Los discípulos de Jesús un día se dieron cuenta de que no sabían orar y le pidieron a Jesús: ¡Señor enséñanos a orar! ¡Señor no sabemos orar como tú lo haces! ¡Necesitamos que nos enseñes!
Y en respuesta a esta petición, Jesús enseñó a sus discípulos (y a nosotros) a orar verdaderamente de acuerdo con la voluntad de Dios. De ahí surgen esas palabras tan especiales que se les ha conocido en la historia de la Iglesia como “la oración del Señor” o el “Padre Nuestro”.
Este mes, en nuestra serie de sermones, hemos estado haciendo la misma petición al Señor. Reconociendo nuestra carencia y nuestra limitación en el rubro de la oración le estamos pidiendo al Señor que nos enseñe a orar.
No cabe duda, que nosotros al igual que los discípulos necesitamos aprender a orar. Y precisamente, todo este mes estamos considerando el Padre Nuestro para aprender a orar de la forma en la que Jesús enseñó a sus discípulos desde el principio.
Queremos alinear las prioridades, énfasis y enfoque de nuestras oraciones a lo que enseña la infalible Palabra del Señor al respecto.
Hoy continuamos explorando la oración del Señor, tal como se nos presenta en el evangelio de Mateo capítulo 6 versículos 9 al 13.
Y en particular nos centraremos en la cuarta frase de la oración del Señor. Dice Mateo 6:12, Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores.
Como hemos visto en semanas anteriores, muy diferente a la tendencia de nuestras oraciones, Jesús nos ha enseñado que la oración no se trata principalmente de desahogar nuestras necesidades, como hubiéramos pensando, sino se trata de centrar nuestros corazones en Dios. Lo primero en la oración, como hemos visto, es centrar nuestro corazón en él y reconocer que su nombre es santo y su reino es lo más importante. Por eso oramos: “Santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Sea hecha tu voluntad en la tierra, así como en el cielo”.
A partir de la tercera frase de la oración del Señor, “Danos hoy nuestro pan cotidiano”, la oración de Jesús ya se está tornando, aparentemente, más enfocada a nuestras necesidades fundamentales. Al comenzar a hablar de “Pan” ya está hablando de algo que entendemos más, porque tiene que ver con algo que necesitamos todos los días.
Pero aun hablando con Dios de lo que necesitamos cada día, cosas como el pan diario, la oración no se centra en nosotros sino en Dios. Jesús nos enseña que aun hablando con Dios acerca del pan diario, nuestro corazón debe permanecer centrado en él, no en los regalos que nos da. Nuestra confianza debe permanecer centrada en él, no en las bendiciones con que nos responde la oración.
Nuestra dependencia debe estar en él, no en nuestros esfuerzos o cosas buenas que vienen por su gracia. Al terminar de orar por nuestras necesidades, nos debe quedar claro que, aunque no tengamos las cosas que pedimos de la manera y en el tiempo que deseábamos, tenemos siempre y con toda seguridad, lo mejor de lo mejor en la vida: a nuestro Dios.
Y ahora al considerar la cuarta frase de esta oración modelo de Jesús, Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores, de igual forma está llevando a centrar nuestros corazones en el Señor, aunque estemos hablado de nuestra necesidad de relaciones reconciliadas con el prójimo.
Aun hablando de algo cotidiano y personal como son las relaciones con los que nos rodean, con todas sus complejidades y aristas, la oración no nos lleva a pensar primeramente en nosotros, sino en nuestra relación con Él. Al estar pidiendo por mis relaciones con los demás, la oración no me permite ver estas relaciones fuera del contexto de mi relación con Dios, sino al contrario, me obliga a considerar primeramente el trato de Dios hacia mí, para que sea mi guía de mi trato hacia otros en el plano horizontal.
Por eso este día decimos: Al orar hagamos evidente que nuestra relación con otros está ligada a nuestra relación con el Padre celestial.
No podemos desvincular nuestra relación con Dios de nuestra relación con el prójimo. Estas relaciones “amor a Dios y amor al prójimo”, siempre van de la mano, incluso en la oración. No puedo decir “estoy bien con Dios”, si estoy mal con mi hermano. No puedo decir: “Yo amo a Dios”, si aborrezco a mi hermano. Nuestra relación con Dios siempre marca la pauta de nuestra relación con nuestro prójimo. Y esto debe ser muy evidente cuando llegamos en oración ante el Padre celestial.
En Mateo 6:12, Jesús nos dice que pidamos perdón por nuestras deudas. El pasaje paralelo de Lucas 11:4 habla de “pecados” y esto da mucha más claridad de lo que estamos hablando. En la cuarta frase de esta oración estamos hablando de lo que estorba y daña nuestra relación con Dios, esto es nuestros pecados en contra de nuestro Santo Dios y Padre.
Y Jesús nos está enseñando que oremos, con intencionalidad y humildad, suplicando el perdón de esas deudas o pecados. El perdón del Padre celestial, es tan importante como el pan de cada día, como para haberse posicionado en esta oración modelo.
Todos los días necesitamos el perdón de nuestras deudas o nuestros pecados. Todos los días debemos apelar a la sublime gracia del Padre reconociendo nuestra bancarrota, nuestra necesidad, nuestra fragilidad para recibir de él, el maravilloso perdón que tenemos por la obra perfecta de Cristo a nuestro favor.
Creo que nadie que crea en la Escritura y conozca su propia vida, podría estar en desacuerdo de que esta es una necesidad fundamental para nuestras vidas, esto es, el perdón de nuestro Padre celestial. Pero Jesús no pierde la oportunidad de recordarnos de que esto no sólo tiene que ver con Dios, sino que debido a nuestra relación con Dios y partiendo de ella, tenemos que considerar la relación que tenemos con otras personas entre las que vivimos, somos, jugamos y trabajamos.
Y vincula de una manera muy directa el perdón que recibimos de parte de Dios y el perdón que nosotros otorgamos en las relaciones con personas a nuestro alrededor. No nos permite separar nuestras relaciones con otros de nuestra relación con Dios. No nos permite separar la necesidad de recibir el perdón de Dios de la responsabilidad de otorgar el perdón al prójimo. Y dice: Perdónanos… “como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores”.
Y es aquí donde se complican las cosas. Porque una cosa es necesitar y solicitar el perdón de Dios, pues estamos conscientes de que le hemos fallado tanto. Y otra cosa es otorgar el perdón a las personas que nos han defraudado, nos han traicionado, nos han ofendido, nos han ridiculizado, nos han perjudicado, nos han lastimado. Y Jesús, no nos permite ver estas dos realidades, nuestra necesidad del perdón y nuestra responsabilidad de otorgar el perdón, como dos cosas separadas. En la economía de Dios, el perdón que nos otorga es la fuente del perdón que debemos otorgar. Por eso, al enseñarnos a orar, Jesús nos está diciendo que mantengamos estas dos realidades juntas todo el tiempo. Es decir, que Al orar hagamos evidente que nuestra relación con otros está ligada a nuestra relación con el Padre celestial.
Y es que esta verdad es algo que necesitamos todos los días. Porque vivimos rodeados de personas que tarde o temprano harán algo malo o desagradable en contra de nosotros, y al hacerlo adquieren con nosotros, una especie de “deuda” que sentimos que debemos cobrar a la brevedad posible.
Así se siente cuando alguien hace algo en nuestra contra. Se siente como que tienen una deuda con nosotros. Algo se llevó esa persona: mi dignidad, mi tranquilidad, mi patrimonio, mi familia, mi paz. Y esa deuda no se puede quedar así no más, sino que queremos cobrarla.
Ese cobro de la deuda puede ser de varios modos:
• Guardamos coraje o rencor en nuestro corazón. Y nos volvemos rumiantes del enojo. Nos quedamos pensando y recordando lo que nos hicieron: “No lo voy a perdonar más…esta vez no”.
• Guardamos nuestra lista de faltas para sacarla a relucir cada vez que se ofrezca la oportunidad. Nos ponemos muy históricos y nos pasamos repitiendo las faltas que ha cometido la otra persona desde el día que la conocimos. Decimos: “Yo perdono, pero no olvido”.
• Hablamos mal de la otra persona, chismeamos, nos quejamos, nos alejamos.
• Comenzamos a justificarnos a nosotros mismos para no buscar la reconciliación… “Si cedo, abusará de mí”. “Siempre soy yo quien busca la reconciliación”, “No tengo ganas de perdonarlo”.
En fin, retenemos al ofensor como “deudor” el mayor tiempo posible. Pero la verdad es que en nuestras relaciones en general, lo único que podrá destrabar las relaciones atoradas, restaurar las relaciones rotas, reencausar los afectos correctos, es precisamente, el perdón. La gente que nos ofende, no puede reparar totalmente el daño, aunque se esfuerce, siempre es necesario, tomar la decisión de cancelar la deuda. Precisamente eso es el perdón, “cancelar la deuda y tratar con misericordia al ofensor”.
Y Jesús, hablando del mismo tema, en el evangelio de Mateo 18:23-34 relató una parábola que es conocida como la parábola de los dos deudores, que ilustra esta realidad del vínculo inseparable que hay entre el perdón recibido y el perdón otorgado.
Y cómo el perdón recibido de parte de Dios se vuelve un mandato bíblico del perdón a los demás. Es decir, que para los que hemos sido perdonados por Dios en Cristo, conceder el perdón a aquellos que nos ofenden no es algo opcional.
Jesús relató que cierto rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo, se le presentó uno que le debía miles y miles de monedas de oro. Como él no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenía, para así saldar la deuda.
El siervo se postró delante de él y le rogó “Tenga paciencia conmigo y se lo pagaré todo”. El Señor se compadeció de su siervo, le perdonó la deuda y lo dejó en libertad. Al salir, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros que le debía cien monedas de plata. Lo agarró por el cuello y comenzó a estrangularlo. Le exigió: “¡Págame lo que me debes!”. Su compañero se postró delante de él y le rogó: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré”. Pero él se negó.
Lo hizo meter en la cárcel hasta que pagara la deuda. Cuando los demás siervos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su señor todo lo que había sucedido. Entonces, el señor mandó llamar al siervo. “¡Siervo malvado! – le dijo -. Te perdoné toda aquella deuda porque me lo suplicaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu compañero, así como yo me compadecí de ti?” Y enojado, su señor lo entregó a los carceleros para que lo torturaran hasta que pagara todo lo que debía.
Al terminar de relatar esta parábola Jesús concluyó diciendo: “Así también mi Padre celestial los tratará a ustedes, a menos que cada uno perdone de corazón a su hermano” (Mateo 18:35)
¡Qué palabras más fuertes! Pero nos está diciendo lo mismo que Jesús nos enseñó a orar en su oración modelo: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores. Para los que hemos sido perdonados, otorgar el perdón no es una opción.
Y no sólo aquí vemos esta conexión, sino en otros pasajes del Nuevo Testamento como Efesios 4:32 lo recalcan; dice que seamos “bondadosos y compasivos unos con otros, y perdónense mutuamente, así como Dios los perdonó a ustedes en Cristo”. De nuevo, se establece esa conexión inseparable que hay entre el perdón recibido y el perdón otorgado. Aunque esto sea algo complejo, al mismo tiempo son buenas noticias. Después de todo, ¿Cómo poder perdonar las faltas de otros? La única respuesta está en el perdón que hemos recibido.
Mientras te enfoques en la falta de tu prójimo jamás podrás perdonar, pero cuando te enfocas en el perdón que has recibido, entonces, puedes hallar aliento y fortaleza para dar el paso de obediencia.
¡Quién más puede perdonar sino aquel que ha conocido el verdadero perdón inmerecido de nuestro Padre celestial!
Ahora bien, ¿Qué implica perdonar? ¿Cómo se ve el perdón? Siguiendo la pauta que marcan los pasajes que hemos considerado hasta ahora, podemos decir que el perdón incluye dos cosas muy importantes: la cancelación de una deuda y un trato misericordioso.
En primer lugar, como hemos dicho cuando alguien peca contra nosotros adquiere una especie de deuda con nosotros. Sentimos que nos debe algo. Sus palabras y acciones nos privaron de algo que nos correspondía. Quizá nos robó el respeto, la alegría, la tranquilidad, el bienestar, cariño, o bien, una propiedad, bienes, dinero o cosas materiales. Sea como sea, cuando alguien peca contra nosotros se convierte en deudor. Perdonar, entonces, significa que decidimos cancelar la deuda que esa persona tiene con nosotros.
Es decir, podemos verla a los ojos y decirle: “Ya no me debes”. Esa cancelación de deuda, por supuesto, es inmerecida, pero sí es debida en virtud de que Dios canceló también nuestra deuda con Él por medio de Jesucristo.
En segundo lugar, el perdón no sólo cancela la deuda del ofensor, sino que proporciona también un trato misericordioso, así como Dios nos ha tratado en Cristo. No merecíamos ningún buen trato de parte de Dios, sin embargo, puesto que nos perdonó en Cristo, nos trata con misericordia todos los días, y quiere que hagamos lo mismo con los que nos ofenden. Perdonar, en este sentido, es tratar con misericordia al que me ofendió como si nunca lo hubiera hecho.
Aunque quizá no podamos borrar de nuestra mente el recuerdo de la ofensa que nos hizo, de todas maneras, al perdonar decidimos tratarlo como si no lo hubiera hecho. Es decir, renunciamos para siempre a la venganza. No traemos el evento a colación cada oportunidad que tengamos, no lo usamos nunca más en su contra ni hablamos con nadie más al respecto. En breve, le damos al ofensor perdonado un trato misericordioso, actuando en correspondencia con nuestra decisión de cancelar su deuda. Le damos al ofensor el trato que Dios nos ha dado al perdonarnos.
Esto es tremendo. La medida del perdón no es mi propia paciencia, o el mérito del ofensor, o la gravedad de la ofensa. La medida del perdón es el perdón que hemos recibido del Padre. Es decir, no te fijes tanto en la ofensa que tienes que perdonar, fíjate más bien en el perdón que has recibido del Padre. No mires si merece ser perdonado o no tu ofensor, considera cómo el Padre ha tratado con tus ofensas hacia él. Mientras sigas aferrándote a lo que te hicieron, minimizaras tus ofensas perdonadas por Dios. Mientras más consciente seas del gran perdón que has recibido más atractivo será perdonar a los que te ofenden.
Jesús nos enseña a orar pidiendo el perdón del Padre que es la medida del perdón que debemos otorgar. Al orar hagamos evidente que nuestra relación con otros está ligada a nuestra relación con el Padre celestial.
Cada vez que oremos al Padre que nos perdona nuestras ofensas recordemos que quizá tenemos personas a quienes estamos reteniendo las deudas. Hoy es día que canceles la deuda y trates con misericordia a tu ofensor. Si estás en Cristo, tu nueva identidad y el nuevo carácter de Cristo desarrollándose en ti, te impulsan para que, con la gracia de Dios, puedas expresar esas dos palabras que transforman las relaciones y las vidas: “Te perdono”, “cancelo la deuda”, te voy a tratar como Cristo me ha tratado a mí. Te perdono porque he sido perdonado. El Padre Nuestro nos está diciendo hoy: No esperes más, hoy es el día de arreglar las cosas; hoy es el día de reflejar el carácter perdonador de Cristo. Al orar hagamos evidente que nuestra relación de perdón a otros está ligada a nuestra relación de perdón por parte del Padre Celestial.