Quizá uno de los momentos más difíciles que he tenido que enfrentar fue cuando el médico nos dio la noticia triste de que habíamos perdido a nuestro bebé, y otro fue cuando el mismo médico nos dijo algún tiempo después, que nuevamente habíamos perdido otro bebé. Así es, entre mis dos hijos hay siete años de diferencia, porque hubo dos embarazos que no se lograron.
Antes de estos eventos, yo escuchaba que alguien había perdido a su bebé y pensaba que no era para tanto, pues ni había nacido. Pero después de estos eventos, comprendí lo que se sufre por esta pérdida verdadera. Algo de ti se rompe por dentro con estos eventos porque se trataba de un hijo.
Los hijos no pueden ser un tema indiferente para los padres. Son un tema importante. De hecho, desde que estás haciendo planes de matrimonio, es un tema que no puede faltar en la plática de los novios. Según, mi esposa y yo queríamos tres o cuatro, pero en el plan y gracia de Dios, sólo nos concedió dos, y no fue un asunto sencillo tenerlos.
Solía ser la expectativa de todo matrimonio tener hijos, y en el pasado lejano, muchos hijos. Las historias románticas de los cuentos terminaban: “Y se casaron, y fueron muy felices y tuvieron muchos hijos”.
Pero desde hace varias décadas, comenzó a haber un cambio en la cultura de este siglo, en la que la idea de una familia con varios hijos es algo no deseable o algo que debe evitarse a toda costa. Y ese giro cultural tuvo tal impacto, que no sólo las familias son cada vez más pequeñas, sino que encontramos hoy día, que se ha desarrollado una especie de aversión o repulsión por tener hijos, incluso uno.
Es cada vez más común escuchar a matrimonios en formación decir: “Nosotros no queremos o no vamos a tener hijos”. Incluso me ha tocado presenciar que la simple palabra “hijos” provoca una mueca o gesto de repulsión en el rostro de algunas personas.
Incluso, algunas personas, toman a una mascota como un remplazo o sustituto de un hijo. Es decir, se trata a un animalito como si fuera una persona, y se le brindan toda clase de atenciones, como si en verdad se tratara de un niño en la familia. Me ha tocado escuchar a alguien decir: Para que quiero un hijo, si tengo un perro.
Por supuesto, no estamos diciendo que se maltrate a los animales. Todo lo contrario, deben ser tratados bien, deben ser apreciados y respetados como creación de Dios. Pero nunca, debemos poner a un animal en la misma categoría que a una persona. El animal es creación de Dios, pero la persona es imagen de Dios. Hay una distinción bíblica muy clara y muy contundente entre un animal y un ser humano. Y aunque por el espíritu de este siglo, a algunos, los niños no les parezcan seres humanos, sí lo son.
En una familia al revés, como en nuestra serie de sermones, los hijos son una especie en extinción. Los hijos son vistos como una incomodidad, una inconveniencia y una carga. En una familia al revés, se desarrolla una actitud negativa o contraria a la idea de tener hijos.
Pero cuando vamos a la Biblia, que es la que debe regir nuestra vida, cuando vamos a la Palabra de Dios de donde debe fluir nuestra cosmovisión, lo que notamos es un escenario muy contrario al de este siglo. Por eso, es importante que evaluemos aquello que damos por sentado, pues sin darnos cuenta, incluso nosotros que queremos ser discípulos de Jesús, podemos estar contaminados con las ideologías de este siglo y regir nuestras vidas y decisiones por postulados ajenos a la Palabra de Dios.
Por eso este día vamos a considerar tres verdades de la Escritura que nos guían para moldear nuestra postura y perspectiva acerca de los hijos para que nuestras familias no estén al revés. Para que nuestras actitudes reflejen la verdad de la Escritura y nuestros comentarios y publicaciones muestren que somos discípulos de Jesús. Hay buenas noticias este día porque la Palabra de Dios nos guía en la verdad para la gloria del Señor.
Ahora bien, sé muy bien que aquí no todos son padres o madres. Y sé que la tendencia será pensar, “esto no tiene nada que ver conmigo”. Es como que te quiera enseñar a cambiar una llanta ponchada y no tienes automóvil, ni sabes conducir. Pero quiero animarte a no desconectarte porque, aunque es cierto que no tienes hijos, seguramente eres hermano(a), tío(a), amigo(a), en fin, estás rodeado de personas que sí los tienen y un consejo oportuno y bíblico, puede contribuir para el beneficio de la siguiente generación.
Aunque no tengas hijos puedes influir positivamente en la siguiente generación al compartir la enseñanza bíblica con aquellos que sí los tienen. Recuerda que la Escritura no necesita el aval de nuestra experiencia para ser eficaz.
Estas tres verdades no son una lista exhaustiva de puntos clave de la cosmovisión bíblica de los hijos, pero esperemos que nos den un buen impulso para la reflexión y establecimiento de la misma.
Primero, Los hijos no son una carga o inconveniente, son una bendición.
Salmo 127:3 dice: Los hijos son una herencia del SEÑOR, los frutos del vientre son una recompensa.
Contrario a lo que este mundo nos repite de maneras explícitas o implícitas, debemos notar que en la Escritura los hijos son vistos como una verdadera bendición. En este salmo, por ejemplo, son llamados, “una herencia”, un legado que nos vincula con el pasado y con el futuro.
Las herencias eran algo serio en Israel. Por ejemplo, la tierra que era tu herencia o heredad, permanecía en tu familia por generaciones. Aunque se vendiera por alguna razón y saliera de tu familia por necesidades económicas, cada cierto tiempo, en el año del jubileo, esa posesión tenía que regresar a la familia de origen. Así que, si ibas a comprar la heredad de alguien, el precio estaba en función de cuántos años faltaban para el jubileo, porque al llegar ese año, tenías que devolverla sin más ni más, a los dueños originales.
Al identificar a los hijos como una herencia está recalcando la importancia y relevancia de los hijos y cómo están vinculados con el legado por generaciones de una familia. Es una bendición que perdura por generaciones y generaciones.
También nos dice que los hijos son una recompensa, son algo para ser tenidos en alta estima, son algo deseable o un gran anhelo, ¿Quién no quiere una herencia? ¿Quién no desea un legado? Pues los hijos son presentados como esa gran bendición para un matrimonio, son una maravillosa recompensa deseable.
Consideremos también lo que dice Génesis 1:27-28: Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó, y los bendijo con estas palabras: «Sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen a los peces del mar y a las aves del cielo, y a todos los reptiles que se arrastran por el suelo».
Desde el origen mismo del ser humano, al crear Dios al hombre y a la mujer como imágenes suyas, y darles esa dignidad que sólo es para el ser humano, notemos qué palabra se usa para describir la multiplicación de su imagen y la tarea del cuidado que debían tener sobre la creación de Dios: “Y los bendijo con estas palabras”.
Aquel que con su Palabra había creado todo lo que existe, dirigió sus primeras palabras hacia su imagen y éstas fueron palabras de bendición. ¿Y en qué consistía esta bendición especial para su imagen? Sean fructíferos y multiplíquense. La multiplicación de la imagen de Dios no es una carga o un inconveniente, sino una bendición.
Hoy día es común escuchar que se le llama “bendiciones” a los hijos, pero con un sentido sarcástico o burlón: “Aquí con mis bendiciones” (en la selfie, por ejemplo). Y claro que nos da risa cuando lo vemos en un meme en las redes sociales. Pero nuevamente, este es el mundo proclamando su mensaje sutil y cada vez más descarado, de que los hijos son una carga, son inconvenientes para tus sueños y tu realización como individuo.
¿Para qué quieres la responsabilidad de estar cuidando a alguien más? ¿Para qué sacrificar tus metas y sueños por estar cambiando pañales o estar con el inconveniente de no poder hacer lo que quieras porque estás atado a expensas de las necesidades de otro?
Y el mundo refuerza su postulado y lo disfraza con supuestas buenas intenciones y nos dice: ¿Para qué traer a un niño a sufrir a este mundo tan terrible en el que vivimos? Esto se oye muy apelante, porque de esta manera, nos parece más honorable la idea de evitar los hijos porque supuestamente no es por una motivación narcisista o egoísta, sino compasiva y pensando en ellos.
La realidad es que el mundo, desde la entrada del pecado, ya no es un paraíso, y no por eso la Biblia, cambió la perspectiva de ver a los hijos como una bendición. El mundo, por el pecado, siempre ha sido un lugar de sufrimiento, y no por eso, hemos dejado de vivir nuestras vidas y tener bellas y maravillosas experiencias. Nacer y vivir como imágenes de Dios, es algo maravilloso y una bendición.
Tenemos que cuidar nuestros corazones, por estar tanto tiempo dentro del torrente cultural anti hijos, podemos haber comprado sus premisas básicas que derivan en actitudes negativas y equivocadas acerca de los hijos.
Tenemos que cuidar nuestros corazones del mensaje constante del mundo que dice que los hijos sólo arruinarán tu vida perfecta, que los hijos serán la carga más pesada que te toque llevar, que los hijos son inconvenientes para tus planes y sueños y tu realización.
Tenemos que cuidar nuestros corazones de no abrazar las perspectivas del mundo que nos quieren convencer que, una mascota es el “hijo” perfecto, pues no presenta todos los inconvenientes que un hijo conlleva. Ciertamente, podemos disfrutar mucho la interacción con una mascota, y por supuesto, si las tenemos, hay que darles todos los cuidados correspondientes, pero una mascota es una mascota, no es la herencia del Señor, no es la recompensa, no es el legado. No puede ocupar el lugar designado exclusivamente a los hijos.
Como discípulos de Jesús, necesitamos cuidar nuestros corazones y discernir la dirección de la Escritura para combatir contra la fuerte influencia de este siglo. Que nuestras perspectivas sean guiadas por la Escritura y no por la conveniencia, lo que hace la mayoría, lo que se normaliza o lo que se impulsa a través de los medios.
Los hijos son una bendición. La Escritura lo afirma y lo sostiene. La perspectiva bíblica es a favor de los hijos, es pro-hijos. No estamos diciendo con esto que te llenes de hijos sin sabiduría, sin haber pensado bien las cosas, sin haber considerado todos los factores, pero lo que sí estamos diciendo es que nuestra actitud y postura general y de entrada hacia los hijos es que son algo deseable, que son un gran anhelo y recompensa, y que son una gran bendición de Dios. Créelo así. Practícalo así. Modélalo así. Vívelo así.
Los hijos no son una carga, sino una bendición, pero hay una segunda verdad importante y esta es:
Segundo, Los hijos no son nuestros, son del Señor.
Nuevamente el Salmo 127:3 dice: Los hijos son una herencia del SEÑOR, los frutos del vientre son una recompensa.
Debemos dejar bien claro el origen de nuestros hijos. Este texto recalca que los hijos vienen y son del Señor. Son una herencia del Señor. Las herencias no se podían vender a perpetuidad en Israel, porque la tierra era del Señor y las asignaba a cierta familia y debía permanecer en esa familia a perpetuidad. Al hablar de los hijos como la herencia DEL SEÑOR, está marcando de quién son los hijos, de dónde provienen los hijos.
Incluso, en Israel quedaba claro que los hijos no son nuestros, sino del Señor en que había que hacer todo un protocolo para redimir a tu primogénito. En la ley, el Señor había establecido que el hijo primogénito le pertenecía y que las familias debían hacer un sacrificio y una ofrenda para poder rescatarlos. Este era un constante recordatorio para estos padres que sus hijos, no eran suyos después de todos, sino pertenecen al Señor.
Sabes cuándo te das cuenta de esta realidad. Cuando se cumple lo que dice Génesis 2:24: Por eso el hombre deja a su padre y a su madre, y se une a su mujer, y los dos se funden en un solo ser.
Cuando nuestros hijos forman sus propias familias, te das cuenta de que estuvieron bajo tu responsabilidad, cuidado y dirección, pero que no son tuyos, en el sentido absoluto del término, sino son verdaderamente de Dios.
Esta verdad debe guiar todo en cuanto nuestra relación con nuestros hijos. Primero, debemos entender la gran responsabilidad que tenemos en el hecho de que Dios los haya puesto en nuestras manos. Es algo por lo cual daremos cuenta a Dios. Es un gran privilegio, pero es una gran responsabilidad cuidar a los hijos que pertenecen a Dios.
Segundo, no podemos ni debemos aferrarnos a nuestros hijos como si fueran nuestra propiedad. Algún día Dios los reclamará de vuelta. Son suyos no nuestros. No finquemos nuestra identidad y nuestro todo en nuestros hijos. Tu vida es mucho más amplia que el hecho de ser padre o madre.
Tu vida no acaba cuando tus hijos salen de casa a formar sus propias familias. De hecho, así se supone que ocurra. Nunca fueron tuyos en ese sentido absoluto. Los que somos padres tenemos un rol muy especial como tales, pero no es lo que nos da identidad, somos como hijos de Dios, mucho más que ese rol y llamado que Dios nos ha dado.
Entonces, el tiempo que los tenemos no se trata de hacerlos a nuestra imagen, sino de hacerlos a la imagen de aquel que es Su dueño y Señor. Dios nos da los hijos no para que nos adueñemos de ellos, sino para que los crezcamos para su gloria.
Los hijos no son nuestros, sino de Dios. Pero hay una tercera verdad importante para nosotros este día.
Tercero, Los hijos no son para adorar, sino para discipular.
El hecho de tener un hijo es algo tan especial y bello que con mucha facilidad podemos confundirnos en cuanto al propósito de tenerlos. Los hijos son tan especiales que si no cuidamos nuestros corazones podemos comenzar a idolatrarlos. Es decir, que se vuelvan el centro de nuestra adoración, sustituyendo al Señor en nuestros corazones.
Algo así le ocurrió a un hombre llamado Elí en el Antiguo Testamento. Él era sacerdote en Israel y sus hijos también lo fueron, pero sus hijos no tenían temor del Señor y hacían toda clase de barbaridades en el desempeño de su oficio. Elí lo sabía y no puso un alto a sus hijos. Era tal su adoración de sus hijos, que se volvieron el ídolo de su corazón.
Por eso el Señor le dice a Elí en 1 Samuel 2:29: ¿Por qué, pues, tratan ustedes con tanto desprecio los sacrificios y ofrendas que yo he ordenado que me traigan? ¿Por qué honras a tus hijos más que a mí, y los engordas con lo mejor de todas las ofrendas de mi pueblo Israel?
Elí había cambiado la adoración del Señor por la adoración a sus hijos. Y esto nos puede pasar con mucha facilidad por eso debemos estar vigilantes de nuestros propios corazones.
Incluso el anhelo de tener un hijo puede volverse un ídolo de nuestro corazón. Sobre todo, un hijo muy esperado por las dificultades experimentadas para concebirlo, puede volverse un ídolo para esos padres. Tenemos que tener cuidado de nuestros corazones.
¿Cómo cuidamos nuestros corazones de no caer en adorar a nuestros hijos? Los cuidamos enfocándonos en nuestra tarea principal como padres: Discipular a nuestros hijos. Los hijos no son para adorar, sino para discipular. Esto es lo que debe definir tu tarea y tu relación principal con tus hijos.
Debemos enfatizar que los responsables de la formación integral de nuestros hijos somos nosotros, los padres. Somos quienes estamos con ellos el mayor tiempo de sus vidas y pasamos con ellos todo tipo de experiencias cotidianas. Somos los mejor posicionados para imprimir en ellos huellas que perduren toda su vida. Ni sus maestros de la escuela o de la iglesia, ni sus entrenadores, ni ninguna otra persona está mejor colocada para influir para bien en nuestros hijos.
Nuestra tarea es usar toda nuestra influencia para forjar en ellos un amor a Dios por sobre todas las cosas. Como padres, enseñamos con lo que hacemos, decimos, callamos, decidimos, omitimos, en fin, con todo en nuestra vida.
Por lo mismo, debemos vernos, por diseño divino, como los discipuladores principales de nuestros hijos. La iglesia nos puede apoyar en la labor, pero los titulares de este llamado, somos nosotros. Por eso, debemos entender que nunca dejamos de estar en modo “discipulado” de nuestros hijos.
La Escritura es clara cuando dice acerca de los padres en Efesios 6:4: Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor.
El mandato para los padres abarca sólo un versículo y esta dice que los Padres no provoquemos a ira a vuestros hijos o no exasperemos a nuestros hijos.
Cuando se dan instrucciones a los hijos que les ponen en una dirección contraria a la que desean, es inevitable cierto grado de enojo o frustración por su parte. Si el pasaje estuviera diciendo que nunca digamos o hagamos algo que los enoje, entonces simplemente sería imposible cumplir este mandamiento.
Pero el pasaje no está enseñando esto, sino más bien, que tu proceder hacia tus hijos sea en sabiduría, respeto y amor para no provocar que se enojen innecesariamente.
Es decir, este mandamiento no es una licencia para dejar a tus hijos sin corrección e instrucción con tal que no se enojen, sino es un directriz en cuanto el cómo debes tratarlos. De hecho, en el versículo 4 de Efesios 6 se establece lo opuesto de provocar la ira de nuestros hijos: “criarlos en disciplina y amonestación del Señor”. Este contraste nos indica que si estoy enojando innecesariamente a mis hijos no los estoy criando en la disciplina y amonestación del Señor.
Para muchos, las palabras “disciplina” y “amonestación” quieren decir gritos, pellizcos, pescozones, puñetazos, empujones, bofetadas, burlas, insultos, adjetivos ofensivos, amenazas y cosas semejantes. Todo esto cabe en la categoría de exasperación de nuestros hijos y está en contradicción con la disciplina y amonestación del Señor.
De hecho, el verbo “criadlos” nos da la idea de una madre alimentando con ternura a su bebé; así debemos nutrirlos, crecerlos con dedicación, atenderlos y enseñarles el camino del Señor. La disciplina y la amonestación implican la aplicación de principios bíblicos, límites y consecuencias, relación, respeto, ejemplo, confianza, conversación, instrucción, comunicación, perdón y gracia.
Esta es la tarea principal de los padres: crecerlos en la disciplina y amonestación del Señor, es decir, discipularlos.
Proverbios 22:15 dice “La necedad está ligada en el corazón del muchacho; Mas la vara de la corrección la alejará de él”.
El corazón del ser humano es tal que su tendencia es hacia vivir neciamente. A vivir como si Dios no existiera. A vivir sin temor al Señor. Esto terminará con acabar y marchitar su propia vida. Un hijo dejado sin dirección y sin corrección tenderá hacia una vida de necedad.
Por eso, los padres se hacen tan necesarios para dirigirlos, animarlos, exhortarlos, corregirlos, amarlos de tal manera que vayan cambiando, por la gracia del Señor, esa necedad por sabiduría.
Puesto que esta es una realidad en tus hijos, el acto más amoroso que puedes tener hacia tus hijos es precisamente el de corregirlos amorosamente para que vayan dejando su necedad, como nos dice proverbios 13:24: “No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo”.
No hay nada más amoroso de tu parte como padre o madre hacia tu hijo que enseñarle lo correcto y cómo agradar a Dios. A veces tus hijos tendrán que llorar, tendrán que respetar límites, tendrán que experimentar cierto grado de frustración por no poder hacer todo lo que deseen. Pero es necesario crecerlos con disciplina precisamente porque los amas y quieres lo mejor para ellos.
Entonces, en vez de que nuestros hijos se vuelvan el objeto de nuestra adoración, debemos enfocarnos en nuestra tarea principal que es ser los encargados de discipular a nuestros hijos en el disciplina y amonestación del Señor.
Como dijimos al principio, esta no es una lista exhaustiva, hay muchos temas por aclarar y abordar respecto a los hijos. Quedan varias preguntas para abordar, sin duda. Pero esperamos que estos tres temas explorados este día puedan impulsar nuestra reflexión y que se convierta en acciones en nuestras vidas. Acciones que reflejen una cosmovisión bíblica de la familia y la vida.
Por la gracia del Señor, sigamos creciendo y sigamos pensando bíblicamente, para que nuestras familias no sean familias al revés, sino familias de acuerdo con el Evangelio. Familias que reflejen la obra perfecta de Jesucristo por quien podemos tener una relación como hijos del Padre celestial que nos ama y que siempre está con nosotros.