Exceptuando los tres años cuando fui al Seminario, toda mi vida he vivido en Mérida. Y como crecí y he vivido aquí, puedo decir que cuando ando por esta ciudad, no me siento amenazado, en peligro, inseguro o acechado. Quizá tú experimentas lo mismo. Y andamos despreocupados, confiados, con la guardia abajo y en paz.
También por el hecho de haber vivido aquí, crecimos escuchando historias de terror, por ejemplo, de la Ciudad de México. Y cada vez que he ido, hasta la fecha, incluso si sólo estoy en tránsito en el aeropuerto, me siento inseguro, en guardia, alerta, desconfiado, con la adrenalina a todo lo que da.
Hace unos meses me invitaron a dar unas pláticas en una iglesia en la ciudad de México y me hospedaron en un hotel que estaba como a una cuadra del templo donde eran las reuniones. Estando en el templo, tuve necesidad de regresar a mi habitación por algo y salí de allí con mi tableta en la mano a la vista. Estando caminando hacia el hotel, me di cuenta de lo que estaba haciendo y todas las historias de asaltos vinieron a mi mente en ese momento.
Experimenté verdadero miedo y más porque un grupo de jóvenes se quedó mirando mi tableta mientras pasaba junto a ellos. Apresuré el paso, llegué a mi habitación con el corazón palpitando y para el regreso, me introduje la tableta dentro de la camisa para disimularla. Respiré de alivio cuando di el primer paso adentro del templo.
¿Cómo influyen en tu actitud y tu conducta la percepción que tienes de la situación? Aquí en Mérida, ya sea por experiencia personal o porque nos lo han repetido muchas veces, tenemos una percepción positiva de seguridad y por eso, andamos tranquilos y confiados. No así, cuando vamos a la Ciudad de México o cualquier otra ciudad que se percibe como insegura o amenazante. En esos lugares, nuestras actitudes y acciones son diferentes. Estar confiados y con la guardia abajo, no se mira como la opción en estos lugares.
Algo parecido sucede en la vida cristiana cotidiana. Muchos de nosotros, en nuestra relación con Cristo, estamos viviendo como si estuviéramos en Mérida espiritual. Es decir, vivimos tranquilos, confiados, con la guardia abajo, despreocupados, pensando que es muy improbable que el pecado nos alcance en alguna de sus manifestaciones. Y podemos, quizá excedernos en nuestra tranquilidad, al punto de la insensatez. Y decimos: “No pasa nada”.
Si bien es cierto que la Escritura nos enseña a vivir confiados en la gracia del Señor y su fuerza, no por esto deja de alertarnos de una realidad que todo creyente está enfrentando.
Esta realidad, no nos permite bajar la guardia, no nos permite estar como si no estuviera pasando nada a nuestro alrededor, no nos permite permanecer pasivos. Al contrario, la Escritura nos llama a vivir alertas, velando, y peleando la buena batalla. La Escritura nos llama a vivir, no como si estuviéramos en tiempos de paz, sino como en tiempos de guerra.
Por eso, esta nueva serie de sermones del mes de agosto, recoge ese motivo clásico cristiano de la guerra espiritual. Los discípulos de Cristo estamos en una guerra espiritual. Es una realidad. Estamos en una guerra. Peleamos batallas. No podemos bajar la guardia. No podemos vivir nuestras vidas como si fuéramos residentes de Mérida espiritual. Necesitamos vivir alertas a la maldad. Alertas a la tentación. Alertas a las ideologías de este mundo. Los discípulos de Cristo estamos en una guerra espiritual.
Pero la buena noticia del evangelio es que la victoria está segura porque tenemos un gran capitán, un campeón, que nuestro Señor Jesucristo. Y por su persona y obra de redención podemos pelear con valor y entrega cada día de nuestras vidas entre su primera y segunda venida.
Esta guerra espiritual tiene un principal y determinante campo de batalla. Normalmente, al escuchar este término: “guerra espiritual”, muchas personas, hoy día, piensan en reprensión de demonios, exorcismos, y cosas del mundo del ocultismo. Pero la Escritura, cuando hace referencia a la batalla contra el pecado, no apunta tanto hacia afuera sino más bien hacia adentro de uno mismo. Es decir, la batalla que se libra en nuestros corazones.
No cabe duda que la Biblia nos habla de que esta guerra tiene varios frentes. Un frente exterior, que es la batalla del cristiano contra el mundo, es decir, las ideologías, creencias, culturas que son contrarias a la voluntad y autoridad del Señor. Otro frente de batalla, no sólo es exterior, sino es invisible. La batalla contra principados, potestades, huestes demoniacas que nuestros ojos físicos no alcanzan a ver y que comandados por el diablo se dedican a engañar a este mundo.
Pero cuando la Escritura habla de la batalla del cristiano contra el pecado se refiere principalmente a una batalla interior. Esta es la batalla en contra de la naturaleza pecaminosa. Es la batalla en contra del pecado interior. El pecado del corazón. ¡Y vaya que es una batalla! Si no fuera así, no habría necesidad de la enseñanza, la predicación, la consejería, la disciplina eclesiástica, etc.
El campo de batalla donde se libra la guerra espiritual es el corazón humano. Es una batalla principalmente interior. De adentro del corazón humano vienen los pecados.
Hoy día la tendencia es ver la causa del pecado como algo externo. Y pensamos que, con cambiar las circunstancias, las compañías y los entornos será suficiente para vencer las batallas. El problema es que la batalla principalmente es interior. Así que, aunque cambiemos de trabajo, cambiemos de amigos, cambiemos de iglesia, cambiemos autoridades, aunque quizá alivie algunos aspectos de la lucha, será algo incompleto porque el cambio más importante es interno, es decir, el cambio del corazón.
Nuestro enemigo número uno, lo llevamos dentro de nosotros mismos: un corazón carnal, un corazón orientado al pecado, un corazón que vacilante entre glorificar a Dios y gozarse, no en él, sino en el pecado. Esta es la guerra espiritual librada en el interior del creyente.
El no creyente no tiene esta lucha. No hay guerra en él, pues es esclavo y vive congruentemente con su naturaleza pecaminosa. Pero el creyente en Cristo, puesto que hay nueva vida en él, ya no se deleita en vivir en el pecado como antes. Sino ahora quiere agrada a Dios con todo su corazón, por eso se plantea esta lucha interior que a veces es agonizante. Por lo cual debemos permanecer siempre alertas a los engaños de nuestro propio corazón. Si experimentas esta lucha entre pecar y agradar a Dios, quiere decir, que hay vida en Cristo. Porque los muertos, no la experimentan.
De esa batalla interior queremos hablar este día, la batalla que se libra en nuestros corazones. Porque nuestros corazones son el principal campo de batalla en la guerra espiritual.
Para entender mejor de qué estamos hablando, consideraremos un pasaje en la epístola de Santiago capítulo 1:12-18.
Este pasaje es rico en enseñanza sobre la batalla interior en la guerra espiritual, pero hoy nos enfocaremos en tres grandes aspectos o bloques de enseñanza de esta batalla espiritual que llamaremos: La Promesa. La Pelea y La Provisión.
Primero, consideremos la PROMESA. Dice Santiago 1:12: Dichoso el que resiste la tentación porque, al salir aprobado, recibirá la corona de la vida que Dios ha prometido a quienes lo aman.
El pasaje inicia dando un gran ánimo para todo creyente en Jesucristo. Antes de enfrentar la batalla, los capitanes dan palabras de aliento a los soldados para pelear contra el enemigo. Son discursos memorables que enfocan a los combatientes en el objetivo.
Algo así comienza haciendo nuestro pasaje. Primero nos recuerda la promesa del Señor asumiendo que estamos en medio de una batalla contra el pecado.
Y dice que hay algo por lo cual sentirse dichoso, bendecido o bienaventurado a pesar de estar siendo tentado. ¿Qué es aquello que debe hacernos sentir dichosos? Lo que Dios ha prometido. ¿Y qué ha prometido Dios a los que lo aman? La corona de la vida. Dice la biblia que si es que amamos a Dios es porque él nos amó primero, así que los que aman a Dios, han sido amados por Dios. Y a los que Dios ama les ha hecho una promesa: que recibirán la corona de la vida. La corona de la vida eterna y abundante, glorificando y gozando de él para siempre.
Ahora bien, esta promesa será cumplida porque Dios es fiel con su pueblo, pero no sin antes estar involucrados en una verdadera batalla espiritual. Se nos advierte y se asume, que los discípulos del Señor seremos tentados. Tentados a abandonar el camino, la verdad y la vida. Tentados a cambiar la verdad de Dios por la mentira del mundo. Tentados a creer la palabra de la serpiente en vez de creer la palabra de Dios. Es una realidad. Seremos tentados. La tentación no es algo a lo que seamos invulnerables.
Pero allí está la promesa de Dios para animarnos a resistir. Dichoso el que resiste la tentación. A la hora de la hora, cuando somos tentados, el pecado se ve mucho más atractivo que la santidad, la mentira se oye mucho más agradable que la verdad, el odio se ve mucho más viable que el perdón, el adulterio se ve mucho más deleitoso que la fidelidad. El robo se ve más ágil que el trabajo honrado.
Es precisamente en esos momentos cuando debemos recordar la promesa de Dios. Hay más dicha y felicidad en la voluntad y autoridad del Señor. Verdaderamente dichosos son los que dicen “no” a la tentación en el momento adecuado. Verdaderamente felices son los que rechazan los espejitos que ofrece el diablo por aquilatar los lingotes de oro que tenemos seguros en Cristo.
Cuánto más valoremos la certeza de la promesa, más prontos estaremos a rechazar los ofrecimientos baratos del pecado.
Así que para pelear esta batalla espiritual interna, esta batalla contra el pecado que se libra en el corazón, debemos aferrarnos a la promesa del Señor: Dichoso el que resiste la tentación porque con ello está dando evidencia de que es amado por Dios. Cuando rechazamos la tentación, se está manifestando lo que verdaderamente somos…amados de Dios. Y Dios a sus amados, les ha prometido la corona de la vida.
Así que hermano, ánimo. No sé, con qué tentación estás batallando este día. Si eres creyente en Jesucristo, hay una promesa para ti: Hay una corona de vida ganada por la vida, muerte y resurrección del Señor Jesucristo, que Dios ha prometido a los que lo aman. Resiste, no cedas, porque sólo hay dicha verdadera en Jesús. Al resistir estás mostrando que verdaderamente has sido amado por Dios, pues el amor por él está en ti. El amor al pecado, sólo puede ser vencido por el amor más grande que existe: el amor de Dios.
Pero en este pasaje, no sólo se nos habla de la Promesa, sino también nos explica acerca de la dinámica de la PELEA. En los versículos 13-15 dice Santiago 1: Que nadie, al ser tentado, diga: «Es Dios quien me tienta». Porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni tampoco tienta él a nadie. 14 Todo lo contrario, cada uno es tentado cuando sus propios malos deseos lo arrastran y seducen. 15 Luego, cuando el deseo ha concebido, engendra el pecado; y el pecado, una vez que ha sido consumado, da a luz la muerte.
Lo primero que notamos es que cuando pensemos en la pelea contra el pecado y la tentación, no debemos mirar a Dios como el causante o el culpable. Dios no puede ser tentado por el mal ni él tienta a pecar a nadie.
Así que no podemos decir: ¿Dios por qué me mandas estas tentaciones? ¿Por qué pones a esa mujer u hombre en mi camino? ¿Por qué me pones tan cerca de tanto dinero? Si ya me conoces ¿para qué mandas estas cosas?
No. Es un craso error pensar que el pecado en mi corazón es provocado o facilitado por Dios. Las tentaciones tuyas y mías no vienen de Dios. Dios no insta a nadie a pecar. Todo lo contrario, él nos llama a vivir en santidad. Así que las tentaciones no provienen de Él. No podemos justificarnos con este pensamiento falaz.
Por eso estos mismos versículos nos aclaran entonces donde radica el problema. El problema más importante no es un problema externo, sino un interno. El versículo 14 nos indica que cuando somos tentados, esto no viene de Dios, ni siquiera del diablo, sino esto viene de adentro de nosotros mismos.
Nuestros propios malos deseos, nos arrastran y nos seducen. El pasaje nos da una radiografía del pecado. Vemos el camino descendente hacia la destrucción que empieza con nuestros deseos que han ocupado un lugar que no les corresponde. Somos seducidos con la idea de satisfacerlos, sentimos que necesitamos aquella cosa, objeto o persona de nuestro deseo, pensamos que es nuestro derecho tenerlos, nos alteramos cuando no los estamos recibiendo y exigimos se nos cumplan al instante. Lo que comenzó quizá como un buen deseo acaba siendo una demanda pecaminosa que lleva a la destrucción.
Se cumple un ciclo que inicia con el deseo de mi corazón, el cual afronto con pecado y el resultado al final de cuentas es la muerte y destrucción.
Este ciclo se cumple cada vez que pecamos. Es algo que vino de adentro, no de afuera. Por eso el problema es más grande de lo que imaginamos porque no importa a donde vayamos, llevamos el problema con nosotros.
Cuando la Biblia habla del pecado habla de esta dinámica dentro del corazón. Esta es la guerra espiritual en su batalla más importante que se libra en el corazón de cada persona.
A veces estamos muy preocupados por los embates externos ya sea del mundo o de Satanás, pero la batalla central es la del corazón. Estamos en el mundo y sus embates son evidentes. Nuestro enemigo el diablo busca a quien devorar como león rugiente. Pero te digo algo, según la Escritura, ni el mundo ni el diablo pueden forzarte u obligarte a pecar si eres Hijo de Dios. Esa es una realidad que nos hace completamente responsable de nuestro pecado.
De nuestro pecado, no podemos echarle la culpa a Dios. No podemos echarle la culpa al diablo. No podemos echarle la culpa al mundo. El único responsable del pecado, según Santiago 1, somos nosotros cuando tentados por nuestros propios malos deseos somos seducidos y pecamos, arrastrando consecuencias mortíferas sobre nosotros.
Por lo tanto, dejemos de justificar nuestro pecado por causas externas. No fue tu cónyuge, no fue el diablo, no fue Dios, no fue el estrés del trabajo, no fue la mala jugada que te hicieron. Si pecaste, ese pecado vino de tu corazón y requiere un completo arrepentimiento, confesión y el perdón de Dios.
Dejemos también de vivir con esa mentalidad de víctimas con la que solemos vivir. Quizá has sido víctima del pecado o malas acciones de otra persona, nadie minimiza ese hecho. Esas personas no debieron haber hecho tales cosas en tu contra. Estuvo mal y darán cuentas a Dios por ello. Pero si bien no somos responsables por aquellas cosas malas que nos hicieron, sí somos responsables por todo lo que dijimos, hicimos y pensamos después de haber sido víctimas de esos pecados.
No justifiquemos nuestro pecado por el pecado que otros han cometido en nuestra contra. Lo malo que otros han hecho en nuestra contra no es la causa de nuestras palabras, acciones y actitudes. Esas palabras, acciones y actitudes no vienen de las circunstancias, sino de lo que hay en nuestro corazón. Vivamos cada momento de acuerdo con lo que Dios pide de nosotros, no de acuerdo con las acciones de las personas que nos rodean y de las situaciones en las que nos vemos envueltos.
En la dinámica de la Pelea se nos aclara que los únicos responsables de los pecados los vemos en el espejo cada día. Por eso el llamado al arrepentimiento es constante en la Biblia. Es hasta que asumimos nuestra responsabilidad que podemos experimentar el poder transformador de la gracia y el evangelio del Señor Jesucristo.
Entonces, tenemos la promesa y la dinámica de la pelea, nos resta considerar la gran PROVISIÓN del Señor para nuestra batalla espiritual.
Dice Santiago 1:16-18 16 Mis queridos hermanos, no se engañen. 17 Toda buena dádiva y todo don perfecto descienden de lo alto, donde está el Padre que creó las lumbreras celestes, y que no cambia como los astros ni se mueve como las sombras. 18 Por su propia voluntad nos hizo nacer mediante la palabra de verdad, para que fuéramos como los primeros y mejores frutos de su creación.
Estos versículos nos aclaran que Dios es un Padre proveedor de todas las bendiciones, regalos buenos y perfectos. Eso es lo que podemos esperar del Padre: Todo lo bueno y todo lo perfecto a manera de regalo, dádiva y don. Él es un Dios que no cambia su carácter, su ser ni sus promesas. Lo que hace lo hace bien porque él es bueno. Y lo que empieza lo ha de concluir. Lo que promete lo ha de cumplir.
Dice este pasaje también que Dios hizo algo increíble. A sus hijos nos ha hecho nacer a una nueva vida. A una vida que no se identifica con el pecado, que no es esclava del pecado, que no tiene que decirle “sí” al pecado. Y este nacimiento nuevo fue por la propia voluntad de Dios.
Estas son buenas noticias, porque no nosotros pedimos nacer, sino él de su buena, perfecta y santa voluntad, nos hizo nacer mediante su palabra. Sí…porque nosotros estábamos muertos en nuestros pecados y delitos; apartados de Dios y él nos hizo nacer por Su palabra. Y nos hecho parte de una nueva humanidad.
Los que estamos en Cristo, desde los tiempos apostólicos, se nos llama como una especie de primicias, o los primeros y mejores frutos de una cosecha de la nueva humanidad.
Cuando hay primicias de la cosecha, sabes que un día llegará la cosecha completa, llegará el cumplimiento pleno de la promesa. Pero por ahora, los primeros frutos nos aseguran y nos dan la esperanza certera de que un día la cosecha final se realizará.
Así los creyentes en Cristo, son esos primeros frutos, nacidos por voluntad de Dios, nacidos a través del poder de su Palabra para formar parte de una nueva humanidad.
Esta es la nueva humanidad que está identificada por la fe con Jesucristo. Puesto que somos esta nueva humanidad nuestra relación con el pecado ya no es la misma de antes.
De aquí podemos tener la esperanza de la victoria sobre las tentaciones. La victoria que está basada en la obra perfecta de redención realizada por Jesucristo. A través de su vida, muerte y resurrección Jesús ha venido a establecer una nueva vida en Dios y una nueva manera de relacionarnos con el pecado.
Antes éramos esclavos del pecado, pero ahora somos siervos de Cristo. Ya no tenemos que estar obedeciendo al pecado, sino a nuestro nuevo amo.
Recuerda esto en medio de tus tentaciones, en medio de la batalla. Soy parte de una nueva humanidad. He nacido por la Palabra a una nueva vida que no es esclava del pecado. Hay un nuevo principio rector en ti que crees en Cristo, por el cual tienes un deseo renovado de glorificar a Dios.
En virtud de la obra de Cristo, el Espíritu Santo ha sido derramado en nuestros corazones el cual produce en nosotros nuevos deseos y anhelos orientados a la santidad, por eso hay lucha contra las antiguas pautas que se oponen a Dios. Pero el Espíritu va forjando en nosotros su fruto para hacer morir las obras de la naturaleza pecaminosa en nosotros.
Estas son las buenas noticias del evangelio: Gracias a la obra de Jesucristo en la cruz y en su resurrección, hemos nacido por la palabra para ser las primicias de una nueva humanidad. Esta nueva humanidad en Cristo, es decir, los que están en él, han muerto al pecado.
Con Cristo en la cruz esa naturaleza pecaminosa, esa carne, quedó clavada y derrotada para siempre. Esas pasiones y deseos desordenados ya no tienen que dominarnos. Sino ahora, en Cristo, puesto que el Espíritu Santo habita en los que por la fe se han identificado con Jesús, ahora se va produciendo en ellos, ya no las obras de la carne o de la naturaleza pecaminosa, sino el fruto glorioso del Espíritu Santo, que no es otra cosa que los rasgos del carácter de Cristo.
La victoria es nuestra identificación e identidad en Cristo. Nuestra victoria es Jesús. Porque Los discípulos de Cristo estamos en una guerra espiritual interna cuya victoria segura es Jesús.
Esta es la guerra espiritual que libra la iglesia del Señor. Pero podemos batallar usando los recursos que el Señor nos ha dado en su Palabra, sabiendo que nuestra victoria está segura por la vida, muerte y resurrección del Señor Jesucristo que ha vencido para siempre. Jesucristo es la clave para la victoria.
Esta batalla interna la libramos aferrándonos a la promesa del Señor, entendiendo la dinámica de la pelea en nuestros propios corazones y viviendo la provisión que Dios ha hecho para sus hijos en Cristo Jesús.
Entre la primera y la segunda venida del Señor Jesús, los discípulos estamos en una guerra espiritual, que debemos con determinación e intención, en la gracia del Señor, batallar de todas las maneras posibles, hasta ese día que podamos decir con el apóstol Pablo: He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado de fe, por la gracia de Cristo y para la gloria de Dios.