En el mes de octubre el Dr. Richard Pratt estuvo en Mérida impartiendo unas conferencias en el Seminario San Pablo. El Dr. Richard Pratt es un renombrado profesor en Antiguo Testamento y fue mi maestro en el Seminario hace como 30 años. Es una de las personas que más admiro y que mayor influencia ha tenido en mis perspectivas teológicas y ministeriales.
Así que esa oportunidad de escucharlo de nuevo en persona era imperdible. Fuimos a las conferencias y habían llegado participantes de muchos lugares de la Península y de más allá, muchos egresados del seminario San Pablo que fueron mis alumnos en el pasado.
En el camino hacia ocupar mi asiento en el auditorio, recibí la agradable sorpresa de ser saludado con mucho cariño y respeto por muchos ex alumnos míos que ya son pastores, en casi cada paso que daba hacia mi lugar. Me sentí cual personaje público pasando por la alfombra roja. Mi ego ya estaba levitando cuando finalmente me senté.
Al terminar la primera intervención del Dr. Pratt y tener un primer descanso sucedió algo inesperado para mí. Lo primero que hizo el conferencista inmediatamente después de dejar de hablar y bajarse del estrado, fue caminar hacia mí (que no me encontraba entre las primeras filas) y al detenerse frente a mi lugar me extendió los brazos para saludarme con un fuerte abrazo.
Si ya me sentía con el ego levitando por el auditorio por todo el reconocimiento anterior, imagínense cómo salió proyectado hacia la estratósfera con el saludo tan público y tan personalizado de tan renombrado erudito.
Pensé en ese momento en mi interior…¡Ay Richard no me ayudes mucho con mi humildad! Aunque no puedo negar que todo esto fue una experiencia muy especial para mí, sentir el aprecio y cariño de mis exalumnos y el de un profesor y persona que admiro mucho, también me hizo reflexionar en cuánto tengo que cuidar mi corazón para no convertir este tipo de bendiciones especiales y privilegios insospechados en ocasiones para alimentar mi corazón con orgullo y soberbia.
Para no convertir las bendiciones de Dios en motivos para vanagloriarme o sentirme independiente, empoderado y soberbiamente me aleje del Señor a quién necesito cada instante más que al oxígeno que respiro.
La humildad nos mantiene con los pies en el suelo cuando llegan esas bendiciones, privilegios y regalos especiales que Dios nos da. La humildad es muy importante pues la Escritura indica que Dios da gracia a los humildes, pero resiste o se aleja de los soberbios.
Estamos en nuestra serie “Testigos de la Navidad” y estamos considerando la relatoría del evangelio de Lucas para escuchar lo que tienen qué decir las personas que fueron testigos oculares del evento más extraordinario que jamás haya ocurrido en la humanidad: la encarnación del hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo.
Y hoy estaremos viendo y escuchando ese testimonio de corazones humildes que, a pesar de estar siendo participantes del desarrollo de este plan divino y eterno de redención, no exaltaron o vanagloriaron sus corazones ni sus egos levitaron en orgullo, sino mantuvieron los pies sobre la tierra y dieron honor y gloria al único que merece ser exaltado por los siglos de los siglos.
Nosotros también debemos escuchar su testimonio y aplicar el mismo mensaje de humildad delante del Señor para honrar a quien es y será exaltado por siempre como lo fue en esa primera Navidad.
Como veremos, el testimonio de los testigos de la navidad de hoy nos mostrará que, La Navidad es un recordatorio que los protagonistas de la historia no somos nosotros, sino nuestro rey.
La semana pasada dejamos el relato de Lucas en su primer capítulo, en que el ángel Gabriel le había anunciado a María que sería madre, por obra del Espíritu Santo, en la entrada del Hijo de Dios a la tierra. Y vimos también la maravillosa respuesta de fe que tuvo María al decir: Aquí está la sierva del Señor, que haga conmigo como me has dicho.
En ese anuncio se le dijo a María que su pariente Elizabet también estaba embarazada ya desde hacía 6 meses. Tan pronto como pudo inmediatamente, nos dice el evangelio, María fue a visitar a su pariente Elizabet en un poblado de Judá. Recordemos que María estaba en Nazaret, un poblado del norte de Israel y Elizabet se encontraba en un poblado de Judá, una región al sur.
María viajó a Judá y ahí tuvo lugar este encuentro de estas dos mujeres. Es interesante que Lucas incluyera el punto de vista y testimonio femenino en su crónica de la venida del rey, cosa que los otros evangelios no hacen con tanta obviedad.
Estas dos mujeres eran parientes, aunque con una marcada diferencia de edad. Las dos estaban embarazadas por una concepción extraordinaria, Elizabet habiendo sido estéril y anciana y María, habiendo sido virgen. Una tenía seis meses de embarazo y la otra, apenas unas semanas.
Y nos dice el evangelio en Lucas 1:40-44 (NVI): Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Elisabet. Tan pronto como Elisabet oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Elisabet, llena del Espíritu Santo, exclamó:
—¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el hijo que darás a luz! Pero ¿cómo es esto que la madre de mi Señor venga a verme? Te digo que tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!
Las cosas que ocurrieron en ese encuentro fueron extraordinarias. Para empezar, el bebé Juan, en el vientre de su madre aun, con ya seis meses de gestación, da su primer testimonio de que el ser que María tenía en su vientre era algo fuera de lo ordinario. El bebé en Elizabet al escuchar el saludo de María tiene una reacción física observable en el interior de su madre.
Elizabet entonces por la dirección y revelación del Espíritu Santo puede ver las cosas como son y exclama reconociendo el lugar de privilegio que Dios le había concedido a María al ser el medio por el cual nacería el Señor.
Elizabet recibe estos eventos con profunda humildad porque comprende lo que estaba ocurriendo. Elizabet era sin duda la sensación del momento en su pueblo, era toda una rareza en su entorno. Era una mujer anciana embarazada. Esto no era algo que sucediera todo el tiempo. Si hubiera pasado en estos tiempos su historia e imagen estarían en todas las redes sociales.
Pero aun con todo este protagonismo, al encontrarse con su pariente mucho más joven que ella que también estaba embarazada, pero que muy probablemente ni pancita notoria tenía, ella reconoce humildemente, que si bien ella era muy bendecida por este privilegio de su hijo que sería muy especial en el reino, el bebé que María tenía en el vientre era incomparablemente especial.
María, por eso, estaba siendo muy bendecida. Era la que más bendición había recibido de entre todas las mujeres. Nadie más en la historia iba a tener ese privilegio que María tuvo de fungir como madre del Hijo de Dios en su entrada en el mundo.
Elizabet mostró una humildad increíble; siendo mayor, teniendo más tiempo de embarazo, estando en su momento de mayor brillo, reconoció que era privilegiada de que la madre de su Señor, una mujer tan llena del favor y bendición de Dios, la viniera a visitar.
Y aunque esta muestra de humildad por parte de Elizabet está reconociendo el papel importante que estaba desempeñando María en la trama de la Navidad, notemos que al final de cuentas la gloria no se le da a María, sino al bebé en su vientre. Elizabet dice la madre de mi Señor.
Sin menoscabar el lugar importante, protagónico y de privilegio que María tuvo en esa primera Navidad, debemos notar que la bendición no estaba en María misma (como ella lo recalcará más tarde) sino en el hijo que llevaba dentro. Por eso era bendita entre las mujeres, porque ninguna otra mujer llevaría en su ser a un niño como el que María tuvo.
Ahora bien, ¿cómo te hubieras sentido si hubieras recibido todas estas palabras y recibimiento que María tuvo en casa de su pariente Elizabet? Que te digan, por ejemplo, que no hay otra mujer tan bendecida por Dios como tú, que no hay nadie que sea tan dichosa o bienaventurada como tú.
Si eres como yo, seguramente tu ego hubiera estado levitando en el lugar; tu orgullo estaría en nivel de contingencia ambiental. Pero no es lo que encontramos en María. Al contrario, a pesar de tener un papel principal en el reparto de la primera Navidad, ella respondió con una especie de canto o poesía que se le ha conocido como el Magnificat, porque así se traducía al latín la primera palabra que pronunció y se registró en el evangelio.
¿Has visto películas musicales en las que en vez de hablar se ponen a cantar? Pues algo así encontramos en Lucas. María en respuesta a estos eventos exalta a Dios con una especie de canto.
Y de este cántico aprendemos por los menos tres verdades y recordatorios que nos muestran el lugar de Dios en la historia y también nos muestra el nuestro. Porque La Navidad es un recordatorio que los protagonistas de la historia no somos nosotros, sino nuestro rey.
Veamos entonces, tres verdades que nos provee el canto de María, cuyo testimonio nos enfocan en quién es Dios y quienes somos nosotros, derivadas de lo que ocurrió en esa primera navidad.
Primero, La Navidad resalta Su grandeza, no la nuestra. Lucas 1:46-49 dice: Entonces dijo María: «Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador, porque se ha dignado fijarse en su humilde sierva. Desde ahora me llamarán dichosa todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho grandes cosas por mí. ¡Santo es su nombre!
La primera respuesta de María ante la realidad del lugar de honor y privilegio que el Señor le estaba concediendo en el desarrollo de su plan de la entrada del Cristo a este mundo no fue como la que quizá tú o yo hubiéramos tomado.
Le acaban de decir que era la mujer más bendita de toda la tierra, pero eso no se le subió a la cabeza, sino su primera respuesta fue glorificar, exaltar, magnificar al Señor: Mi alma glorifica al Señor.
La gloria del Señor es primero, no la nuestra. Su grandeza es primero, no nosotros.
Al considerar la grandeza del Señor, inmediatamente considera la realidad de su insignificancia. Para empezar su gozo lo haya en Dios su salvador. Ella no se consideraba por encima o fuera de la realidad humana, sino reconoce su necesidad de un salvador también, y en esa realidad se encontraba maravillada que, a pesar de ser insignificante, Dios la haya escogido para tan grande privilegio. Ella era la humilde sierva del Señor que había recibido la gracia de Dios su salvador.
Por esa gracia recibida, ella sería considerada como una mujer muy dichosa, muy bienaventurada y ella estaba admirada de ese alto honor que había recibido siendo alguien tan pequeño, pero que había recibido el favor de un Dios tan grande.
Ella reconoce la grandeza de Dios diciendo: Santo es su nombre.
Qué fácilmente podemos llenar nuestro corazón de orgullo y soberbia cuando somos muy bendecidos y esa bendición es evidente. Cuando el negocio va viento en popa, cuando los hijos están creciendo bien educaditos, cuando somos reconocidos por la gente por algo que hacemos, cuando los logros académicos destacan, cuando tenemos muchos likes y seguidores, cuando las metas personales se están cumpliendo de acuerdo a lo planeado y tantas otras circunstancias en nuestras vidas.
Es tan fácil olvidar que si hay algo bueno en nuestras vidas es sólo por la mano del Señor. Es tan fácil olvidar que él es quien es verdaderamente grande y no nosotros.
Ese orgullo y soberbia distorsiona nuestra percepción de las cosas y de nosotros mismos. Comenzamos a vernos a nosotros mismos como más grandes, más gloriosos, más especiales que todos los demás, incluso más grandes que Dios. Y ese es el principio de nuestra debacle.
En realidad, nosotros, sin el Señor, somos polvo. Nosotros no somos los protagonistas de la historia, sino él. Nuestro lugar perfecto es ser siervos humildes de un gran Dios.
Sus grandes bendiciones en nuestras vidas no deben ser motivo para enaltecernos a nosotros mismos, sino al contrario, al reconocer nuestra insignificancia, exaltemos y glorifiquemos su santo nombre.
Los eventos que rodearon la navidad resaltan más bien la insignificancia de las personas en un gran contraste con la increíble grandeza y gloria del único protagonista de esta historia. Y esto no solo es cierto en la Navidad, sino todos los días de nuestra vida. Todo en nuestras vidas resalta Su grandeza, no la nuestra.
Pero hay una segunda verdad que aprendemos del canto de María acerca de nuestro Dios y de nosotros en los eventos que rodearon la primera Navidad.
Segundo, La Navidad resalta Sus obras, no las nuestras. Lucas 1:50-53 dice: De generación en generación se extiende su misericordia a los que le temen. Hizo proezas con su brazo; desbarató las intrigas de los soberbios. De sus tronos derrocó a los poderosos, mientras que ha exaltado a los humildes. A los hambrientos los colmó de bienes y a los ricos los despidió con las manos vacías.
María ahora se enfoca en las obras o acciones de Dios. Habla de su misericordia extendida de generación en generación. Tantos años de historia en los que Dios ha estado con su pueblo, con aquellos que le temen.
Y en particular resalta las obras de Dios que muestran cuál es el final de los soberbios y orgullosos. El final de los que soberbiamente se sientan en tronos como si tuvieran un poder infinito, de aquellos que confían que en sus riquezas y en su propia mano están seguros.
Los soberbios y orgullosos que creen tener el poder total, que creen que no necesitan al Señor, que levantan su puño contra el cielo y blasfeman su santo nombre, no acabarán bien.
Las obras de Dios prevalecerán para con los humildes y los soberbios serán eliminados. Así es, Dios obra en favor de los humildes, de los que reconocen que no tienen el poder, de los que saben que tienen necesidad, de los que dependen con toda su alma de la gracia del Señor.
Por su parte, los planes de los soberbios serán desbaratados, sus tronos serán derribados, y sus supuestas riquezas se volverán carencias.
María nos recuerda que al final, sólo las obras del Señor son las que prevalecen, no las nuestras. Y que sus obras están en favor de los humildes, de los que se acogen a su dirección, protección y cuidado.
Hermanos, consideremos nuestros propios corazones. ¿Se ha estado desarrollando humildad o soberbia? ¿Estamos confiando en nuestros propios tronos y poderes? ¿Estamos seguros en nosotros mismos por nuestras capacidades y poder económico? ¿Nos gloriamos y confiamos por nuestras conexiones y contactos con personas importantes? ¿Dónde está nuestra seguridad? ¿En el Señor o en nosotros mismos?
Sabes, un día todo lo que hacemos, todos nuestros logros y éxitos, se pueden caer de la noche a la mañana. ¿Qué nos quedará si soberbiamente pensábamos que nosotros éramos los protagonistas de nuestra historia y que las cosas ocurrían por el poder de nuestra mano?
La navidad y los testigos de ella nos recuerda que lo único que prevalece son las obras de Dios en favor de los que humildemente le reconocen como el Señor y le temen.
Cuidemos nuestros corazones de soberbia y orgullo, reconozcamos la mano de Dios en todo lo que hacemos, pues de él somos y dependemos. La Navidad es un recordatorio que los protagonistas de la historia no somos nosotros, sino nuestro rey.
Pero hay una tercera y última verdad que aprendemos del canto de María acerca de quien es Dios y quiénes somos nosotros y la importancia de ser humildes ante él.
Tercero, La Navidad resalta Su fidelidad, no la nuestra. Lucas 1:54-55 dice: Acudió en ayuda de su siervo Israel mostrando su misericordia a Abraham y sus descendientes para siempre, tal como había prometido a nuestros antepasados»
María hace alusión a la fidelidad de Dios hacia su pacto con su pueblo. Dios hizo pacto con Abraham, Isaac y Jacob y fiel a sus promesas y compromisos pactuales nunca olvidó a su pueblo.
Al ver cómo se estaba desarrollando la trama de la venida del Mesías ella entendía que Dios estaba cumpliendo sus promesas ancestrales para con su pueblo. Dios es fiel, aunque su pueblo no siempre lo es.
Y así fue hermanos, Dios cumplió su promesa al enviar al Salvador esa primera Navidad. Lo que más necesitábamos como humanidad nos fue dado en la forma de un pequeño niño.
Ese pequeño niño que fue el cumplimiento de promesas esperadas por siglos, luego fue el hombre de la cruz y ahora un día será el rey que viene. De principio a fin, Dios es fiel a su pacto y a sus promesas y las ha cumplido en la obra y persona de Jesucristo.
Como vemos, Dios es el protagonista de esta historia, no nosotros. Por eso, en cada testimonio de los testigos de la Navidad podemos ver y reconocer que sólo su grandeza destaca, que solo sus obras prevalecen y que sólo por su fidelidad estamos seguros en él.
Pero notemos también, que estas verdades son recibidas y hechas efectivas en los corazones humildes. Aquellos que sabiéndose en bancarota, necesitados, desprovistos e impotentes, acuden a aquel que es grande, que reina, que es el protagonista de la historia y que nos ha amado para siempre en Cristo Jesús.
Hermanos, este día somos llamados a doblar nuestra rodilla ante el nombre de Jesús con un corazón humilde, para responder como lo hicieron Elizabet y María, sabiendo que, aunque privilegiadas, ellas no eran las importantes, sino aquel que iba a nacer para luego morir y resucitar al tercer día, ascender al cielo y de ahí venir al fin del mundo a juzgar a vivos y muertos.
No endurezcamos nuestros corazones con soberbia y orgullo. Los soberbios no acabarán bien. Al contrario, doblemos nuestra rodilla ante aquel de quien toda rodilla se doblará y toda lengua confesará que es el Señor para gloria de Dios, Padre. A él sea la gloria.