Este mes en nuestra serie de sermones: Vida Reformada hemos estado considerando las 5 solas de la Reforma del siglo XVI. ¿Por qué es importante detenernos a reflexionar en estas doctrinas? Primero, porque en la reforma se redescubrieron estas enseñanzas de la Escritura que habían sido relegadas y distorsionadas y la verdad del evangelio fue puesta de nuevo en el centro. Pero segundo, también, porque nosotros como iglesia Presbiteriana, somos herederos de todo este gran legado el cual debemos conocer, perpetuar y vivir.
Si somos herederos, debemos conocer nuestras raíces, nuestra herencia, nuestra identidad doctrinal. Mi padre años antes de fallecer escribió una autobiografía sencilla la cuál publicamos para nuestra familia. Mi madre aún en vida, ha publicado un recetario de cocina donde hace un compendio de todos los sabores con los que crecí y regaló uno de éstos a cada familia de nuestro núcleo familiar. ¿Qué pensarían de mí y mi familia si ni siquiera hubiéramos leído una vez la historia de mi padre, ni cocinado una receta de mi madre? Como que no se ve bien ese panorama.
Pues aquí estamos como iglesia presbiteriana, heredera de la tradición reformada, haciendo lo propio: conociendo, perpetuando y sobre todo, queriendo vivir nuestra herencia.
En semanas pasadas hemos considerado cuatro de las 5 solas. ¿Las recuerdas? Sola Scriptura, Solus Christus, Sola Gratia y Sola Fide. (De hecho, las hemos incluso cantado).
Hoy nos toca abordar la última de las solas y es: Soli Deo Gloria (Sólo a Dios la gloria).
Fue muy importante para la Reforma devolver el reinado, poder, soberanía y majestuosidad de Dios en el justo lugar en donde la Escritura lo pone.
La Reforma recuperó la enseñanza bíblica de la soberanía total y absoluta de Dios sobre todos los aspectos de la vida. Toda la vida debe ser vivida para la gloria de Dios.
Como dice Romanos 11:33-36:
¡Qué profundas son las riquezas de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Qué indescifrables sus juicios e impenetrables sus caminos! «¿Quién ha conocido la mente del Señor, o quién ha sido su consejero?» «¿Quién le ha dado primero a Dios, para que luego Dios le pague?» Porque todas las cosas proceden de él, y existen por él y para él. ¡A él sea la gloria por siempre! Amén.
La Reforma recalcó la verdad bíblica de que no existe algo en el cielo y en la tierra que sea más glorioso y majestuoso que Dios. Que no hay otra razón para vivir, ser y actuar que para él. Qué de él procede todo, que todo existe debido a él y existe para él. En una sola frase: A él sea la gloria, el honor, la magnificencia, por los siglos de los siglos…Amén.
Soli Deo gloria nos provee la razón y propósito de todas las cosas. Le da sentido y razón a nuestra vida, a nuestras relaciones, a nuestras acciones, a nuestras decisiones.
El catecismo menor de Westminster, parte de nuestra herencia también, lo definió así: ¿Cuál es el fin principal del hombre? El fin principal del hombre es el de glorificar a Dios y gozar de él para siempre.
¿Para qué vives? Para la gloria de Dios. ¿Para qué trabajas? ¿Para qué estudias? ¿Para qué tienes novio(a)? ¿Para qué te casas? ¿Para qué vas a comprar un carro? ¿Para qué vas a liquidar una deuda? ¿Para qué tienes hijos? ¿Para qué limpias tu casa? ¿Para qué cocinas? ¿Para qué vas a jugar este partido? ¿Para qué vas publicar en tus redes sociales? (etc. etc. etc. creo que captan la idea).
La respuesta a todas las preguntas, según la Escritura y que recogió la reforma, es la misma: Porque de él, por él y para él son todas las cosas. A él sea la gloria por siempre.
Solo a Dios la gloria nos recuerda que el más importante, el que debe resaltar, el que recibe los aplausos, el que debe ser reconocido y exaltado, el que es el enfoque de todas las miradas y parabienes, el que se lleva todos los likes, el que debe ser admirado, respetado y obedecido, el que es la única razón de nuestra existencia, es nadie sino nuestro Dios.
La Escritura nos enseña esto en todas partes, pero hoy nos centraremos en el Salmo 115 para reafirmar esta enseñanza que tiene aplicaciones inmediatas para nuestras vidas.
En este Salmo encontraremos tres verdades que nos aclaran aún más el concepto bíblico de Soli Deo gloria. Son tres verdades que nos dejan claro el propósito y razón de todas las cosas y nos dan un gran marco de referencia para vivir nuestras vidas.
La primera verdad es: La gloria no es nuestra (v.1)
Dice el Salmo 115:1: No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros,
Sino a tu nombre da gloria.
Con tan solo leer la Biblia un poco, de inmediato te puedes dar cuenta de que el personaje principal de toda la historia no es el hombre (aunque hable del hombre) sino es Dios. Entonces, parece, incluso gracioso que el Salmista comience diciendo: No a nosotros, no a nosotros sino a tu nombre da gloria”.
¿Por qué hacer esta petición de que la gloria no sea para nosotros?
Seamos francos. Nos gusta tener la gloria. Nos gusta llevarnos los aplausos. ¿Acaso no te gusta la sensación de poder? ¿de tener el control? ¿De que te den el reconocimiento? ¿De figurar? ¿Acaso no te gusta ver tu nombre con luces en una marquesina? ¿Sentirte independiente? ¿Sentir que no necesitas a nadie? ¿Sentir que eres conocido? ¿Teclear tu nombre en google y ver cuántas entradas hay con tu nombre? ¿Acaso no te gusta?
¿Acaso no te gusta que le den likes a tus publicaciones o que haya solo comentarios positivos de lo que dices?
Por supuesto que nos gusta. Y no sólo nos gusta, lo buscamos activamente. Desde la caída de la humanidad en el pecado, en vez de vivir de acuerdo con nuestro propósito de dar gloria a Dios en todo y por todo, nuestra tendencia es buscar nuestra propia gloria. Es construir nuestro propio imperio. Somos buscadores y usurpadores de gloria. Pensamos que esta vida y el universo se trata de nosotros.
Un día fui invitado a una fiesta infantil. Los niños corrían, reían y jugaban alborotados de alegría. De pronto, un pequeño comenzó a llorar. La madre, muy atenta, fue a consolar a su hijo. Le preguntó mientras lo abrazaba: “¿Te caíste? ¿Te empujaron?”
El niño sollozando respondió “No” con un movimiento de su cabeza. La madre le preguntó: “Entonces, ¿Qué te pasó? ¿Por qué lloras?” El niño respondió: “Es que a mí, nadie me trajo regalos”. La madre, sabiamente, dijo: “¡Hijo, es que ésta NO ES TU FIESTA!”
Como este pequeño, todos tendemos a pensar que esta vida es NUESTRA fiesta. Creemos que los buenos regalos de la vida deben ser siempre para nosotros. Solemos pensar primero en nosotros, después en nosotros y, por último, en nosotros.
Nos extrañamos si sucede algo que no sea de nuestro agrado, como si algo fuera de lugar estuviera ocurriendo. Nos gusta que nos sirvan y hacer lo que nos dé la gana. Pensamos que esta vida se trata de nosotros mismos. En fin, estamos absortos en nosotros mismos. Somos buscadores de gloria y usurpadores de gloria.
Pero la Escritura nos aclara contundentemente esto y nos lo dice sin anestesia: La gloria no es nuestra. No se supone que la gloria se adjudique a nosotros. No se supone que recibamos la gloria. Al contrario, fuimos creados para dar gloria, gloria sólo a Dios.
Pero por el pecado, tendemos no sólo a desearla, sino a buscarla, y no sólo buscarla sino usurparla.
Sabiendo esto, debemos batallar contra esta tendencia. Sabiendo que no es para nosotros la gloria y sabiendo que estamos siempre buscándola para usurpar el lugar de aquel a quien es debida la gloria, debemos reafirmar en nuestros corazones soli Deo gloria.
El culto público como en el que estamos ahora es un buen lugar para comenzar a poner en orden nuestro corazón. El culto se trata de dejar de darnos nosotros mismos la gloria y dársela sólo a Dios. En completa humildad delante de Dios, reconocer que él es nuestro todo, que el es nuestro refugio, nuestra roca inconmovible, nuestro Señor.
Por eso también el culto se trata de dar gloria a Dios, no de entretenernos en algo divertido o ameno. No vengamos con una mentalidad de entretenimiento.
Lo que sucede al frente no es un espectáculo que espera nuestra aprobación. Lo que sucede al frente es la dirección de nuestra adoración como comunidad. Al entrar y salir de este tiempo de adoración no debo estar pensando: “Hoy me gustó el culto” o “Hoy no me gustó”. Con todo respeto, esa no es la pregunta adecuada.
La pregunta adecuada es ¿En el culto de hoy adoramos como comunidad a Dios? ¿Fue glorificado Dios con nuestras acciones y actitudes durante el culto? El centro es él, no nosotros.
Dejar de darnos la gloria porque no es nuestra (para empezar), no sólo es cuando estamos en el culto sino en todo momento, en todo asunto, en toda situación y relación. Debemos recordar: la gloria no es nuestra.
Un poco antes de la pandemia comencé a descubrir un gusto, que no sabía que tenía, por la cocina. Comencé con cosas muy sencillas como una carne molida que se fue sofisticando un poquito. Al llegar la pandemia y estar más tiempo en casa, pues se descaró mi afición a cocinar y descubrí que es algo que disfruto mucho.
Poco a poco fui disfrutando el proceso, desde la compra de los ingredientes, hasta su preparación y presentación final a los comensales. Disfruto el tiempo que paso con mi esposa juntos en la cocina conversando de mil temas. También descubrí cuánto disfruto ver a mi familia comer algo que preparé con mis propias manos. Todo esto está maravilloso, hasta que comencé a notar un disfrute que puede tener tintes de búsqueda y usurpación de gloria.
Me he descubierto con un hambre de elogios por mi comida, por un deseo de que piensen que tengo un don especial para esto, que me llenen de halagos y de ser conocido como el pastor chef.
Así de sutil es nuestro corazón idólatra y usurpador de gloria. En qué momento puede pasar de un disfrute que me lleva a glorificar a Dios y agradecerle por estas bendiciones a usurpar y demandar gloria para mí mismo, y los frutos malos consecuentes cuando no recibo lo que mi corazón idólatra desea.
Soli Deo gloria nos recuerda que la gloria no es nuestra en ningún momento ni bajo ninguna circunstancia. El único glorioso es nuestro Dios. Fuimos hechos para dar gloria, así es como funciona bien nuestra vida. Cuando usurpamos gloria, nuestra vida se vuelve un caos.
Pero hay una segunda verdad en este salmo que nos aclara y profundiza más el concepto de Soli Deo gloria.
La segunda verdad es: La gloria es de Dios por ser Dios.
Dice el Salmo 115:1b-3: Por tu misericordia, por tu verdad.
¿Por qué han de decir las gentes: “dónde está ahora su Dios”?
Nuestro Dios está en los cielos; todo lo que quiso ha hecho.
El Salmista dice en el versículo “v.1b a tu nombre da gloria por tu misericordia y tu verdad” y en el 3: “Nuestro Dios está en los cielos, todo lo que quiso ha hecho”.
Al considerar la gloria de Dios, el salmista resalta dos puntos muy importantes. Esa gloria de Dios que exalta el salmista se refleja en el carácter de Dios y las obras de Dios.
A tu nombre da gloria por tu misericordia y tu verdad. Estos son rasgos del carácter de Dios y luego, a tu nombre da gloria porque has hecho todo lo que has querido. Es decir, por las obras de Dios. Carácter y obras nos hablan del ser mismo de Dios.
En resumen, la gloria es de Dios por ser Dios. Por ser como es y hacer lo que hace, él es sinigual, sin comparación ni competencia.
Si solo Dios es el único con este carácter y si sólo Dios es el único que hace lo que hace, entonces ¿A quién más hemos de dar gloria? No le podemos dar gloria a algo inferior a Dios, por eso la gloria es sólo para Dios. Por ser Dios.
Dios es verdad, santidad, gracia, soberanía, amor, y tantas cosas más que no podemos ni medir ni contemplar. En su carácter reúne todas las perfecciones posibles. Lo hacen un ser distinto a nosotros y digno de ser adorado.
Al considerar su carácter en la Escritura no podemos más que quedar boquiabiertos y absortos ante su grandeza y majestad.
Dios también creo todo lo que existe en los cielos y la tierra. Lo visible e invisible. Dios ha realizado su obra de redención cumpliendo sus promesas por medio de Jesucristo. Y sigue desarrollando sus obras hasta el final de los tiempos. Es digno de ser glorificado por todo lo que ha hecho, por lo que hace y lo que hará.
Puedes buscar en toda la creación algo que te asombre más, que te capture más, que te sorprenda más que nuestro Dios glorioso, y no lo vas a encontrar. Por eso, nuestro todo es Dios y darle gloria debe ser nuestra pasión. No hay nada ni nadie más grande por quien vivir o morir. Soli Deo gloria.
Por eso, estamos viviendo Soli Deo gloria cuando confiamos en su carácter que no cambia en todas las circunstancias de nuestras vidas. Y ahora sí, como decimos: “Nos la rifamos por Dios”. Es decir, voy a confiar en él, pase lo que pase.
Hoy día ante tanta ideología mentirosa del mundo, por la que nos señalan y no faltará mucho para que nos persigan por nuestra fe en Cristo, vivimos soli Deo gloria cuando confiamos en la verdad del Señor en la Escritura, aunque nos consideren bichos raros y no faltará que hasta nos lleguen a considerar “delincuentes” por decir que Jesucristo es el Señor y el evangelio es verdad.
Vivimos dando sólo a Dios la gloria cuando confiamos que él está obrando en cada circunstancia de nuestras vidas por difícil que sea. Cuando en vez de usar mis métodos humanos para resolver asuntos, aplico los métodos divinos establecidos en la Escritura, confiando en su sabiduría en vez de la mía.
Vivimos soli Deo gloria cuando imitamos su carácter en cada relación y cada situación de nuestras vidas.
Vivimos soli Deo gloria cuando nos reunimos y a una voz exaltamos su carácter y sus obras.
En fin, la gloria siempre le pertenecerá solo a Dios por el simple y llano motivo de que él es Dios. No hay alguien más glorioso y por quien debamos entregar todo en la vida, sino nuestro Dios.
Pero hay una tercera verdad en este salmo que nos aclara y profundiza más el concepto de Soli Deo gloria.
La tercera verdad es: La gloria de Dios no tiene competencia.
Dicen los versículos 4 al 8: Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca, mas no hablan; Tienen ojos, mas no ven; Orejas tienen, mas no oyen; Tienen narices, mas no huelen; Manos tienen, mas no palpan; Tienen pies, mas no andan; No hablan con su garganta. Semejantes a ellos son los que los hacen, Y cualquiera que confía en ellos.
El Salmista pasa ahora a describir una realidad con la que luchamos: los ídolos. Quizá no nos inclinamos físicamente ante una escultura ni le decimos que es nuestro Dios, como en el tiempo del salmista, pero, aunque no tengas nichos en tu casa para poner estas esculturas con el objeto de adorarlas, de todas maneras, esto es relevante para todos nosotros.
Porque un ídolo es aquella parte de la creación, que usurpa para nosotros la gloria de Dios.
Toda la gloria, la majestad, toda nuestra confianza, nuestra adoración, en vez de dirigirla al Dios verdadero, la dirigimos a una cosa, una substancia, una persona, una circunstancia, un aspecto de la creación.
Es decir, pensamos en nuestro corazón que algo o alguien es más glorioso que Dios. Cambiamos la gloria verdadera del Señor por la “gloria” de la creación y entregamos nuestra vida a ello.
• Mentimos para no quedar mal ante los demás.
• Nos endeudamos insensatamente para sostener una apariencia o estatus.
• Participamos en actos inmorales con tal de encajar o ser parte de un grupo que anhelamos.
• Abandonamos nuestra pureza sexual por conseguir un poco atención.
• Tratamos de obedecer a nuestros padres durante la semana, para que el fin de semana nos dejen ir a ese evento donde sabemos que nos portaremos mal.
• Somos capaces de humillar, burlar y lastimar a otros para mantener un estatus de poder sobre los demás.
• Robamos, engañamos, traicionamos o cualquier cosa que fuera necesario hacer para lograr el placer que buscamos.
• Manipulamos con nuestras palabras o acciones a los demás, con chantajes sentimentales, quejas, lágrimas o amenazas, con tal de lograr lo que hagan lo que anhelamos.
Todo esto y más porque estamos creyendo que estas cosas son competencia para la gloria verdadera de nuestro Dios. Como si estas cosas pudieran sustituir en verdad a nuestro Dios. Pero nada podría estar más lejos de la verdad.
De hecho, el salmista nos habla de la realidad de aquellas cosas a las que les asignamos gloria como si pudieran competir con Dios.
El Salmista dice cómo son nuestros ídolos:
v. 3ª Los ídolos de ellos son plata y oro. “Tratamos de adornarlos, de darles lo más preciado que tenemos. En este caso, la plata y el oro (metales preciosos).
3b Obra de manos de hombres. Aunque los cubramos de plata y oro (literal o figurativamente), siguen siendo lo que son. No tienen ningún poder. Son parte del ámbito terrenal. Son hechura de este mundo.
5-7 tienen apariencia de poder, pero en realidad no sirven para nada. Parece que pueden escuchar, mas no escuchan; Parece que pueden hablar, mas no hablan; Parece que pueden ver, mas son ciegos, parece que pueden olfatear, mas no entra nada por su nariz, parece que pueden palpar y andar, mas no pueden tocar nada ni trasladarse a ningún lugar. Pura apariencia de deidad, pero una nulidad en realidad.
V. 8 “Semejantes a ellos son los que los hacen y cualquiera que confía en ellos”. Los que adoran ídolos se van pareciendo cada día más a ellos. Tienen oídos, mas no oyen, tienen ojos mas no ven. Además, comienzan a parecerse a ellos: si mi ídolo es el dinero, comenzaré a ser cada vez más frío, más duro, más seco, etc.
Estos supuestos competidores por gloria están a la orden del día en nuestros corazones. El vivir de acuerdo con el principio de la Escritura de Soli Deo gloria, evitará que seamos presa de tanta necedad que hay en dar gloria a lo que no la tiene, en vez de darla al único que es glorioso y majestuoso. La gloria de Dios no tiene competencia, aprendámoslo de una vez.
La Reforma del siglo XVI consistió en un regreso a la Escritura como la autoridad y un regreso al Reinado absoluto de Dios sobre todas las cosas, por eso recalcaron que toda la realidad, toda la creación, todo lo visible e invisible, es de él, por él y para él. A Dios sea la gloria.
Como herederos de toda esta verdad debemos hacer evidentes estas verdades en nuestras vidas.
Que solo la Escritura guíe nuestras decisiones, pensamientos, palabras y acciones en toda circunstancia y relación en nuestras vidas.
Que sólo Cristo sea nuestro único mediador, salvador y Señor.
Que solo por la gracia nos consideremos salvos y en una relación creciente con Dios en la que la disfrutamos día a día y la compartimos con todos a nuestro alrededor.
Que solo por la fe recibamos las grandes promesas de salvación que el Señor nos ha hecho y vivimos por la fe aunque el camino sea difícil.
Que solo a Dios la gloria demos con nuestra vida en todo lugar y en todo momento, pues él es el único al que le pertenece la gloria (no ha nosotros), ya que sólo él es Dios y su gloria no tiene comparación ni competencia.
Solo a Dios la gloria en la vida y la muerte. Solo a Dios la gloria en la alegría y la tristeza. Solo a Dios la gloria en la paz y la tribulación. Sólo a Dios la gloria por los siglos de los siglos amén.