo característico de la nuestra vida familiar.

Todos tenemos generaciones delante de nosotros de quienes aprender y también tenemos generaciones que vienen detrás de nosotros en quienes invertir. Ese amor familiar para la gloria del Señor debe estar presente y vivirse cada momento de nuestra vida.

Amar a Dios y amar al prójimo, por la obra del Señor Jesucristo en nosotros, que sea una realidad cotidiana en nuestro entorno familiar para la gloria de Dios.