Estaba yo en Orlando, Florida esa mañana del viernes 25 de agosto de 1995 cuando sonó el teléfono alrededor de las 8 de la mañana. Al otro lado, mi madre me dijo: “Delia ya está en la clínica”. Comencé a movilizarme para emprender mi regreso a Mérida. Al poco rato, recibí otra llamada anunciando que ya había nacido mi primogénito y que ambos estaban bien. Traté de conseguir boletos de avión, pero el más cercano que me ofrecían era para el lunes. La única opción era aventurarse a ir al aeropuerto y esperar por si hubiera alguna oportunidad.
Compré el boleto para el lunes, pero me fui al aeropuerto el sábado a esperar una oportunidad. Conseguí avanzar de Orlando a Miami esa misma mañana. El vuelo se atrasó un poco y eso me dejaba menos margen para llegar al único vuelo que salía para Mérida ese día. Cuando recogí apresuradamente mis maletas, observé que una de las cajas que transportaba se había mojado y se estaba despedazando. Así, con mi caja despedazándose, corrí por todo el aeropuerto de Miami para llegar al mostrador de Mexicana, como 20 minutos antes de que despegara el avión.
Me dijeron que les quedaba un lugar, pero no garantizaban que llegaran ese mismo día mis maletas. Tomé la oportunidad y me fui corriendo hasta la puerta de embarque. Prácticamente me estaban esperando porque sólo entré y se cerró la puerta y despegamos. En todo este proceso sólo pensaba en la emoción de ver a mi esposa y conocer a mi recién nacido.
El avión hizo escala en Cozumel, pero se había sobre vendido el vuelo así que nos quedamos un buen rato allá en tanto se arreglaba el problema. Yo sólo miraba mi reloj con desesperación. Por fin llegamos a Mérida y mi cuñada me fue a recoger al aeropuerto. Puse mis maletas en el baúl y cuando quiso arrancar de nuevo, el automóvil sencillamente no arrancó. Se había quedado sin batería. Estuvimos consiguiendo carga y a esa hora de la noche fue un tanto difícil. Finalmente, después de más 15 horas de estar en esta travesía, por fin recuerdo esos últimos pasos subiendo las escaleras hasta el cuarto donde estaban Delia y Josué.
La emoción es indescriptible. Iba a conocer a mi hijo. Entré al cuarto y Allá estaba en su cuna, frágil, vulnerable, indefenso. Lo tomé en mis brazos y fue en ese momento, en medio de la alegría inefable, que me golpeó por primera vez este pensamiento: “Soy padre”. Esa fue la primera vez que sentí la alegría del privilegio de ser padre, pero al mismo tiempo, la gran responsabilidad que conlleva crecer, dirigir y amar a un hijo.
Esos momentos son abrumadores porque te das cuenta de cuán necesitado estás de sabiduría para crecer y dirigir a tus hijos. Ninguno de nosotros está preparado, realmente, cuando te llegan los hijos. Por más previsiones que hayas hecho, nunca te sientes lo suficientemente preparado para encarar la responsabilidad encomendada en tus manos como padre o como madre.
Estoy seguro que, si eres padre o madre, estarás de acuerdo conmigo de que esta tarea que se nos ha encomendado no es nada fácil. Es algo muy complejo y que necesitamos cada día de la gracia del Señor para responder correctamente a los desafíos que presenta la vida con nuestros hijos.
Pero las buenas noticias es que la Palabra de Dios hace sabio al sencillo y Dios ha provisto para nuestra necesidad de sabiduría. Su Palabra es lámpara para dirigirnos en nuestro papel como padres.
Ahora bien, sé muy bien que aquí no todos son padres o madres. Y sé que la tendencia será pensar, “esto no tiene nada que ver conmigo”. Es como que te quiera enseñar a cambiar una llanta ponchada y no tienes automóvil, ni sabes conducir. Pero quiero animarte a no desconectarte porque, aunque es cierto que no tienes hijos, seguramente eres hermano(a), tío(a), amigo(a), en fin, estás rodeado de personas que sí los tienen y un consejo oportuno y bíblico, puede contribuir para el beneficio de la siguiente generación.
Aunque no tengas hijos puedes influir positivamente en la siguiente generación al compartir la enseñanza bíblica con aquellos que sí los tienen. Recuerda que la Escritura no necesita el aval de nuestra experiencia para ser eficaz.
Así que todos necesitamos conocer la enseñanza bíblica respecto a cómo ser padres sabios (tengamos hijos o no) porque hay mucho en juego: Dios nos ha encomendado a una nueva generación en nuestras manos. Y la urgencia de que hagamos algo al respecto se hace evidente por dos realidades y dinámicas particulares:
1. La realidad del corazón de los hijos.
Proverbios 22:15 dice “La necedad está ligada en el corazón del muchacho; Mas la vara de la corrección la alejará de él”.
El corazón del ser humano es tal que su tendencia es hacia vivir neciamente. A vivir como si Dios no existiera. A vivir sin temor al Señor. Esto terminará con acabar y marchitar su propia vida. Un hijo dejado sin dirección y sin corrección tenderá hacia una vida de necedad.
Por eso, los padres se hacen tan necesarios para dirigirlos, animarlos, exhortarlos, corregirlos, amarlos de tal manera que vayan cambiando, por la gracia del Señor, esa necedad por sabiduría.
Puesto que esta es una realidad en tus hijos, el acto más amoroso que puedes tener hacia tus hijos es precisamente el de corregirlos amorosamente para que vayan dejando su necedad, como nos dice proverbios 13:24: “No corregir al hijo es no quererlo; amarlo es disciplinarlo”.
No hay nada más amoroso de tu parte como padre o madre hacia tu hijo que enseñarle lo correcto y cómo agradar a Dios. A veces tus hijos tendrán que llorar, tendrán que respetar límites, tendrán que experimentar cierto grado de frustración por no poder hacer todo lo que deseen. Pero es necesario crecerlos con disciplina precisamente porque los amas y quieres lo mejor para ellos.
La realidad de la necedad en los hijos, hace necesaria la participación activa de los padres, pero hay otra realidad que hace indispensable su participación:
2. La realidad de la responsabilidad e influencia de los padres.
Ese es nuestro punto de partida. Somos la autoridad designada para nuestros hijos y somos la mayor influencia sobre ellos. Por eso nuestra encomienda es muy especial.
Deuteronomio 6:5-9 dice: Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Grábate en el corazón estas palabras que hoy te mando. Incúlcaselas continuamente a tus hijos. Háblales de ellas cuando estés en tu casa y cuando vayas por el camino, cuando te acuestes y cuando te levantes. Átalas a tus manos como un signo; llévalas en tu frente como una marca; escríbelas en los postes de tu casa y en los portones de tus ciudades.
En este pasaje vemos, claramente, que los responsables de la formación integral de nuestros hijos somos nosotros, los padres. Somos quienes estamos con ellos el mayor tiempo de sus vidas y pasamos con ellos todo tipo de experiencias cotidianas. Somos los mejor posicionados para imprimir en ellos huellas que perduren toda su vida. Ni sus maestros de la escuela o de la iglesia, ni sus entrenadores, ni ninguna otra persona está mejor colocada para influir para bien en nuestros hijos.
Nuestra tarea es usar toda nuestra influencia para forjar en ellos un amor a Dios por sobre todas las cosas. Como padres, enseñamos con lo que hacemos, decimos, callamos, decidimos, omitimos, en fin, con todo en nuestra vida.
Por lo mismo, debemos vernos, por diseño divino, como los discipuladores principales de nuestros hijos. La iglesia nos puede apoyar en la labor, pero los titulares de este llamado, somos nosotros. Por eso, debemos entender que nunca dejamos de estar en modo “discipulado” de nuestros hijos.
Padres no podemos abandonar nuestro puesto. No hay nadie que pueda hacer la labor encomendada por Dios como nosotros. En una familia al revés, los padres abandonan su puesto y dejan de ejercer su influencia. En una familia al revés, los padres no alcanzan a dimensionar la gran oportunidad que tienen de invertir sus vidas en la tarea más importante que pudieran imaginar: discipular a sus hijos para que sean hijos del rey e hijos del reino.
Por eso, es indispensable que estemos en esta misión 24/7, 365 días año. Es el mayor proyecto de tu vida.
Proverbios 29:15 lo dice así: La vara y la corrección dan sabiduría, Mas el muchacho consentido avergonzará a su madre.
Una madre o un padre puede prevenir, en gran parte, que su hijo sea su vergüenza en el futuro…¿cómo? Corrigiéndolo a tiempo. Los padres tenemos un poder de influencia que debemos aprovechar para el bien de nuestros hijos. Debemos influir en ellos de tal forma que lleguen a ser sabios.
Proverbios 10:1 dice: El hijo sabio alegra al padre, Pero el hijo necio es tristeza de su madre. ¿Qué tipo de hijo estamos discipulando? Uno sabio o uno necio. El efecto a futuro depende en parte de lo que comiences a hacer diligentemente hoy hacia ellos.
No podemos esperar hijos sabios si no los estamos creciendo en la disciplina y amonestación del Señor, porque recordemos que el principio de la sabiduría es el temor del Señor. Así que los padres somos un factor importante e influyente en el desarrollo de nuestros hijos. Tenemos esa responsabilidad y privilegio.
No cabe duda que necesitamos mucha sabiduría como padres para realizar nuestra tarea con eficacia. ¿Dónde comenzamos? ¿De dónde partimos para lograr tal finalidad? ¿Cómo podemos comenzar a enderezar nuestra familia al revés?
Por supuesto, de la Palabra de Dios. Y en el Nuevo Testamento hay una instrucción que se repite de manera directa para los padres y la encontramos en Efesios 6:4 y Colosenses 3:21.
Efesios 6:4: Y ustedes, padres, no hagan enojar a sus hijos, sino críenlos según la disciplina e instrucción del Señor.
Colosenses 3:21: Padres, no exasperen a sus hijos, no sea que se desanimen.
En ambos pasajes el mandato para los padres abarca sólo un versículo. La instrucción en ambos casos es muy similar: “Padres no provoquéis a ira a vuestros hijos” y “Padres no exasperéis a vuestros hijos”.
Cuando se dan instrucciones a los hijos que les ponen en una dirección contraria a la que desean, es inevitable cierto grado de enojo o frustración por su parte. Si el pasaje estuviera diciendo que nunca digamos o hagamos algo que los enoje, entonces simplemente sería imposible cumplir este mandamiento.
Pero el pasaje no está enseñando esto, sino más bien, que tu proceder hacia tus hijos sea en sabiduría, respeto y amor para no provocar que se enojen innecesariamente.
Es decir, este mandamiento no es una licencia para dejar a tus hijos sin corrección e instrucción con tal que no se enojen, sino es un directriz en cuanto el cómo debes tratarlos. De hecho, en el versículo 4 de Efesios 6 se establece lo opuesto de provocar la ira de nuestros hijos: “criarlos en disciplina y amonestación del Señor”. Este contraste nos indica que si estoy enojando innecesariamente a mis hijos no los estoy criando en la disciplina y amonestación del Señor.
Para muchos, las palabras “disciplina” y “amonestación” quieren decir gritos, pellizcos, pescozones, puñetazos, empujones, bofetadas, burlas, insultos, adjetivos ofensivos, amenazas y cosas semejantes. Todo esto cabe en la categoría de exasperación de nuestros hijos y está en contradicción con la disciplina y amonestación del Señor.
De hecho, el verbo “criadlos” nos da la idea de una madre alimentando con ternura a su bebé; así debemos nutrirlos, crecerlos con dedicación, atenderlos y enseñarles el camino del Señor. La disciplina y la amonestación implican la aplicación de principios bíblicos, límites y consecuencias, relación, respeto, ejemplo, confianza, conversación, instrucción, comunicación, perdón y gracia.
El mandato, entonces, para los padres es que no exasperen a sus hijos. Aquí presento algunos ejemplos de casos cuando los padres exasperamos a nuestros hijos. La lista no es exhaustiva, pero espero que pueda ser útil para revisar si estamos desobedeciendo este mandamiento básico para los padres.
Estamos exasperando a nuestros hijos cuando:
• Usas sarcasmo o burla. Las palabras hirientes y burlescas no corrigen ni instruyen a nuestros hijos, más bien, los lastiman. Decir cosas tales como “¡Pero Si tú eres un angelito inocente!” cuando se quiere implicar lo contrario, es usar nuestras palabras sarcásticamente y exasperar a nuestros hijos.
• Los expones delante de los demás. Cuando publicas sus faltas, malas decisiones y pecados ante su grupo de coetáneos o familiares en vivo o en las redes, no estás siguiendo el mandato bíblico, sino es una especie de venganza de tu parte.
• Cambias la instrucción según tu estado de ánimo. Un día dices que sí y otro, dices que no. ¿La razón? Sencillamente te fue mal en el trabajo o tuviste una discusión con tu cónyuge. La inconsistencia en la aplicación de los principios te resta credibilidad y exasperan a tus hijos porque no saben qué esperar de ti. Lo mejor es que tu “sí” sea “sí” y tu “no, sea no”, sin importar tu estado de ánimo.
• Impones normas que tú mismo no cumples. Las leyes divinas se aplican tanto a padres como a hijos. Tus hijos necesitan ver que eres el primero en someterse a Dios. Es hipocresía decir “La Biblia dice . . .” si la Biblia no es en verdad la autoridad en tu vida.
• Estableces tus preferencias como si fueran mandamientos divinos. Tenemos que reconocer que gran parte de las instrucciones dadas a nuestros hijos, tienen su origen más bien en nuestras preferencias que en la Biblia. Asuntos tales como el color de la ropa, el estilo del cabello, los deportes, el estilo musical, generalmente son apreciados o despreciados debido a nuestra preferencia personal. No trates de elevar tus gustos al nivel del mandamiento bíblico. Pregúntate, ¿Le doy esta orden porque Dios dice que es bueno o es malo? o ¿O es que a mí me gusta o no me gusta? Las reglas de Dios son incuestionables y deben ser cumplidas tanto por padres como por hijos. Pero nuestras reglas, pueden ser cuestionadas, analizadas, e incluso cambiadas si no están siendo cumpliendo el propósito de Dios para nuestra familia.
• No cumples lo que prometes. Esto crea un ambiente de desconfianza en la relación con tus hijos. Los hijos no pueden tomar en serio a un padre o una madre que constantemente les hace ver que su palabra no vale. Sabemos que no siempre puedes cumplir lo que prometes debido a causas que están más allá de tu control. No hay problema si estos eventos ocurren en el contexto de varias promesas cumplidas. El daño real ocurre cuando el incumplimiento de tu palabra es lo que caracteriza tu vida.
• No reconoces tus errores. Todos los que hemos sido hijos podemos reconocer la frustración que trae el tener unos padres que no pueden aceptar sus faltas. Muchos padres creen que si reconocen sus errores ante los hijos, su autoridad quedará menoscabada. Pero esto no sucede generalmente. Los padres que le piden perdón a sus hijos cuando han fallado les están diciendo que pueden confiar en ellos, que están tratando de ser una autoridad justa y que en verdad se interesan por ellos. No temas reconocer tus faltas y pedir perdón a tus hijos. Esto será un bálsamo para la relación con ellos.
• Los comparas con sus hermanos o coetáneos. Cuando comparas a tus hijos entre sí, estás fomentando las envidias, orgullos y rencores entre ellos. Recuerda que cada uno de tus hijos es diferente. Tienen debilidades y fortalezas distintas. A algunos les será más fácil hacer ciertas cosas que a otros. Reconoce esas diferencias, estúdialas y aprovéchalas. El modelo para tus hijos no es su hermano o hermana, sino Cristo.
• Su dominio propio es mayor que la libertad otorgada. Las libertades que concedas a tus hijos deben estar en proporción directa a su dominio propio. Cuando no sigues este principio y los limitas en cosas para las que ya han demostrado el dominio propio suficiente, los exasperas pues no reconoces su madurez en ese aspecto. Asegúrate de no estar restringiendo aspectos de sus vidas en las que ya deberías darles mayor libertad.
• Traes al presente asuntos atendidos y cerrados en el pasado. A nadie le gusta que sus faltas sean recordadas e inmortalizadas. Cuando repasas asuntos ya tratados y cerrados en el pasado, lo único que haces es exasperar a tus hijos y ser un ejemplo deficiente de lo que significa perdonar.
• Sentencias sin haber escuchado. Debemos recordar que nuestra autoridad como padres es delegada por parte de Dios. El es justo, y el ejercicio de nuestra autoridad debe reflejar este aspecto de su carácter. No tomes decisiones apresuradas. Escucha todos los datos, pregunta, aclara, comprende, ora, piensa y luego, emite tu veredicto.
• Hablas con ellos sólo cuando han hecho algo malo. Lamentablemente, muchos padres sólo nos acercamos a nuestros hijos cuando hay algo malo para corregir. El proceso de la disciplina y la amonestación del Señor no sólo se trata de corregir, sino, sobre todo, de instruir, enseñar, dirigir, animar y estimular. La corrección es efectiva dentro del contexto de una relación de confianza e interés.
• Te preocupa más tu reputación como padre que el bienestar espiritual de tu hijo. “¿Y que van a decir los demás?” es la primera pregunta de los padres que les interesa más su reputación que la de Dios. Te das cuenta que este es tu caso cuando una falta que no te afecto cuando estabas asolas con tu hijo, se vuelve una ofensa mayor cuando sucede en público. En tales casos, la honra de Dios y el estado espiritual de nuestros hijos son desplazados por una preocupación por nuestra reputación. Pongamos nuestras prioridades en orden.
• Hablas con ellos como si fueran casos perdidos. Muchos padres pierden de vista el poder del evangelio y hablan con sus hijos como si ya no tuvieran remedio. No hay nadie tan torcido que el poder de Cristo no pueda enderezar. Habla con tus hijos como embajador de aquel que hace todas las cosas nuevas. Mientras haya vida, el cambio es posible.
Su sentimos que nuestra familia está al revés, debemos comenzar por preguntarnos cuál ha sido nuestra parte en la erosión de la relación con nuestros hijos. Si alguna o varias de estas pautas pecaminosas caracterizan la relación con nuestros hijos, es probable que hayamos tenido mucho que ver en el alejamiento y la problemática.
De todas maneras, no nos desanimemos. ¡Hay buenas noticias! ¡Hay esperanza! ¡Todavía estamos a tiempo! Gracias a la vida, muerte y resurrección de Jesucristo podemos ser parte de una nueva humanidad que no tiene que vivir con sus familias al revés.
En Cristo, la gracia, el arrepentimiento, el perdón y la obediencia a la Palabra de Dios pueden lograr que las relaciones más deterioradas se revitalicen para la gloria de Dios.
Ser padre es una bendición, un privilegio y una responsabilidad. Pero no estamos solos ante tal inmensa tarea. La gracia del Señor está con nosotros para hacernos cada día mejores y más sabios padres para la gloria de nuestro Dios.
Comienza, humildemente, arrepintiéndote y pidiendo perdón a Dios y a tus hijos por aquellas ocasiones en los que dejaste sin la sabia disciplina y amonestación del Señor.
Confía en la Palabra, vuélvete un estudioso de los principios bíblicos y ama a tus hijos tanto como para no abandonarlos sin corrección y amonestación en el Señor.
Al final podrás tener la satisfacción de haber dejado un legado de fe y vida en la siguiente generación. Una generación que conozca al buen Padre celestial que nos ama y que está con nosotros siempre.