Título: La luz de Cristo vence toda oscuridad interior
Introducción: Nuestras debilidades se convierten en canales para la fortaleza de Dios.
Escritura: Juan 8:12
Reflexión
Queridos hermanos y hermanas:
El viaje hacia el interior es quizás la peregrinación más desafiante que jamás emprendamos. «No te limites a mirar a tu alrededor. Mira hacia dentro». Estas palabras nos llaman a un examen más profundo que nuestras habituales miradas externas. Se nos invita no solo a observar el mundo que nos rodea, sino a dirigir nuestra mirada hacia dentro, a esos rincones oscuros que tan a menudo evitamos.
¿Qué vemos cuando miramos hacia dentro? No las versiones cuidadosamente seleccionadas de nosotros mismos que presentamos a los demás, sino la realidad cruda y sin filtros de nuestros corazones. El salmista lo comprendió cuando oró: «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno» (Salmo 139:23-24). Esta oración reconoce que el verdadero autoexamen requiere la iluminación divina, pues a menudo somos ciegos a nuestra propia oscuridad.
¿Cómo vemos? ¿A través de qué lente nos examinamos?
Con demasiada frecuencia, miramos a través del cristal distorsionado de la autojustificación o la condenación severa. Ninguna de las dos ofrece claridad. La Escritura nos ofrece la lente perfecta : la verdad templada con gracia. Como escribe Juan: «La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido» (Juan 1:5). Cuando permitimos que la luz de Dios ilumine nuestro paisaje interior, comenzamos a ver como somos vistos.
El lodo de la oscuridad se manifiesta de muchas maneras en nuestras vidas. Para algunos, es el orgullo, ese antiguo pecado que causó la caída de Lucifer y el tropiezo de Adán y Eva. Para otros, es el miedo que nos paraliza y nos impide caminar con fe. Otros encuentran su lodo en el resentimiento, la codicia, la lujuria o la apatía. Estas son las realidades que debemos reconocer —específica y honestamente— si esperamos ser purificados.
La narrativa bíblica está llena de personas que confrontaron su lodo de oscuridad. Consideremos a David, cuyo momento de ajuste de cuentas llegó a través de la directa declaración del profeta Natán: "¡Tú eres el hombre!" (2 Samuel 12:7). Tras meses de ocultar sus pecados de adulterio y asesinato, David finalmente reconoció su realidad: "He pecado contra el Señor" (2 Samuel 12:13). Este reconocimiento de su oscuridad fue el primer paso hacia la restauración.
Pedro se enfrentó al lodo de la oscuridad en un patio mientras el gallo cantaba. Su triple negación de Jesús reveló una debilidad que se había negado a reconocer. Lucas nos dice: «El Señor se volvió y miró fijamente a Pedro... Y saliendo afuera, lloró amargamente» (Lucas 22:61-62). En ese momento de reconocimiento, Pedro le puso nombre a su realidad : su cobardía, su traición, su falta de lealtad.
La mujer samaritana se encontró con Jesús junto a un pozo, donde él, con delicadeza pero sin rodeos, le expuso el lodo de su vida. «Cinco maridos has tenido —le dijo—, y el que ahora tienes no es tu marido» (Juan 4:18). En lugar de alejarse avergonzada, reconoció esta realidad y se transformó, convirtiéndose en una de las primeras evangelistas que llevaron a otros a Cristo.
Reconocer nuestra oscuridad es necesario, pero insuficiente. La invitación continúa: «Ve a lavarte». Esto evoca la instrucción de Jesús al ciego: «Ve a lavarte en el estanque de Siloé» (Juan 9:7). Recuerda la curación de Naamán de la lepra tras lavarse siete veces en el río Jordán (2 Reyes 5). Lavarse implica acción y sumisión : debemos participar en nuestra purificación, pero reconocer que el poder de purificarnos proviene de algo más allá de nosotros mismos.
Pablo describe este lavamiento como una transformación: «Fuisteis lavados, fuisteis santificados, fuisteis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios» (1 Corintios 6:11). Esto no es un evento único, sino un proceso continuo. Al traer diariamente nuestra oscuridad a la luz de Dios, experimentamos una renovación continua.
La promesa que concluye esta invitación ofrece esperanza: «El lodo de las tinieblas siempre da paso a la luz de Cristo». Este es el testimonio de la Escritura de principio a fin.
En la creación, las primeras palabras registradas de Dios fueron: «Sea la luz», disipando la oscuridad que cubría la tierra sin forma (Génesis 1:3). En la profecía de Isaías: «El pueblo que andaba en tinieblas vio una gran luz» (Isaías 9:2). En la declaración del Evangelio: «La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la han vencido» (Juan 1:5).
El apóstol Pablo experimentó esta transformación dramática en el camino a Damasco, donde la luz de Cristo literalmente lo cegó antes de devolverle la vista (Hechos 9). De perseguidor a apóstol, su fanatismo religioso que lo llevó a la violencia dio paso a la luz del amor de Cristo.
Los primeros discípulos, atrincherados por el miedo tras la crucifixión de Jesús, vieron disiparse su oscuridad cuando Cristo resucitado apareció entre ellos. Su dolor se convirtió en alegría, su confusión en claridad, su cobardía en valentía. Como escribiría Juan más tarde: «Dios es luz; en él no hay ningunas tinieblas» (1 Juan 1:5).
Este patrón continúa en nuestras vidas hoy. Cuando reconocemos honestamente nuestra oscuridad, cuando la sacamos a la luz en lugar de ocultarla con vergüenza, cuando nos sometemos al lavamiento de la gracia de Dios, se produce la transformación. Nuestros fracasos se convierten en testimonios. Nuestras debilidades, en canales para la fortaleza de Dios. Nuestros pecados, una vez confesados y perdonados, se convierten en plataformas para ministrar a otros que luchan con una oscuridad similar.
Es la experiencia práctica y vivida de cada persona que ha confrontado honestamente su oscuridad y la ha sometido al poder transformador de la luz de Dios.
Que el corazón de Jesús viva en los corazones de todos…Amén.