Recuerdo en una ocasión en un campamento en la playa, siendo niños, fuimos invitados a participar moviendo los títeres para la enseñanza bíblica. Y nos citaron para ensayar en el templo presbiteriano de aquel lugar.
Recuerdo que fui el primero en llegar al templo y me senté adentro esperando que llegaran los demás. Cuando entraron los siguientes en llegar, noté que venían vestidos con shorts, pantalones cortos, y estaban introduciéndose al templo de esa manera (la regla no escrita en ese entonces era que no podías entrar a un templo presbiteriano con shorts aunque estuviera vacío).
Inmediatamente, me indigné, pues cómo era posible que fueran a hacer semejante “abominación”. No me aguanté y les hice notar la falta que estaban cometiendo.
Pero en ese momento, algunos de los que estaba reprendiendo por su falta comenzaron a dirigir su mirada hacia la altura de mis piernas, lo cual me llamó la atención. Yo mismo, comencé a mirar lo que ellos estaban viendo y fue cuando me di cuenta que yo también estaba en shorts.
¡Qué fácil es ver las faltas de los demás! ¡Qué fácil es medir las vidas de los demás con una vara más alta! ¡Qué fácil es sentirnos mejores que los demás! ¡Qué fácil es llenar nuestro corazón con el engaño de la autojusticia!
Hoy terminamos nuestra serie: “autoengaños” y hemos estado hablando de posturas atractivas y apelantes para nuestros corazones pero que resultan ser autoengaños que nos alejan de la verdad de la Palabra del Señor. Hoy terminamos con un autoengaño que se puede presentar con mucha facilidad en círculos cristianos.
El autoengaño de la autojusticia encuentra una tierra fértil para germinar en corazones de personas que podríamos describir en lenguaje coloquial como “chicos buenos”.
O sea, personas que son practicantes regulares de alguna fe religiosa; que son buenos ciudadanos en general, que aparentemente no le hacen mal a nadie, que sacan buenas calificaciones, que no se meten en líos ni escándalos, que son bien portados en casa, que suelen ayudar a otros, que incluso saben bastante de la Biblia y cosas semejantes.
Personas así, son un blanco fácil para el autoengaño de la autojusticia. Quizá dirás, ya me salvé porque yo soy todo lo contrario. Pero no te confíes, porque aun personas que no son consideradas tan buenas por los demás, pueden también llenarse de ese sentido de autosuficiencia, soberbia y necedad de pensar que son mejores, sabios en su propia opinión y aprobando como buenos sus comportamientos reprobables.
En fin, los seres humanos, podemos llenarnos tanto de nosotros mismos que nos autoengañemos pensando cosas como
“Yo soy mejor que los demás. Yo soy superior a los demás. Yo soy más santo que los demás. Y tengo derecho a sobajarlos y despreciarlos porque no hay nadie como yo”. El engaño de la autojusticia.
Pero gracias al Señor, su palabra que es verdad destruye todas las mentiras con las que solemos autengañarnos y nos muestran cómo debemos ser y vivir en la verdad de Cristo Jesús.
Justamente de esto nos enseña Jesús esta mañana en el pasaje que hemos leído en Lucas capítulo 18:9-14.
Dice Lucas 18:9
A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola:
En el evangelio de Lucas encontramos varias parábolas que tienen una especie de comentario introductorio que nos presentan la ocasión o la razón por la que Jesús relató la historia para enseñar una verdad importante del reino de Dios.
En este caso, la parábola que estaremos considerando hoy es precedida por este comentario en el versículo 9. Y vemos una descripción bastante particular del tipo de personas a la que Jesús está dirigiendo esta enseñanza.
Podríamos decir que este versículo describe lo que caracteriza a una persona que ha llenado su corazón de autojusticia.
Basándonos en el texto podríamos decir que cuando has llenado tu corazón de autojustica:
Primero, confías en ti mismo. “confiando en sí mismos…” No es que esté mal que muestres cierta seguridad en lo que haces o dices. El problema aquí no es firmeza de carácter, sino soberbia. Es tener un sentido de autosuficiencia. Yo dependo sólo de mí mismo. Yo me basto a mí mismo. Por supuesto, haciendo a un lado al Señor y nuestra dependencia en él cada momento. Sólo Dios es suficiente, nosotros siempre estaremos carentes y necesitados de él.
Segundo, Te crees justo, “Se creían justos…” Una persona con autojusticia todo lo que hace por y para Dios lo considera un logro personal, fruto exclusivo de su esfuerzo diligente y meritorio.
Como que lleva un registro de todos sus actos externamente considerados buenos como si fuera una especie de puntaje en un partido deportivo. Son como goles o carreras anotadas que pensamos que nos ponen en ventaja delante de Dios.
Entonces mientras más goles o carreras anotas más seguro te sientes de tu posición delante de Dios. O sea, piensas que tu posición delante de Dios depende de tu desempeño personal. Mientras más goles metas, más te ama Dios. Mientras más carreras anotes, más te bendice Dios. El fundamente de tu relación con Dios, según este pensamiento, depende meramente de tu desempeño personal.
Y cuando eres un “buen chico” que se ha portado bastante bien…¿cómo te sientes? Perfecto, orgulloso de ti mismo, lleno de tu propio supuesto mérito y favor ganado por tu esfuerzo personal. Y nos damos palmaditas en la espalda y pensamos: “Dios se debe sentir feliz por tener un hijo tan bueno como yo”.
Pero miren como describe Jesús a estas personas… “Se creían justos”, no dice: “siendo justos” o “eran justos”. En pocas palabras, cuando estamos operando de esta manera, nos estamos autoengañando al pensar que somos verdaderamente justos. Eso solo está en nuestra imaginación, porque para ser verdaderamente justo se requiere de algo mucho más grandioso que nuestro mero esfuerzo humano imperfecto.
Pero Jesús dice algo más de nuestro corazón autoengañado con la autojusticia, dice en tercer lugar que, Desprecias a los demás, “despreciaban a los demás”
Si estoy autoengañado en pensar que el lugar que tengo en mi relación con Dios ha sido en cierta forma ganado a pulso, pues claro que voy a ver a los que no son como yo, por encima del hombre. Ellos son así y tienen ese tipo de vidas porque no son tan buenas o justas personas como yo.
Ellos están así porque no leen la Biblia tanto como yo, porque no se congregan asiduamente como yo, porque no se involucran en la iglesia tanto como yo lo hago. Si fueran un poco más como yo, serían mejores y les iría mejor como me va a mí.
Y ese pensamiento se vuelve actitudes y acciones en el trato hacia las personas que no consideramos tan justas como nosotros mismos.
Estas son las tres características de un corazón autoengañado con la autojusticia: Confías solo en ti mismo, te crees justo y desprecias a los que no son tan “buenos” como tú. ¿Acaso Jesús está diagnosticando nuestro corazón esta mañana? ¿Será que el autoengaño de la autojusticia nos ha cegado a la realidad de nuestro corazón que es confrontada hoy por las palabras de Jesús?
Como comentamos al principio, este autoengaño es particularmente apelante para los que somos parte del pueblo de Dios, para los que leemos nuestra Biblia, nos congregamos regularmente, procuramos realizar todas aquellas acciones que pueden redundar en nuestro crecimiento en Cristo, como el grupo pequeño, los eventos de los ministerios, las noches de oración, etc.
Todas estas cosas buenas y que son para nuestra necesaria edificación, podemos convertirlas con mucha facilidad, si nos descuidamos, en capital de negociación o de intercambio, para supuestamente ganar méritos o puntos a favor en nuestra relación con Dios.
Con facilidad podemos volver algo diseñado para impulsar nuestro crecimiento, convertirlo en el fundamento o el cimiento de nuestra relación con Dios. Colocando nuestro esfuerzo humano o nuestro desempeño como el fundamento, en vez de confiar en el único fundamento donde está cimentada nuestra vida y relación con Dios, que es la persona y obra de nuestro Señor Jesucristo.
Nunca nuestro desempeño, esfuerzo humano, buena conducta, buenos hábitos y pautas, podrán ser el fundamento donde se sostenga nuestra relación con Dios. Ese fundamento es exclusivamente la rectitud y perfección de Jesucristo que hemos recibido sólo por gracia, sólo por la fe y sólo para la gloria de Dios.
Para que no olvidemos esta lección tan importante para los “chicos buenos” como nosotros, es que Jesús contó esta parábola que se ha conocido como la parábola del Fariseo y el publicano.
Dice Lucas 18:10, «Dos hombres subieron al Templo a orar; uno era fariseo, y el otro, recaudador de impuestos.
Hay palabras cargadas con significado emocional en ciertos contextos culturales. La simple mención nos hace responder a un nivel, inclusive emocional.
Si yo te menciono la palabra: “Nazi” enseguida se disparan en tu mente imágenes y tienes una disposición emocional de entrada. Algo así quería Jesús provocar en su audiencia cuando desde el principio menciona que dos hombres habían ido a orar al templo, uno siendo fariseo y el otro publicano o recaudador de impuestos.
Para la audiencia original, de entrada, había cosas que no cuadraban. Por un lado, un fariseo yendo al templo a orar era algo normal y cotidiano.
Hoy día la palabra “fariseo” tiene una connotación negativa. Que te digan: “eres un fariseo” no se toma como un alago o un piropo. Al contrario, es ofensivo, pues te están diciendo que eres hipócrita, legalista, superfluo, dos caras, etc.
Pero en los días de Jesús, los fariseos eran reconocidos como personas muy devotas, muy entregadas, muy comprometidas, que llevaban su devoción a Dios al pie de la letra y al límite. O sea, los fariseos eran vistos, como nos ven nuestros vecinos cuando ven que todos los domingos te vistes y vas a una reunión cristiana fielmente, mientras ellos se están yendo a desayunar cochinita o a un partido de futbol o a la biciruta.
Los fariseos eran percibidos como personas religiosas que transitaban en otro nivel de espiritualidad. Así que no había nada extraño en ver a un fariseo ir al templo a orar.
Lo que sí era de llamar la atención, era escuchar que un recaudador de impuestos, un publicano, había ido al templo a orar.
La sola mención de la palabra “recaudador de impuestos” o “publicano” para la audiencia de Jesús debió haber sido algo incómodo. Los recaudadores de impuestos eran considerados por sus compatriotas judíos, como personas detestables, pues servían al imperio romano cobrando los impuestos a sus congéneres, pero se servían con la cuchara grande, cobrando deshonestamente más de lo que debían para obtener ganancias personales.
Para referirse a lo peor de la sociedad solía decirse “Los pecadores y los publicanos”, como si los publicanos fueran una clase selecta de pecadores que se cociera aparte por lo perverso de su carácter.
De entrada, la audiencia ya tendría una predisposición hacia las acciones de cada individuo que fue al templo a orar. No obstante, la historia nos presenta un giro inesperado.
Como si la cámara hiciera un acercamiento, llegamos a estar tan cerca de los que oran que hasta escuchamos sus oraciones. Y primero, es el fariseo, el religioso, el considerado un hombre ejemplar en la comunidad al que escuchamos orar.
Dice Lucas 18:11-12: El fariseo, puesto en pie y a solas, oraba: “Oh Dios, te doy gracias porque no soy como otros hombres —ladrones, malhechores, adúlteros— ni como ese recaudador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y doy la décima parte de todo lo que recibo”.
¿Qué escuchamos? Confían en sí mismos. Se creen justos y desprecian a los demás. Diagnóstico completado: Un corazón lleno de autojusticia.
Es increíble cuan ciegos podemos llegar a estar en nuestra autojusticia de creernos tan dignos delante de Dios como para fanfarronear de nuestros supuestos logros. El fariseo comienza su oración con palabras de gratitud.
Supuestamente, le da gracias a Dios, aparentando un reconocimiento de su intervención divina, pero luego le arrebata la gloria haciendo un inventario de su desempeño y su calidad de persona al compararse con otros.
No es un gracias a Dios “porque sin ti no sé donde estaría”. Sino el “gracias” es solo un pretexto para autogloriarse de su autojusticia.
Se sentía “justo” porque no era ladrón, no era malhechor, no era adúltero. Evidentemente, estos eran mandamientos del decálogo que no según él no había quebrantado.
Luego de su supuesto carácter impecable, se va a resaltar sus obras. Habla de ayunos y de diezmos. Los fariseos eran muy meticulosos en sus ayunos y en sus diezmos.
La ley solo ordenaba un ayuno en el día de la propiciación. Pero este fariseo ayunaba no sólo el día de la propiciación, sino dos veces cada semana. El diezmo no era solo de sus ganancias, sino de todo lo que recibía. O sea, visto humanamente, este hombre tenía un carácter intachable y una práctica religiosa inalcanzable.
Con esta seguridad en sí mismo, pretendía llegar a Dios parado en su propio desempeño, en sus propias medidas, en sus propias bases y sus propios fundamentos. Él pensaba que Dios seguramente lo recibía por ser tan buena persona. El no era como ese publicano despreciable que había osado ir al templo a orar.
Pero la cámara ahora se acerca al publicano que se encontraba a la distancia y escuchamos su oración. Lucas 18:13 dice: En cambio, el recaudador de impuestos, que se había quedado a cierta distancia, ni siquiera se atrevía a alzar la vista al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!”.
Este hombre mal visto por la sociedad, estaba apartado, a solas, no estaba de pie como el fariseo, al contrario, ni siquiera se atrevía a levantar la vista al cielo, sino que en señal de duelo y arrepentimiento solo alcanzaba a emitir una pequeña oración, no tan abundante ni larga como la del fariseo.
Su oración era unas cuantas palabras que decían: Oh Dios, ten compasión (misericordia) de mí, que soy pecador.
El publicano en esta pequeña oración estaba reconociendo tres cosas básicas: Primero, Su condición real: soy pecador. Estoy en banca rota. No tengo nada que ofrecer o mostrar, sino solo pecado. No puedo hablar de ayunos y diezmos, sino solo puedo hablar de como he pecado. No tengo nada donde pararme para tener una relación con Dios.
Segundo, reconoció su única esperanza: la misericordia, compasión, gracia de Dios. Lo único que podía esperar de Dios no era premio, galardón o recompensa. Nada de esto merecía. Lo único que podía salvarlo es que Dios quisiera tener misericordia, compasión, gracia hacia él. No pedía recompensa, suplicaba por misericordia. Lo único que podría cambiar su condición real de pecador, era la misericordia de Dios.
Tercero, reconoció al Dios verdadero: al que ofende nuestro pecado, el que juzga el pecado y también al que puede perdonar el pecado solo por su misericordia.
La parábola debió dejar confusos a los oyentes de Jesús. El que debía haber mostrado un más alto concepto de Dios, fue el que se puso en el lugar de Dios y del que no se podía esperar nada bueno, resultó el que exaltó verdaderamente a Dios a pesar de haber sido lo que había sido y haber hecho lo que había hecho. El peor de los pecadores exaltó y glorificó al Señor, mientras que el “buen chico” se exaltó a si mismo en lugar de Dios.
Y es que eso hace la autojusticia…exaltarnos a nosotros mismos, en vez de exaltar al único que verdaderamente es glorioso.
Para dejar bien clarita la lección para todos los “buenos chicos” que confiamos en nosotros mismos, que nos creemos justos en nosotros mismos y que despreciamos a los demás que a nuestro parecer no son tan buenos como nosotros mismos, Jesús remata con el versículo 14 de Lucas 18 diciendo:
»Les digo que este y no aquel volvió a su casa justificado ante Dios. Pues todo el que a sí mismo se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido».
El ser considerado justo delante de Dios no es algo que nosotros logramos con base en mero esfuerzo humano, o por nuestro desempeño, o por nuestras prácticas religiosas.
Ser considerado justo delante de Dios es algo que se otorga a los que arrepentidos de sus pecados, reconocen humildemente su banca rota y su necesidad apremiante y acuden presurosos y con un sentido de urgencia al Señor, sabiendo que con toda justicia puede condenarlos, pero que también puede otorgar su perdón porque es misericordioso y lleno de gracia.
Y fue precisamente por la vida, muerte y resurrección de Jesucristo que esa gracia y misericordia es otorgada a todos los pecadores arrepentidos que claman por ella y se acogen únicamente a Jesucristo por la fe. Dejando a un lado la supuesta autojusticia que no nos lleva a ningún lado, corremos a Jesús para recibir de él misericordia.
Y es así que en nuestro peor momento, en nuestro momento de mayor vulnerabilidad y necesidad, somos exaltados por su gracia y experimentamos los que todos aquellos que se entregan a Cristo experimentan: el que a sí mismo se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Hermanos, la lección para nosotros es clara: También los “Chicos buenos” necesitamos Su misericordia. Batallemos el autoengaño de la autojusticia, muy común y contagiosa en círculos religiosos, siempre estando conscientes que somos como ese publicano clamando: ten misericordia de mí Señor que soy pecador.
No importa cuanto tiempo tengamos en la fe, no importa cuánto hemos logrado en nuestro caminar cristiano, no importa cuantos cargos u oficios tenemos en el cuerpo de Cristo, no importa que obras buenas hemos desempeñado a nuestro paso, todos los días y a cada instante, necesitamos la misericordia de Cristo.
No importa cuánto leo mi Biblia y hago mi devocional, no importa cuán buen esposo o padre soy, no importa cuán buen ciudadano y obediente de las leyes soy, no importa cuánto comparto del evangelio a mi alrededor, no es mi desempeño de todas estas bendiciones lo que me sostiene arraigado a Cristo cada momento de mi vida, sino sólo la gracia de Dios de la cual dependo cada día y me habilita para gozar de todas estas bendiciones para la gloria de Dios.
Hermanos, También los “chicos buenos” necesitamos la misericordia de Dios cada día de nuestras vidas. Y gracias sean dadas a Dios porque su gracia nos mantiene humildes delante de él, queriendo agradarle en todo, para que humillándonos delante de él en cada relación, situación o condición seamos enaltecidos para la gloria de nuestro gran Dios.