Recuerdo en una ocasión, haber estado platicando con una persona y me estaba relatando lo que alguien le había hecho. Se veía muy afectada por todo lo que le habían hecho y por la manera en que hablaba, parecían eventos recientes. Recuerdo que en un momento dado de la plática llegó a comentar: “Eso jamás se lo voy a perdonar”.
Ya entrados un rato en la plática, se me ocurrió preguntarle acerca de cuándo se habían dado los hechos; para mi sorpresa estábamos hablando de hechos que tenían más de una década y la persona en cuestión ya hasta había muerto. Pero tristemente, esta persona seguía arrastrando este asunto interno y le afectaba grandemente aún en su presente.
Todos tenemos asuntos internos, asuntos del corazón, que hay que atender porque, aunque muchas veces los demás no lo noten, son asuntos que carcomen por dentro a la persona y hacen que nuestras vidas se estanquen.
Este mes estamos hablando de estos asuntos internos que es necesario atender desde la perspectiva bíblica. Porque el Señor en Su Palabra nos habla de las dinámicas invisibles de nuestros corazones que afectan nuestras vidas y también nos da las buenas noticias del evangelio que nos traen la esperanza de una transformación real de dentro para afuera. El evangelio también atiende esos asuntos internos del corazón.
Hemos hablado ya de asuntos internos tales como la ansiedad y la vergüenza, y hoy estaremos hablando de otro de estos asuntos, tal y como es la amargura.
¿A qué nos estamos refiriendo cuando hablamos de amargura? La amargura es una especie de enojo interno alojado en lo profundo del corazón. A veces, el único enterado de ese enojo oculto es la persona misma (y por supuesto, Dios que todo lo ve).
La amargura es un enojo instalado en el corazón, que ha hecho su residencia en él y que no simplemente reacciona a alguna ofensa, sino que forja una actitud general y global en contra del ofensor.
El enojo común responde a un incidente: “Estoy enojado por lo que hiciste”. Pero la amargura va más profundamente para forjar una actitud – una postura o posición fija o constante - en contra del ofensor: “Tengo esta amargura hacia ti, porque eres una persona malvada”. Ya casi no importa lo que haga o no haga la otra persona, nuestra actitud de enojo es constante hacia el otro.
¿Puedes reconocer algo en tu vida en lo que hayas llegado a la amargura? Es decir, aunque es un asunto ocurrido en el pasado, todavía tiene su dicho en tu presente, lo revives, te vuelve a enojar casi como si te lo acabaran de hacer, comienza a determinar con quien hablas, a donde vas y qué haces o no haces. Ese enojo callado y constante que grita en tu interior y afecta tu humor, tu trato y tus relaciones presentes es amargura.
¿Será que la Biblia nos habla de esto? ¿Será que la Biblia nos enseña el camino hacia la libertad de la amargura?
Pues efectivamente, como todo lo que está relacionado con nuestras vidas y nuestro mundo, la Escritura nos habla de lo que necesitamos creer y hacer para enfrentar la lucha contra este asunto interno, contra este asunto del corazón.
Y para ello, vamos a enfocarnos, principalmente, en unos cuantos versículos de Efesios 4.
Efesios 4:31 y 32 nos dice: Abandonen toda amargura, ira y enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia. Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.
Todo asunto interno de nuestros corazones tiene que ver con lo que creemos de Dios, de nuestras circunstancias y de nosotros mismos. Por eso, en la Escritura veremos que siempre llegamos al mismo punto de partida para atender a estos asuntos. Siempre tendremos que aterrizar en quién es Dios, qué ha hecho Dios y qué quiere Dios de nosotros para poder ser libres de estos asuntos, incluyendo la amargura.
Nuestro pasaje comienza dando una instrucción puntual (v.31): “Abandonen toda amargura, ira, enojo, gritos y calumnias, y toda forma de malicia”. Como vemos, la amargura es puesta juntamente con otros pecados como la ira, el enojo, los gritos, pues está en un rango parecido de acción. Y hay algo que debemos hacer con la amargura y esto es abandonarla, alejarnos o quitarla de nosotros.
Es interesante que se nos ordene abandonar la amargura, cuando lo que menos hacemos es eso. Aunque la amargura nos está consumiendo por dentro, pareciera ser como que nos aferramos a ella. Como que no queremos soltarla ni dejarla ir. Como que queremos mantener ese enojo contra esa persona. Sentimos qué, si dejamos ese enojo, sería como decir que la otra persona no es culpable del daño cometido y como que sería injusto dejarlo así nada más.
Pero Dios es sabio y su voluntad santa, si él nos está diciendo que sus hijos debemos dejar ir, soltar, despojarnos, abandonar la amargura, lo mejor que podríamos hacer es seguir su voluntad.
Lo primero que vemos entonces, es que la amargura no es parte de la manera en la que debe vivir alguien que ha nacido en Cristo. La amargura es incompatible con la vida nueva que agrada al Señor. Por eso, se nos dice que la abandonemos.
En toda esta sección de la Epístola, después de hablar de todas las obras de gracia del Señor en favor de los que están en Cristo, comienza a aterrizar las implicaciones de formar parte del pueblo redimido por gracia y nos aclara que hay una manera nueva de vivir en Efesios 4:22-23: Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad.
Este es el punto de partida para ir abandonando la amargura. La amargura forma parte del ropaje de la vieja naturaleza, esa naturaleza que está corrompida por los deseos engañosos. La amargura forma parte de esos deseos engaños que, ahora que estamos en Cristo, son contrarios a la nueva naturaleza a la que hemos nacido por el Espíritu Santo. Esa nueva naturaleza, como dice el pasaje, es creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad.
Y esta es la buena noticia para ti y para mí que estamos luchando con la amargura. No tenemos que vivir para siempre así, porque ahora en Cristo ha sucedido algo extraordinario porque tenemos, por su gracia, una nueva naturaleza ya operando que va en contra de todo lo que era la vieja naturaleza, pues ésta ha sido creada para reflejar la imagen de Dios, mostrando la verdadera justicia y santidad del Padre.
Si estás en Cristo, yo quiero decirte que has sido equipado para que, por la obra del Espíritu Santo, puedas escuchar la instrucción de abandonar la amargura y no sólo tener la disposición de hacerlo, sino la habilitación para dar los pasos necesarios para alejarla de tu vida. ¡Hay esperanza de liberarnos de la amargura en virtud de la obra de Cristo en nuestras vidas! ¡Estas son buenas noticias! Y esto es lo primero que quisiera que nos quede claro.
Pero esto no quiere decir que no vaya a existir una lucha en nosotros. La lucha es real, pero la provisión de Dios para sus hijos en Cristo Jesús es mayor.
Entonces, nos queda claro que un hijo de Dios no puede quedarse conforme con estar viviendo en amargura sino debe presentar una buena batalla para abandonarla, quitarla o alejarse de ella.
Pero la pregunta ahora sería, ¿Cómo le hago? ¿Hacia dónde dirigirme? ¿Qué puedo hacer? Lo primero es revisar nuestras creencias fundamentales acerca de Dios, de las circunstancias y de nosotros mismos.
La amargura se nutre de ciertas creencias falsas a las que nos aferramos respecto de Dios, de las circunstancias y de nosotros mismos. Al aferrarnos a creencias mentirosas o alejadas de la verdad de la Escritura, comenzamos a perpetuar la amargura en nuestros corazones.
Así que un primer paso sería revisar nuestro sistema de creencias reales, prácticas y funcionales acerca de Dios, de las circunstancias y de nosotros mismos.
En el versículo 32 de Efesios 4 nos dice: Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.
Este versículo es la estrategia del apóstol para luchar en contra de la amargura de la que nos advirtió en el versículo previo. Nos llama a tener nuestras mentes conscientemente controladas por el perdón de Dios que viene a través de la muerte de Jesús en la cruz. Quiere decir que a medida que entendamos cada vez más la obra poderosa de nuestro Señor encarnado, crucificado y resucitado, estaremos más impulsados a perdonar a los demás y abandonar la amargura.
En estos versículos subyacen varias creencias importantes para aquellos que luchamos por alejar nuestro corazón de la amargura. Hay varias verdades de la Escritura que nos ayudarán a abandonar la amargura.
Verdad #1. Dios es el único juez justo en el cielo y la tierra.
Una de las razones por las que nos aferramos al enojo por las ofensas cometidas contra nosotros y que se convierte en amargura es porque sentimos que, si soltamos a esa persona de la cárcel de nuestro corazón, habrá una injusticia tremenda, porque su pecado quedará impune. En el fondo estamos creyendo la mentira de que tenemos que ser nosotros mismos los que juzguemos y condenemos porque no hay un juez justo sobre la tierra.
Pero la realidad es que, si nos llenamos de amargura, estamos usurpando el lugar de Dios como Juez. ¿Qué papel asumimos cuando mantenemos la amargura en contra de alguien? Estamos fungiendo como jueces. Evaluamos la evidencia en contra de alguien, rendimos un veredicto y lo declaramos culpable.
Santiago 4:12 nos dice: “No hay más que un solo legislador y juez, aquel que puede salvar y destruir. Tú, en cambio, ¿quién eres para juzgar a tu prójimo?” Las personas con amargura ocupan el trono del único legislador y juez.
O consideremos las palabras tan conocidas de Pablo en Romanos 12:19: “No tomen venganza, hermanos míos, sino dejen el castigo en las manos de Dios, porque está escrito: «Mía es la venganza; yo pagaré», dice el Señor.” La mayoría de las personas sabe que está mal vengarse; pocos entienden el porqué. La razón no es porque los actos malvados no ameriten la venganza. Por supuesto que sí la ameritan. El punto del pasaje es que la venganza le corresponde a Dios, no a nosotros: “Mía es la venganza. Yo pagaré”.
Debemos confiar que Dios es Dios y es el único juez justo sobre la tierra. Y no tomará por inocente al culpable. No tienes que usurpar el lugar de Dios en la cárcel de tu corazón. No tienes que mantener cautivo como reo de muerte al que te ha hecho daño. No tienes que seguir viviendo atrapado en la amargura. Hay un juez justo sobre la tierra quien toma en serio la justicia. Deja lugar a la ira de Dios. Deja ir la ilusión de que tu justicia es mejor que la de Dios. Confía en que el justo vengador hará justicia a su tiempo y a su modo. Confía en él y sé libre de la amargura.
Verdad #2. Dios nos ha tratado con misericordia y compasión inigualables.
Si nuestro corazón se ha llenado de amargura es porque estamos perdiendo de vista el inigualable trato que hemos recibido por parte de Dios. Esto es vital. Cuando sólo veo las faltas de los que me lastimaron, no hay razón alguna para dejarlos libres de la cárcel de mi corazón, pero cuando miro el trato que he recibido por parte del Señor entonces cambia la perspectiva radicalmente.
Si mi corazón se ha llenado de amargura es que he perdido de vista cuánto necesito la misericordia de Dios y cuán enorme es el perdón que se me ha concedido en Cristo. Por eso, el apóstol pone como base para poder perdonar a otros el perdón que hemos recibido, nos dice: “Así como Dios les perdonó a ustedes en Cristo”(v.32).
Cuando mi corazón está lleno de amargura estoy haciendo a un lado mi necesidad apremiante del perdón de Dios, estoy considerando que soy mejor que mi ofensor y estoy menospreciando el sacrificio necesario de Cristo a favor del peor de los pecadores que soy yo.
Mientras más clara tengamos la necesidad del perdón y la misericordia de Dios, mientras más conscientes estemos del perdón y misericordia de Dios hacia nosotros, más dispuestos estaremos a abrir las celdas de nuestros corazones para dejar libres a los cautivos, así como Dios en Cristo nos hizo libres de la condenación.
Si nos llenamos de amargura, olvidamos que también nosotros, como pecadores, somos capaces de cometer los mismos pecados, y que la misma raíz de pecado quizá ya reside en nosotros. Y que necesitamos urgentemente el perdón y la misericordia del Señor.
Comienzan con sentimientos como estos: “Yo nunca le haría a alguien lo que él me hizo”. “No puedo creer que haya hecho eso; yo nunca se lo hubiera hecho”. Pero la Biblia nos cuestiona si realmente podemos estar tan seguros de que no haríamos eso. ¿Qué tan confiados debemos estar de que nunca cometeremos algún pecado en específico?
En igualdad de circunstancias, ¿Cómo podemos tener tal certeza de que nunca haríamos lo que el ofensor nos hizo? ¿Cómo podemos realmente saber que, dadas las mismas circunstancias, ambientes, tentaciones y provocaciones, no cometeríamos los mismos actos hirientes?
Proverbios 16:18 nos advierte de nuestro grave peligro: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, Y antes de la caída la altivez de espíritu”. El apóstol Pablo ofrece la misma advertencia: “Por lo tanto, si alguien piensa que está firme, tenga cuidado de no caer” (1 Corintios 10:12). En nuestra amargura, ingenuamente, pensamos que somos superiores moralmente y que somos invulnerables al autoengaño. Por eso nos sentimos superiores a nuestros ofensores y llenamos nuestro corazón de amargura contra ellos.
Mientras más conscientes estemos del maravilloso trato de gracia que Dios tuvo hacia nosotros los grandes pecadores, estaremos más dispuestos a liberar a los que mantenemos cautivos en nuestros corazones por la amargura. La gran verdad del evangelio es que Dios nos trató de una manera insuperable e inigualable por su maravillosa y sublime gracia.
Verdad #3. Dios espera que tratemos a los demás como él nos ha tratado.
Efesios 4:32 recalca que lo opuesto a la amargura es precisamente: “Más bien, sean bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo.
El contraataque a la amargura es tratar con bondad, compasión y perdón a los demás. Esto es algo no esperado e imposible de realizar por mero esfuerzo humano.
La gente nos maltrata, a veces, de maneras espantosas. Los cónyuges nos fallan. Los hijos se rebelan. Los jefes despiden injustamente. Los amigos mienten. Los pastores fallan. Los padres nos dan la espalda. Las heridas son reales y ese enojo no atendido con el tiempo se puede volver amargura.
¿Cómo no acabar en la amargura al considerar la seriedad y gravedad de las afrentas reales que la gente puede hacernos? Pero este pasaje nos llama a enfocarnos no en las faltas de los demás, sino en nuestra responsabilidad delante de Dios.
Si has experimentado la bondad, la compasión y el perdón de Dios no hay manera de evadir esta responsabilidad. El gozo de haber recibido ese trato de parte de Dios, nos obliga, nos impulsa, nos constriñe a dar ese mismo trato a los que nos han tratado mal. La gracia recibida ha de convertirse en gracia compartida.
Para poder hacer esto siempre hay que mantener a la vista lo que Dios ha hecho por nosotros. Si no viéramos las faltas de los demás a la luz del trato que hemos recibido por parte de Dios, simplemente sería un verdadero sin sentido el tratar con compasión y misericordia al que me ha hecho mal.
Platicaba con una persona cuyo padre lo había abandonado cuando tenía 2 años y él y su mamá pasaron muchos trabajos para salir adelante. Esta persona manifiesta amargura hacia su padre por esto. Pero esta persona no es creyente y él me preguntaba por qué debía perdonar a su padre, por qué debía liberarlo de la cárcel de su corazón.
La verdad lo más que pude decirle es que hacerlo le haría bien a él. Pero hablándole con sinceridad, le tuve que decir que, si él no ha experimentado el perdón de Dios en su vida, comprendo cómo es que no le ve sentido alguno al hecho de otorgar el perdón a su padre malo. Porque en el fundamento del perdón otorgado, está el perdón recibido. Me agradeció la explicación de la enseñanza cristiana del perdón. Mi oración es que un día él pueda liberar a su padre de la cárcel de su corazón, porque eso significará que su corazón ha sido liberado por el perdón de Dios en su vida.
Mis hermanos, Dios nos ha capacitado en Cristo para dar el mismo trato que hemos recibido de él a los demás. Dios nos sólo espera que actuemos así, sino nos ha dado todo lo que requerimos para hacerlo por su misericordia, en Cristo. Por mero esfuerzo humano esto es imposible, pero por su gracia, lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios.
Nunca comprenderemos todo el potencial que hay en alguien que ha experimentado el perdón de Dios en su vida y en cuyo corazón habita el Espíritu del Dios altísimo.
Por eso, en Cristo podemos ser intencionales en poner en práctica estas instrucciones. Para batallar de maneras prácticas contra la amargura, apliquemos acciones intencionales que den un trato compasivo, bondadoso y perdonador hacia aquellas personas contra quienes hemos manifestado amargura. Te recuerdo, por lo menos, tres que Jesús mismo nos enseñó:
1. Ora por ellos. (Mateo 5:44b: “Oren por quienes los persiguen”; Lucas 6:28b: “Oren por quienes los maltratan”). Esto es muy práctico y muy específico. Ora con tu hijo por ese niño que lo trataba mal en la escuela. Ora por la persona de tu trabajo que se burlaba de ti por ser cristiano. Ora por tu cónyuge que es duro en su trato. Ora por el pariente que ha abusado de tu confianza. La oración constante e insistente a favor de personas por quienes guardas amargura irá haciendo un cambio en tu corazón y actitud hacia ellos.
2. Bendícelos con tus palabras. (Lucas 6:28: “Bendigan a quienes los maldicen”). Bendice con tus palabras a las personas que te ofenden, lastiman y destruyen con sus palabras. Bendice a los que chismean de ti, te calumnian y denigran. No devuelvas las mismas palabras con que las que te tratan. Usa tu boca para edificar, animar y bendecir.
3. Hazles el bien. (Lucas 6:27 “hagan bien a quienes los odian”). Barre la entrada de tu vecino que te arroja sus hojas a la puerta de tu casa. Dale un regalo a la señora grosera de la esquina. Si ves en necesidad a la persona que busca tu mal, procura ayudarla. Haz algo bueno hacia tu cónyuge que no te ha tratado como debiera. En tanto sea posible, usando sabiduría, sé intencional en hacer buenas obras que beneficien a esas personas para la gloria de Dios.
Qué triste es que por la amargura tu vida no esté floreciendo como debiera. La amargura nos esclaviza, aferrarnos a ella es llevar tu vida por un sendero de necedad. Pero la buena noticia es que Cristo nos hace libres de ella.
No tenemos que seguir viviendo con esa actitud amarga de resentimiento y enojo contra alguien porque un día Cristo nos amó y se entregó por nosotros. Si hemos sido perdonados por su gracia, podemos abrir las celdas de nuestros corazones y liberar a los cautivos que, por la amargura, hemos tenido retenidos.
Sé libre de la amargura, porque Cristo te ha amado y te ha perdonado, y ahora en su poder y gracia, puedes tratar a otros como él te ha tratado para la gloria de Dios.