Intro. Conforme se acercaba el inicio de una nueva etapa en mi vida como esposo hace más de 27 años, comenzó a rondar un pensamiento en mi mente. A mis casi 24 años, había tareas que en realidad no sabía cómo hacerlas y que en mi inminente nuevo estatus civil como que estarían bajo mi responsabilidad.
Por ejemplo, me di cuenta que no sabía, a ciencia cierta, cómo cambiar un tanque de gas, cómo cambiar una llanta ponchada, cómo poner un cuadro en la pared…cómo cambiar un botón de la camisa. Al ver que estaba tan atrasado en esta materia, me di a la tarea de ser muy intencional con mi papá para que me mostrara algunas de estas cosas. Tomé una especie de curso intensivo para estas labores en preparación para el matrimonio, incluso mi madre me enseñó a pegar botones a la camisa.
Iba a ser una desventaja llegar al matrimonio sin estas habilidades. Pero para mi sorpresa al casarme me di cuenta que Dios es muy bueno, porque varias de las cosas en las que yo no era experto, resultó que mi esposa sí lo era. Debido a que mi suegro sólo tuvo dos hijas, él le enseñó a Delia a hacer muchas de esas cosas que se suele enseñar a los hijos varones. Así que no tuve que perfeccionar mi técnica para poner cuadros porque a Delia le quedan centrados y bien derechitos. No tuve que perfeccionar mi técnica con el uso del martillo porque los clavos a Delia no se le van chuecos como a mí.
Gracias a Dios por los padres que nos enseñan habilidades que nos acompañan y sirven el resto de nuestras vidas. Quizá tú como yo puedes agradecer por la vida de algún adulto de quien aprendiste algo que te ha servido hasta este día.
Cuando desconocemos algo es importante recibir instrucción de parte del que sabe. Es importante ser intencionales en pedir esa dirección del experto.
Los discípulos de Jesús un día se dieron cuenta de que estaban limitados y carentes de conocimiento de algo y fueron intencionales en pedir a Jesús que les enseñara. No se trataba de cómo pegar un cuadro o cómo pegar un botón, sino de algo mucho más transcendental para sus vidas.
En el evangelio de Lucas 11:1 nos presenta la situación. Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: —Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos.
Los evangelios constantemente nos reportan a Jesús orando. Aquí no es la excepción. Jesús estaba orando en cierto lugar y quizá al verlo, notar el tiempo, la manera, la intensidad, la frecuencia de la vida de oración de Jesús, un discípulo se da cuenta de que ellos no sabían orar como Jesús lo hacía. Reconociendo su carencia le hace una petición muy especial: ¡Señor enséñanos a orar! ¡Señor no sabemos orar como tú lo haces! ¡Necesitamos que nos enseñes!
Y en respuesta a esta petición, Jesús enseña a sus discípulos (y a nosotros) a orar verdaderamente de acuerdo con la voluntad de Dios. De ahí surgen esas palabras tan especiales que se les ha conocido en la historia de la Iglesia como “la oración del Señor” o el “Padre Nuestro”.
Este mes, en nuestra nueva serie de sermones, estaremos haciendo la misma petición al Señor. Reconociendo nuestra carencia y nuestra limitación en el rubro de la oración le pediremos al Señor que nos enseñe a orar.
Porque tenemos que reconocer que no sabemos orar como Jesús. Nuestras oraciones parecen más bien listas de supermercado. Listas de lo que pensamos son nuestras necesidades. Listas de cosas y situaciones en las que nosotros somos el centro y la prioridad. Nuestras oraciones parecen más bien exposiciones de nuestros planes y sueños, centrados en nuestro bienestar y prosperidad en todo aspecto.
Nuestras oraciones tienden a parecerse a la expresión de los tres deseos concedidos por el genio de la lámpara maravillosa en la que tenemos la expectativa de que Dios cumpla nuestros requerimientos.
No cabe duda, que nosotros al igual que los discípulos necesitamos aprender a orar. Y precisamente, todo este mes estaremos considerando el Padre Nuestro para aprender a orar de la forma en la que Jesús enseñó a sus discípulos desde el principio.
Alinearemos las prioridades, énfasis y enfoque de nuestras oraciones a lo que enseña la infalible Palabra del Señor al respecto.
Por eso hoy comenzamos explorando la oración del Señor, tal como se nos presenta en el evangelio de Mateo capítulo 6 versículos 9 al 13.
Y en particular nos centraremos en las primeras frases de esta oración del Señor. Dice Mateo 6:9: Ustedes deben orar así: Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre.
Este versículo inicial de inmediato nos ayuda a enfocar la oración en el lugar correcto. Nos ayuda a entender qué es verdaderamente importante en la oración.
Cuando pensamos en oración pensamos en nuestras listas de necesidades. Como que queremos llegar rápido a la segunda parte del Padre Nuestro: Nuestro pan diario dánoslo hoy; perdona nuestras deudas, no nos metas en tentación…todo esto que tiene que ver con nosotros y nuestros intereses.
Pero cuando Jesús enseñó a sus discípulos a orar, desde el principio, enfocó el lugar correcto de la prioridad de la oración: La enfocó en Dios. Porque este asunto no sólo es el punto de partida de la oración sino la prioridad de la oración.
La oración no se trata principalmente de desahogar nuestras necesidades, sino de centrar nuestro corazón en Dios.
Por eso este día debemos aprender esta lección: Al orar hagamos evidente que nuestro Padre es el Rey. Si nuestras oraciones más parecen una válvula de escape o catarsis de las tensiones de nuestras vidas, tenemos mucho que aprender y el Padre Nuestro nos señala que cuando oramos lo que debe ser nuestra prioridad y enfoque, no somos nosotros, sino nuestro glorioso Dios y Rey quien es el centro de todas las cosas.
La oración reenfoca nuestro corazón al lugar correcto, de donde parte todo y es el fin de todo: nuestro grandioso Rey y Señor de quien dependemos y a quien servimos.
Por eso, esta primera lección es muy importante si queremos orar como Jesús oraba, necesitamos al orar hacer evidente que nuestro Padre es el Rey.
Notemos como nos guían las palabras de Jesús en este reenfoque. Primero, nos dice que Dios es el Padre. Cuando oramos llegamos ante el Padre.
La palabra Padre puede despertar en nosotros emociones variadas. Para algunos, hablar de Dios como Padre puede ser algo complicado porque sus padres en la tierra no fueron lo que debieron ser. Ten cuidado que el mal papel desempeñado por tu padre terrenal no empañe la imagen que tengas de Padre celestial.
Pero para otros, la palabra “Padre” evoca imágenes de protección, provisión, cobijo, seguridad, corrección amorosa, dirección y muchas otras cosas maravillosas.
Quizá nos parezca muy común o familiar referirnos a Dios como nuestro Padre pero la verdad es que no es nada común, sino es algo extraordinario. La Biblia así lo plantea. No cualquiera puede llamar “Padre” a Dios.
Existe la idea equivocada de que todo ser humano es hijo de Dios sólo por nacer en esta tierra. Pero la Biblia nos enseña otra cosa. Ciertamente, todo ser humano es creación de Dios y tiene la dignidad de ser imagen de Dios, pero ser llamado hijo de Dios es algo diferente y especial.
Juan 1:11-13 dice: Vino a lo que era suyo, pero los suyos no lo recibieron. Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios. 13 Estos no nacen de la sangre, ni por deseos naturales, ni por voluntad humana, sino que nacen de Dios.
Aquí se hace una distinción clara entre los que son hijos y los que no son hijos de Dios de entre la humanidad. Ser hijo de Dios es un privilegio otorgado soberanamente por él. No es por la voluntad humana, sino por voluntad de Dios. Y se manifiesta ese privilegio en que reciben y creen en Jesús.
Entonces, ser hijo de Dios tiene que ver con haber nacido a una nueva vida en Cristo por voluntad de Dios. Es decir, los que creen verdaderamente en Jesucristo, estos tienen el privilegio de ser llamados hijos de Dios y pueden hablar con Dios en la oración refiriéndose a él como Padre.
Le llamamos Padre no por algo que hayamos hecho o la hayamos ganado, sino porque nos fue concedido. Ser hijo de Dios es un gran privilegio que debe asombrarnos siempre.
Poder llegar ante Dios y decirle inclusive: Abba (es decir, papito) y estás hablando con el Creador de todo lo que existe, visible e invisible; tienes acceso a aquel que hizo todas las cosas de la nada por el poder de su Palabra; Te está escuchando el mismo que sostiene cada molécula y átomo de la creación. ¡Esto es, simplemente, asombroso!
Jesús nos enseñó que al orar lo más importante es enfocarnos en Dios, que es nuestro Padre. Y a él llegamos reconociendo nuestra dependencia, nuestro anhelo de relacionarnos con él, nuestro privilegio de ser sus hijos. Cuando oremos mostremos que no damos por sentado nuestra relación con él, sino que estamos boquiabiertos de que él nos haya adoptado como sus hijos por su gracia en Jesucristo. Jesús nos enseñó a orar diciendo en primer lugar: “Padre”.
Pero hay algo más en este primer versículo de la oración del Señor que debemos notar (Mateo 6:9). Dice que oremos: “Padre NUESTRO”.
Jesús primero ya nos enseñó que al orar llegamos no ante un Dios distante y frío, sino que llegamos ante nuestro Padre, pero aclara aún más el asunto y nos dice que la oración lejos de ser una disciplina espiritual individualista, es un medio de gracia que nos conecta como familia de Dios, como hijos de Dios.
La fe en Cristo no se vive en aislamiento o individualistamente, sino se vive con un gran sentido de comunidad, de iglesia, de familia. Aunque podemos orar a solas, nunca oramos en una relación desconectada de la familia de Dios. Dios es Padre NUESTRO. No sólo padre mío.
La oración debe reflejar nuestro sentido de comunidad. No sólo yo tengo el privilegio de ser llamado hijo de Dios y de llamar a Dios como “Padre”, sino comparto este privilegio y gozo con otros hijos de Dios, que son mis hermanos por la fe en Cristo. Así que mis oraciones deben reflejar esa consciencia de ser parte de la comunidad de Cristo.
La oración debe unirnos, no separarnos. Llegamos como un solo cuerpo, como una sola familia ante nuestro Padre y él es el enfoque de su pueblo redimido por su gracia.
Desde el principio de este modelo de oración, Jesús nos está indicando que la oración no se trata de nuestras listas de necesidades y cartitas a Santa Claus. Sino se trata de un enfoque con un sentido comunitario en nuestro Dios como el Padre de quien dependemos, somos y existimos.
Pero este breve versículo (Mateo 6:9), alberga una enseñanza más que pone todo en perspectiva: Dice: “Padre nuestro que estás en el cielo. Santificado sea tu Nombre”.
Esta frase completa ya pone todo en perspectiva porque nos enfoca frontalmente con la prioridad que debe direccionar nuestras oraciones.
Esa frase “Que estás en el cielo” no está hablando de la ubicación geográfica de Dios, como diciendo que estás arriba o en lo que nosotros vemos de color azul cuando salimos al aire libre. ¡No! Sino que está haciendo referencia a la gloriosa posición de nuestro gran Dios.
Cuando la Biblia habla del cielo, está hablando del trono majestuoso de la corte celestial. La imagen es de una regia corte majestuosa en la que el Rey está sentado en el trono por siempre y gobierna sobre todo lo que existe.
Esto hace mucho más maravilloso el hecho de que nos diga Jesús que oremos diciendo Padre nuestro que estás en el cielo. Quizá con la palabra Padre nos quedamos con la idea de que Dios es como un abuelito consentidor y bonachón, y por eso con esa cercanía podemos llegar y vivir ante él. Pero Jesús está delineando esta idea al decir que ese Padre nuestro, está en su trono y es rey sobre todas las cosas.
Dios no sólo es nuestro Padre, sino Dios, que es nuestro Padre, es nuestro rey.
Un rey que tiene que ser la prioridad en todo. Un rey al que venimos cuando oramos ante su trono, por un lado, teniendo acceso como sus hijos por la obra de Cristo, pero por otro lado, nunca olvidando que Dios no está a nuestro servicio o está para nuestra felicidad, o para cumplir toda nuestra lista de deseos, sino que es todo lo contrario. Nosotros, que tenemos el privilegio de ser llamados sus hijos, somos sus siervos, somos sus súbditos. Somos de él, por él y para él.
Y se recalca esta visión de Dios al establecer el primer y más importante punto en la oración y este es: Santificado sea tu nombre.
El “nombre” es una palabra técnica en la Biblia, por así decirlo, para referirse a la identidad a Dios, a el ser de Dios, a la autoridad de Dios, es decir a todo lo que Dios es. Por eso, esto del “nombre” es muy importante en la Biblia como se puede notar en frases como: “en nombre de Dios”, “Se le dio un nombre que es por sobre todo nombre” o “Lo que pidan en mi nombre”, “Para que ante el nombre de Jesucristo se doble toda rodilla”, etc. Es decir, hablar del nombre de Dios, es hablar de Dios mismo y de todo lo que es.
Entonces Jesús nos está diciendo que cuando oremos la prioridad y enfoque no somos nosotros, sino nuestro Padre que está en el cielo y que es santo, santo, santo.
Como cuando Isaías vio el trono celestial en una visión y vio a los serafines repitiendo una y otra vez: santo, santo, santo.
Cuando oramos debemos recordar que venimos ante nuestro gran Dios y rey del pacto, y venimos no a exigir, a reclamar, a demandar, sino venimos como sus siervos que reconocen su santidad y su posición como el rey de todo lo que existe.
Y al mismo tiempo, ese gran rey es nuestro Padre. ¡Qué privilegio tan grande! ¡Y qué reverencia tan asombrosa!
Por eso decimos, Al orar hagamos evidente que nuestro Padre es el Rey. Quizá tendemos a ver correctamente a Dios como nuestro Padre porque Jesucristo lo ha hecho cercano con su vida, muerte y resurrección. Y por eso somos prontos para traer nuestras listas de sueños y deseos como si fuéramos los nietos y él fuera nuestro abuelito consentidor y bonachón.
Pero el Señor Jesús nos está diciendo, que ciertamente Dios es Padre y es nuestro, está cercano y está accesible, lleno de gracia y misericordia, y que podemos llegar ante él y presentar nuestras súplicas y rogativas, pero que nunca debemos olvidar que nuestro Padre es Rey.
Qué él es centro de todo y no nosotros y nuestros deseos. Que el anhelo más ferviente de nuestro corazón antes de cualquier cosa que pensemos necesitar, sea que su nombre sea santificado en el cielo y en la tierra. Aunque nunca se realicen nuestros anhelos o deseos personales. No somos nosotros los importantes.
Que su gloria y santidad resplandezca en todo el universo, aunque nunca yo ocupe esa posición que deseo, aunque no tenga el hijo que anhelo, aunque no sane de la enfermedad que tengo, aunque no logre la meta que me trace.
Que el nombre del rey sea santificado debe ser la prioridad de mi corazón al orar. Así oraba Jesús, que dijo aquel día en el Getsemaní: Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya, la voluntad del rey.
Así oraba Jesús y así nos enseña a orar. Por eso Al orar hagamos evidente que nuestro Padre es el Rey.
Comencemos hoy mismo a moldear nuestras oraciones con estas verdades. Evaluemos nuestras oraciones. ¿Cuál es el tema recurrente en ellas? ¿Es la gloria de Dios? ¿Es la santidad del Rey? ¿Es el sometimiento a su voluntad? O ¿Se trata simplemente de nosotros y nuestra lista de deseos? ¿Nuestras oraciones están llenas de nosotros o llenas de la gloria y santidad del rey? Al orar hagamos evidente que nuestro Padre es el Rey.