Siendo un joven, en la iglesia donde crecí, conocí a un joven que todos apreciábamos mucho por su sencillez y devoción a Dios. Era muy comprometido con las cosas de Dios y sensible a la necesidad de los demás. Estaba estudiando la universidad y batallaba bastante para sostenerse pues su familia era de recursos muy limitados. Pero esto no lo detenía para ser muy dedicado en todo lo que hacía.
Pasó el tiempo, terminó su carrera y comenzó a trabajar en su área profesional. Después de un tiempo no muy largo, comenzó a prosperar y nos dio gusto verlo tener su primer carro modesto y popular. El trabajo lo fue absorbiendo cada vez más, de tal forma que ya no lo veíamos mucho, ni compartía mucho tiempo con la comunidad de fe.
Al cabo del tiempo, se colocó en un puesto de importancia en su rama profesional y su prosperidad económica ya era evidente para todos en términos de propiedades y posesiones. Pero al mismo tiempo, así como prosperaba materialmente, su lejanía del Señor era cada vez más notoria por su cambio en el trato a los demás, las decisiones familiares que comenzó a tomar y su nula comunión con la comunidad de la fe.
Lo último que supe fue que había abandonado por completo la fe y vivía como cualquier persona que no tiene una relación con el Señor.
¿Cuál habrá sido el problema de este joven? ¿Habrá sido la necesidad en la que creció? ¿Habrá sido la prosperidad que vino con el tiempo? ¿Serán las cosas materiales el problema? Sin duda, estos factores pueden tener cierto grado de influencia, pero desde una perspectiva bíblica, la necesidad, la prosperidad y lo material, son tan solo circunstancias a las que responde la verdadera causa de la dirección que toman nuestras vidas y es nuestro propio corazón.
El corazón de este joven respondió con orgullo, con vanagloria, con codicia y muchas otras cosas a las circunstancias que iba viviendo, llevando su vida en la dirección en la que terminó.
Así de importante es velar por nuestro corazón no sólo cuando las circunstancias son difíciles, sino incluso, cuando las circunstancias son óptimas y llenas de bendiciones. Nuestro corazón puede ser seducido a alejarse del Señor de quien dependemos todo el tiempo.
Esta es una lección muy importante que Moisés quería enfatizar a la segunda generación de los que habían salido de la esclavitud en Egipto y estaban a punto de entrar a la tierra prometida, como nos relata el libro de Deuteronomio, en donde estamos basando la serie de sermones de este mes: “No olvidarás”.
Como hemos visto, en Deuteronomio encontramos muchos recordatorios y advertencias para no olvidar ciertas realidades y verdades que son importantes en nuestra relación con el Señor. Fueron importantes para esa segunda generación y siguen siendo importantes para nosotros que tenemos una relación por la gracia de Dios en Cristo Jesús y estamos en nuestro peregrinaje por el mundo, aguardando también entrar a la tierra nueva y el cielo nuevo.
Ya hemos visto en semanas pasadas que no debemos olvidar la Misericordia de Dios y la Ley de Dios, y hoy nos toca subrayar, en los capítulos 8 y 9 de Deuteronomio, que no debemos olvidar la Fidelidad de Dios, para que nuestro corazón se mantenga humilde y dependiente del Señor y vivamos para su gloria.
Por eso, este día decimos: Recordar la fidelidad de Dios forja en nosotros un corazón humilde, agradecido y obediente.
Esta es la enseñanza y recordatorio principal que Moisés quiere dejar en los corazones de toda esta generación que estaba a punto de entrar a la tierra prometida y era susceptible de desviar su corazón hacia el orgullo, la ingratitud y la desobediencia.
Así lo vemos en los primeros versículos del capítulo 8 donde habla del proceso de aprendizaje al que fueron sujetos como pueblo para que aprendieran a tener un corazón humilde y dependiente de la fidelidad de Dios.
Dice Deuteronomio 8:1-5: Cumple fielmente todos los mandamientos que hoy te mando para que vivas, te multipliques y tomes posesión de la tierra que el Señor juró a tus antepasados. Recuerda que durante cuarenta años el Señor tu Dios te llevó por todo el camino del desierto, para humillarte y ponerte a prueba. Así llegaría a conocer lo que había en tu corazón y vería si cumplirías o no sus mandamientos. Te humilló y te hizo pasar hambre, pero luego te alimentó con maná, comida que ni tú ni tus antepasados habían conocido, con lo que te enseñó que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor. Durante esos cuarenta años no se te gastó la ropa que llevabas puesta ni se te hincharon los pies. Reconoce en tu corazón que, así como un padre disciplina a su hijo, también el Señor tu Dios te disciplina a ti.
Esta generación que estaba a punto de entrar a la tierra debía obedecer los mandamientos del Señor, pero no como una imposición superficial y conductual, sino que debía ser como una respuesta a la fidelidad de Dios al pacto que había hecho con los antepasados. Dios iba a entregarles la tierra que había prometido, pero para que se volvieran un pueblo obediente y fiel había estado preparando sus corazones a través de todo lo que habían vivido en el desierto.
En el desierto, el Señor los había pasado por todos los cursos básicos de humildad, gratitud y obediencia mostrándoles su fidelidad incuestionable y siempre presente con ellos.
A través de cada circunstancia difícil (como el hambre y la sed), y toda circunstancia buena (como el maná o que su ropa no se desgastara) Dios estaba enseñando a su pueblo con disciplina paternal una verdad que los sostendría todo el tiempo: “No sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios”.
Palabras que siglos después Jesús dio como respuesta a las tentaciones con las que fue acosado por el diablo. Su respuesta es la misma, en lo que único que debemos siempre confiar es en la fidelidad de Dios. Su Palabra siempre será cumplida porque él es fiel. Esto es lo que nos sostiene en todo tiempo.
La fidelidad de Dios a sus promesas, a su palabra empeñada, es lo que al final de cuentas, necesitamos, incluso más que el pan, el agua y la ropa. Si estamos de pie es por la fidelidad de Dios.
Y en esos años del desierto el pueblo debía aprender esta gran verdad para que con humildad siempre reconociera y viviera confiando en la fidelidad de Dios para que sus corazones no se volvieran orgullosos y vanagloriosos, sino humildes, agradecidos y obedientes.
Entonces, la manera en la que debemos vivir ante las obras de Dios, no es llenos de orgullo y vanagloria, sino con un corazón humilde, agradecido y obediente, y lo que nos va a ayudar a mantenernos así, es nunca olvidar la fidelidad de Dios para con su pueblo, para con sus hijos.
En ese sentido encontramos en estos capítulos tres verdades acerca de la fidelidad de Dios en nuestras vidas como su pueblo, como sus hijos en Cristo Jesús.
Primera verdad acerca de la fidelidad de Dios: Tengo lo que tengo, por la fidelidad de Dios.
Deuteronomio 8:10-18 dice: Cuando hayas comido y estés satisfecho, alabarás al Señor tu Dios por la tierra buena que te habrá dado. Pero ten cuidado de no olvidar al Señor tu Dios. No dejes de cumplir sus mandamientos, leyes y estatutos que yo te encargo hoy. Y cuando hayas comido y te hayas saciado, cuando hayas edificado casas cómodas y las habites, cuando se hayan multiplicado tus vacas y tus ovejas, y hayan aumentado tu plata y tu oro y sean abundantes tus riquezas, no te vuelvas orgulloso ni olvides al Señor tu Dios, quien te sacó de Egipto, el país donde eras esclavo. Él te guio a través del vasto y horrible desierto, esa tierra reseca y sedienta, llena de serpientes venenosas y escorpiones; te dio el agua que hizo brotar de la más dura roca. En el desierto te alimentó con maná, comida que jamás conocieron tus antepasados. Así te humilló y te puso a prueba, para que a fin de cuentas te fuera bien. No se te ocurra pensar: «Esta riqueza es fruto de mi poder y de la fuerza de mis manos». Recuerda al Señor tu Dios, porque es él quien te da el poder para producir esa riqueza; así ha confirmado hoy su pacto que bajo juramento hizo con tus antepasados.
Cuán interesante es notar en esto que no sólo las cosas difíciles y complicadas pueden afectar nuestros corazones, sino también las bendiciones.
Quizá estamos mucho más pendiente de nuestros corazones cuando estamos pasando por enfermedad, sufrimiento, carencia, necesidad, pues sabemos que estamos en una posición de alta vulnerabilidad. Podemos, al ser llevados al límite, empezar a tener serias dudas de nuestra relación con Dios e incluso del carácter de Dios.
Pero cuando hay bendición tras bendición, y hay prosperidad, y avances, y hay comodidad como que bajamos la guardia de la vigilancia de nuestro corazón.
Aquí Moisés estaba advirtiendo, precisamente de esto. El pueblo iba a entrar a la tierra e iba, con el tiempo y la bendición de Dios, comenzar a gozar de todo tipo de beneficios, comodidades y abundancia.
Sus casas dejarían de ser tiendas y se volverían casas sólidas y firmes; sus animales y propiedades aumentarían. La plata y el oro comenzaría a ser parte de la vida diaria. El “¿Vamos a comer hoy?” Se volvería “¿Qué quieres comer hoy?”. El “Esta es mi única muda de ropa” se volvería “Qué difícil es escoger qué ponerme entre tanta ropa en mi guardarropa”.
En esas circunstancias de bendición, de prosperidad, de abundancia había una alta probabilidad que su corazón se autoengañara en pensar que todo esto era “el fruto del poder y de la fuerza de sus manos”.
Por eso, Moisés les advierte, cuídate de no olvidar al Señor tu Dios. Todo esto lo tienes porque él fue fiel para contigo y ha cumplido lo que prometió a tus antepasados. Ha sido fiel sosteniéndote con pan y agua en el desierto. Ha sido fiel librándote de grandes peligros todos estos años. Ha sido fiel al darte la fuerza suficiente y la inteligencia necesaria para que puedas tener toda esta productividad.
No te veas como la causa de todo lo que tienes, sino recuerda de donde ha venido todo esto: Tienes lo que tienes, por la fidelidad de Dios.
Nosotros no estamos tan lejos de todo esto tampoco. Podemos con mucha facilidad autoengañarnos al pensar que somos la causa de todo lo que tenemos. Que somos tan fuertes, inteligentes y autosuficientes y por eso vivimos como vivimos.
Pero cuando nuestro corazón se ha llenado de ese orgullo y vanagloria, nos alejamos de la verdadera fuente de toda bendición que podríamos gozar y es solo por la fidelidad de Dios.
En una ocasión mi hermano como estudiante de la facultad de medicina recibió un premio académico muy renombrado en el ámbito universitario. Recuerdo que, en un evento de la iglesia, uno de los ancianos tuvo la idea de compartir esta bendición con la iglesia a manera de testimonio de la juventud cristiana en el ámbito académico.
Así que este Anciano, antes de orar dando gracias a Dios por este testimonio de mi hermano, estando mi hermano al frente, le preguntó públicamente: “Vamos a preguntarle a Rubén, ¿A qué le atribuye este logro académico?” Habiendo dicho esto, y en tanto le pasaba el micrófono, le susurró: “Di que Dios”.
El Anciano no quiso dejar lugar a contratiempos y equivocaciones, sino se quiso cerciorar de que dijera la respuesta correcta. Cosa que mi hermano hizo.
Algo así nos están diciendo en este pasaje hermanos. Al ver las grandes bendiciones que tenemos y disfrutamos, nunca olvidemos de donde provienen. Este pasaje nos esta diciendo: “Di que Dios”. No se te ocurra pensar autoengañándote que se debe a ti mismo y a tu fuerza o inteligencia, sino siempre ten presente la fidelidad de Dios. Tenemos lo que tenemos por la fidelidad de Dios.
Pero no sólo tengo lo que tengo por la fidelidad de Dios, sino también, en segundo lugar, Llego a donde llego, por la fidelidad de Dios.
Deuteronomio 9:1-3 dice: Escucha, Israel: ahora vas a cruzar el Jordán para entrar y conquistar naciones más grandes y fuertes que tú que habitan en grandes ciudades con muros que llegan hasta el cielo. Esa gente es poderosa y de gran estatura; ¡son los anaquitas! Tú ya los conoces y sabes que de ellos se dice: «¿Quién puede oponerse a los anaquitas?». Pero tú, entiende bien hoy que el Señor tu Dios avanzará al frente de ti, y que los destruirá como fuego consumidor y los someterá a tu poder. Tú los expulsarás y los aniquilarás enseguida, tal como el Señor te lo ha prometido.
Lo que el pueblo tenía enfrente no era cosa fácil ni sencilla. De hecho, era muy peligroso y humanamente imposible de lograr.
La tierra prometida por Dios estaba poblada por pueblos y naciones que ellos iban a desplazar de esos lugares. Por supuesto, estos pueblos no se rendirían sin dar pelea.
Y resulta que estos pueblos tenían medios y maneras para defenderse y presentar resistencia. Era gente poderosa e incluso algunos de ellos, los anaquitas, tenían fama de ser gente de estatura imponente e intimidante. Se decía ¿Quién puede oponerse a los anaquitas?
¿Te imaginas qué podía suceder con el corazón del pueblo cuando empezaran a vencer a estos invencibles? ¿Qué podían empezar a pensar de ellos mismos al avanzar implacables, victoriosos y exitosos en lo que nadie más había logrado hacer nunca? ¿Cuál sería la tentación al cambiar la historia conocida hasta ese momento y el dicho de “quién puede oponerse a los anaquitas”?
Sus corazones iban a ser tentados a pensar que habían llegado hasta donde habían llegado por su propia fuerza, inteligencia, valentía y poder. Pero la realidad no era así.
Lo que debían siempre recordar para no llenar sus corazones de orgullo era que el Señor su Dios avanzaría al frente de ellos y destruiría a estos pueblos como fuego consumidor. El Señor sería la causa de la victoria, el avance y el logro. Llegarían hasta donde hubieran llegado por la fidelidad de Dios, porque él así lo había prometido. Y ellos vivían de toda palabra que sale de la boca de Dios.
Hermanos, esto también nos confronta. Cuando vemos a veces nuestras vidas y ves los lugares de privilegio donde estás, o los logros y avances que has tenido, las historias de éxito en tu área de desarrollo, la calidad de tu familia, tu buen desempeño como líder y las posiciones que ocupas, en fin, cuando ves a donde has llegado, puedes ser tentado a mirarte a ti mismo como la causa de todo esto.
Cuando vamos por esa ruta, desembocamos en el camino del orgullo, la ingratitud y la desobediencia. Si, supuestamente, yo soy la causa de mis logros a quién voy a agradecer sino a mí mismo. Si yo soy el que ha llevado mi vida hasta este punto de éxito, para qué obedecer los mandatos de Dios que no tienen nada que ver con la posición que ocupo ahora.
Cuán equivocados podemos llegar a estar en nuestro orgullo, vanagloria, ingratitud y desobediencia. Es todo lo contrario, llegamos a donde llegamos solo por la fidelidad de Dios.
Recuerdo haber conocido a un hombre que llegó a ocupar posiciones a nivel nacional muy importantes y de mucho reconocimiento en su área profesional.
Estando con unos familiares en su oficina de lujo, alguien le comentó que debía estar muy agradecido con Dios por haberlo puesto donde estaba. No tomó a bien el comentario para nada. Sino que respondió con cierto grado de desdén: “¿Dios? Dios no ha tenido nada que ver con mi éxito. Todo ha sido gracias a mi esfuerzo y dedicación. Sólo hay alguien a quien agradecer y es a mí mismo”.
La siguiente vez que supe de esta persona, estaba ingresada en un hospital atravesando una severa depresión porque de un día para otro había perdido todo de todo. Tuvo que renunciar a su puesto de ensueño y casi salir huyendo para no enfrentar un proceso judicial. Quedó sin trabajo, sin recursos, sin reputación, sin conexiones, sin Dios.
No hemos llegado a donde hemos llegado por nuestra estrategia y sagacidad, sino sólo por la fidelidad de Dios. Recordar la fidelidad de Dios forja en nosotros un corazón humilde, agradecido y obediente.
Pero no sólo tengo lo que tengo y llego a donde llego por la fidelidad de Dios, sino también en tercer y último lugar, Soy lo que soy, por la fidelidad de Dios.
Deuteronomio 9:4-6 dice: Cuando el Señor tu Dios los haya arrojado lejos de ti, no vayas a pensar: «El Señor me ha traído hasta aquí, por causa de mi justicia, para tomar posesión de esta tierra». ¡No! El Señor expulsará a esas naciones por la maldad que las caracteriza. De modo que no es por tu justicia ni por tu rectitud por lo que vas a tomar posesión de su tierra. ¡No! La propia maldad de esas naciones hará que el Señor tu Dios las arroje lejos de ti. Así cumplirá lo que juró a tus antepasados Abraham, Isaac y Jacob. Entiende bien que eres un pueblo terco, que tu justicia y tu rectitud no tienen nada que ver con que el Señor tu Dios te dé en posesión esta buena tierra.
Qué fácil era para el pueblo de Israel llenarse de orgullo en este punto de su historia. Les iban a entregar tierras y ciudades que otros habían construido y ocuparían el lugar de esos pueblos. Era muy fácil llegar a la conclusión de que ellos eran en sí mismos mejores personas que esos pueblos que iban a ser exterminados de la tierra.
Su autoconcepto podría inflarse con mucha facilidad para pensar que la razón por la que Dios estaba haciendo esto era sobre todo porque eran personas justas y rectas, merecedoras de este trato por parte de Dios.
Pero Moisés no se quería despedir sin antes aclararles la realidad del tipo de pueblo que eran y les dice: son un pueblo terco y que tu justicia y rectitud no tienen nada que ver con que el Señor te dé en posesión esta buena tierra.
¡Les pone los pies en la tierra! No vayan a pensar que son mejores que nadie, sin son algo, es sólo por la fidelidad de Dios. Dios estaba cumpliendo algo que prometió a Abraham, Isaac y Jacob. Ellos no merecían nada de nada, no eran más justos que las naciones que iban a ser destruidas por sus pecados y perversiones. La fidelidad de Dios era la causa de que ellos fueran el pueblo de Dios.
Hermanos, es importante vernos también nosotros en este cuadro. Esa generación ni nosotros tampoco somos mejores que nadie. No es nuestra supuesta justicia o rectitud la que nos tiene en un lugar con Dios. No somos lo que somos, por nuestra rectitud y justicia.
El evangelio nos enseña que no hay justo ni aún uno. Pero también nos enseña que el Dios que es fiel para con su pueblo, envió al único verdaderamente justo y recto, a Jesucristo, para que, con su vida perfecta y su sacrificio suficiente por el pecado, pudiera reconciliar con Dios a todos los que creen en él.
Jesús nos enseñó con su vida, muerte y resurrección que en verdad no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Dios que es fiel y llena de grandes bendiciones a su pueblo comprado por sangre.
De este entendimiento de la fidelidad de Dios es de donde emana un corazón en nosotros que es humilde, agradecido y obediente. Este es resultado del evangelio de gracia en nuestras vidas.
Donde antes había orgullo, hay humilde reconocimiento de que tengo lo que tengo por la fidelidad de Dios. Donde antes había ingratitud hay un corazón agradecido que reconoce que el Señor nos lleva hasta donde nos lleva porque siempre cumple sus promesas fieles. Donde antes había desobediencia, hay un corazón que cada vez más quiere agradar en todo a Dios, obedeciendo su Palabra, sabiendo que ha sido declarado justo delante de Dios, sólo por su gracia y fidelidad mostrada en Cristo Jesús.
Llevemos esta advertencia firme y pertinente este día: “Ten cuidado de no olvidar”, de no olvidar al Fidelidad de Dios. Pues Recordar la fidelidad de Dios forja en nosotros un corazón humilde, agradecido y obediente para la gloria de Dios.