Encuentros transformadores
Intro: El mes pasado tuvimos una experiencia interesante como familia. Mi hija Nadia participó como solista en una competencia de danza clásica organizada por la Secretaría de Cultura y las artes del Estado. La competencia fue una mañana y en la noche de ese mismo día pondrían en las vidrieras del teatro los nombres de las ganadoras, aunque sin revelar qué medalla habían obtenido.
Siendo sincero, tenía mucha expectativa de que mi hija iba a estar entre los tres primeros lugares (soy papá) y aunque queriendo disimularlo, con esa mentalidad fuimos en la noche a ver los resultados. Miramos la vidriera y su nombre no estaba en la lista. Fue un golpe fuerte, debido a nuestras expectativas, pero traté de disimularlo y comencé a animar a mi hija.
La niña estaba cabizbaja pero en términos generales, bien. Todos teníamos que procesar esta experiencia, pero confieso que yo todavía no lo asimilaba, aunque, como dije, traté de disimularlo lo mejor posible.
Al día siguiente en la tardecita, aun un poco con ese sentimiento de incomodidad en el fondo, la estaba ayudando a terminar una tarea de la escuela, cuando de pronto entró Delia al cuarto muy emocionada y agitada diciendo: “Hubo un error. Nadia sí está entre las finalistas. Tiene que estar en el teatro en media hora.”
¡No lo podíamos creer! Lo que parecía perdido, de pronto dio un giro inesperado y le emoción, alegría y algarabía regresó de pronto a la casa. Por errores involuntarios, su nombre y el de otra niña habían sido omitidos de la lista, y finalmente, Nadia obtuvo una medalla de bronce en esta competencia.
Qué interesantes son estas experiencias cuando ya todo parece perdido, cuando ya no hay nada que hacer, cuando ya se experimenta el sabor de la derrota y de pronto algo ocurre y los eventos toman un cause diferente y favorable. Estoy seguro que alguna vez has experimentado algo así.
En nuestro caso, fue algo que no era de vida o muerte como una competencia de ballet, pero estoy seguro que más de una persona en este lugar ha experimentado algo así en asuntos verdaderamente trascendentales y vitales como un matrimonio, una enfermedad terminal, un hijo, una situación especial. Circunstancias, en las que hubo un catalizador, un parteaguas, un agente, que marcó la diferencia y trajo un cambio del lamento al gozo, de la muerte a la vida, de la desesperanza a la fe, del egoísmo al amor, del temor a la confianza.
Este mes estamos explorando algunos casos en la Biblia de personas que tuvieron este tipo de situaciones y que el encuentro con una persona cambió el curso de las cosas y sus vidas. Estamos hablando de encuentros transformadores con la persona y obra del Señor Jesucristo. A través de sus experiencias registradas en la Biblia podemos aprender mucho acerca de la transformación que nuestras propias vidas pueden experimentar al tener un encuentro con Cristo.
Hoy consideraremos dos historias entrelazadas de personas que tuvieron un encuentro con Jesús en el mismo evento o contexto, y sus vidas fueron tocadas y transformadas por el poder de Dios.
Y la verdad que subrayaremos es esta: Jesús transforma el corazón que depende y confía totalmente en él.
Nuestra historia se encuentra registrada en los tres evangelios sinópticos, es decir, en Mateo, Marcos y Lucas. Nos basaremos en el relato proporcionado por Marcos en su capítulo 5.
La Biblia nos dice que Jesús estaba a la orilla del lago cuando se reunió una gran multitud a su alrededor. Entre las personas que se encontraban ahí, llegó un hombre muy desesperado. Su nombre era Jairo y él era uno de los jefes de la sinagoga.
Los jefes de la sinagoga eran los que velaban por el buen funcionamiento de las actividades religiosas judías que allá se realizaban. Era un cargo importante en la organización de la sinagoga.
Sabemos que muchos de los líderes religiosos no veían con agrada a Jesús, pero a Jairo no le importó esto y viene a Jesús desesperadamente con una gran necesidad y un sentido de urgencia.
Dice la Biblia que Jairo, (v.23) “se arrojó a sus pies y le rogó con mucha insistencia: «¡Ven que mi hija está agonizando! Pon tus manos sobre ella, para que sane y siga con vida.»”
Vemos la desesperación de un padre que ve que la vida de su hija se está extinguiendo y recurre con fe a la persona que puede hacer algo al respecto.
Cuando uno está desesperado, puede tomar muy malas decisiones. Cuando uno no ve la salida puede tomar salidas falsas que sólo empeoran la situación. Como la historia de aquel padre que su hijo se estaba muriendo en la madrugada, lo cargó y corrió a la calle por un taxi. En su desesperación porque no pasaba ningún taxi, decidió bajar de su carro a punta de pistola a un hombre que hacía su alto en una esquina. Se llevó el carro, llegó al hospital y le dieron la atención inmediata a su hijo. Pero necesitaban que llegara un especialista que era la persona clave que podía solucionar el problema de su hijo. Lamentablemente, aquel médico llegó demasiado tarde y el niño falleció. El médico explicó que estaba camino al hospital aquella madrugada cuando una persona, a punta de pistola, cuando estaba haciendo su alto, lo había bajado del carro y se lo había robado.
Cuando uno está desesperado corre el peligro de tomar muy malas decisiones. Quizá hoy mismo estés desesperado por alguna situación o condición. Quizá has estado tentado a tomar malas decisiones, pero mira lo que hizo Jairo. El acudió en su desesperación a la persona indicada, a la persona clave que podía atender verdaderamente su problema y lo hizo con fe y con un sentido de urgencia. En su desesperación, Jairo veía a Jesús como la única y definitiva solución a su problema.
Jesús comienza a dirigirse a casa de Jairo en medio de apretones y la algarabía de la multitud. Es aquí donde inicia la segunda historia que ocurre entre la multitud. Había allí una mujer enferma que hacía 12 años que padecía de hemorragias y había gastado todos sus recursos económicos tratando de encontrar su sanidad con diversos médicos, pero en vez de mejorar, su condición era ahora peor. Esta condición física la excluía automáticamente por ley de los actos religiosos de su tiempo.
Ella estaba en la multitud siguiendo a Jesús. Pero ella tenía una agenda muy definida. En su desesperación, quería acercase a Jesús y tocar su manto. Era tal su confianza en que Jesús la podía sanar que decía para sí misma estas palabras: «Si alcanzo a tocar aunque sea su manto, me sanaré.» (v.28)
Cuando estás desesperado estás dispuesto a hacer lo que sea con tal de que se solucione la situación. Si has tenido alguna enfermedad terca o crónica sabes que estando en esa situación uno busca y busca la solución y está dispuesto a someterse a toda clase de tratamientos con tal de acabar con la enfermedad.
Esta mujer había probado de todo y ya no tenía recursos pues los había gastado en sus tratamientos. Jesús era para ella la única solución y por eso, con un sentido de urgencia y confianza llega hasta él y alcanza a tocar el borde de su manto.
Tanto Jairo como esta mujer, cuyo nombre no se menciona, acudieron a Jesús en medio de su más tremenda desesperación y necesidad. Jairo lo hizo de una manera abierta y pública, arriesgando su puesto y la buena opinión de los líderes religiosos de su época. La mujer lo hizo en secreto e inadvertidamente. Pero ambos, acudieron a la persona indicada y lo hicieron con un sentido de dependencia y confianza total.
Y justamente, ambos en la gracia de Dios, recibieron más de lo que buscaban, porque Jesús transforma el corazón que depende y confía totalmente en él.
Cuando la mujer tocó a Jesús, dice la Biblia que inmediatamente se detuvo su hemorragia. Ella supo que había sido sanada en el acto. Ella tenía la intención de seguir su camino, muy agradecida, pero calladamente entre la multitud. Pero Jesús sabiendo lo que había ocurrido se detuvo y preguntó: ¿Quién ha tocado mis vestidos?
La pregunta parecía absurda puesto que en su paso entre la multitud, todo mundo lo iba tocando y saludando. Al verse descubierta, y cual niño que fue pillado en su travesura, ella sale de entre la multitud y declara lo que había hecho arrodillándose delante de él.
Jesús pone fin a su tormento de 12 años de sufrimiento, frustración, empobrecimiento y exclusión con estas palabras: (v.34) «Hija, por tu fe has sido sanada. Ve en paz, y queda sana de tu enfermedad.»
Que hermosa escena. Digna de un final de película nominada al Oscar. Una mujer que en su desesperación vino con fe y dependencia total a Jesús y su cuerpo fue sanado y su vida, transformada.
Me imagino a Jairo, que presenció todo este evento, cuan animado debió haber estado por este milagro que Cristo había realizado en esta mujer. Pero su alegría se desvaneció cuando de su casa llegaron unas personas para avisarle que ya no tenía caso que trajera a Jesús. Que su amada hija había fallecido. Ya no había nada que hacer.
La enfermedad sanada era una cosa, pero la muerte, en verdad eran palabras mayores. Todo se había derrumbado.
Cuantas veces no nos sentimos así en la vida. Quizá ahora mismo piensas que ya se dijo la palabra final en el asunto que te preocupa. Quizá es una relación, quizá es una situación o un problema. Piensas: “Ya no hay nada que hacer”. “No tiene caso que traigas a Jesús” “Ya se ha dicho la última palabra”.
Pero Jesús, con otras palabras, por supuesto, le responde a Jairo: Yo soy el que dice la última palabra y todavía no me he pronunciado. Jesús le dice: “No temas, sólo debes creer”.
Jesús continuó su camino hacia la casa de Jairo llevando consigo sólo a Pedro, Jacobo y Juan. Al entrar a la casa tuvo un incidente con los que lamentaban la muerte de la niña porque les dijo que la niña no estaba muerta, sino dormida y ellos se burlaron de él.
Al final, sólo entraron a la habitación donde yacía el cuerpo de la niña, el padre y la madre. Jesús la tomó de la mano, y le dijo: «¡Talita cumi!», es decir, «A ti, niña, te digo: ¡levántate!» Enseguida la niña, que tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Y la gente se quedó llena de asombro.
¡Qué gozo y alegría debieron experimentar esos padres! ¡Qué cambio de vida y perspectiva después de un encuentro así! Y todo comienza porque las personas en necesidad y desesperación acudieron a la persona indicada, con un sentido de urgencia, pero confiando en que sólo él podía en verdad responder a su necesidad. Y las buenas noticias son que Jesús transforma el corazón que depende y confía totalmente en él.
No se que transformación requiere tu corazón este día. Quizá está relacionada con tu matrimonio, con la relación con alguno de tus hijos, tus padres o parientes, alguna enfermedad, alguna situación laboral o escolar. Quizá es un viejo hábito con el que has estado luchando y no puedes abandonar, o algo en tu vida que sabes que debes abandonar pero no has podido hasta ahora.
Esta verdad del evangelio es clave para ti y para mí. La respuesta a estas cosas es una persona y se llama Jesucristo. Y la lección que vemos en estas historias es que él es poderoso no sólo para transformar las situaciones, sino mucho mejor, es poderoso para transformarnos a nosotros de dentro para fuera, transformar nuestros corazones.
Por eso, confiando en su gracia y en su poder, deja de resistirte y sujétate plenamente a Jesucristo, sin reservas, sin dudas, sin condiciones. No tienes que seguir buscando la respuesta a esa necesidad de cambio en tu vida, fuera de Cristo. Él está cercano y transforma el corazón que depende y confía plenamente en él.
No importa si tienes años en la iglesia o apenas estás comenzando a congregarte, dile desde el fondo de tu corazón: Señor creo que sólo tú eres la respuesta a mi necesidad. ¿A quién más puedo recurrir fuera de ti? Me he desgastado buscando la respuesta en otros lugares fuera de ti, pero hoy comprendo que sólo tú puedes transformar mi corazón. Por eso confío plena y absolutamente en tu amor y poder para cambiar mi vida y mi corazón.
La semana pasada se nos decía que para tener ese encuentro transformador con Cristo no necesitamos ser diferentes antes, pues él nos recibe como estamos para transformarnos en lo que él desea que seamos, y hoy hemos agregado esta verdad del evangelio que consiste en que la respuesta correcta a las buenas noticias del evangelio que transforma es precisamente un corazón que se entrega confiadamente a la autoridad de Jesucristo y depende totalmente de su gracia y su amor.
Sólo en Cristo nuestra vida experimenta verdadera transformación para la gloria de Dios.