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Summary: Jesucristo es la rectitud perfecta que necesitamos los imperfectos para ser justificados.

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Cuando estaba en la secundaria, cuando me preguntaban qué quería ser de grande, mi respuesta casi sin dudar era: Policía Federal de Caminos. En ese tiempo, me imaginaba con mi uniforme, mi patrulla reluciente, mi pistola y por supuesto, mis lentes rayban.

Y en efecto, comencé a averiguar un poco cuáles eran los requisitos de admisión para aspirar a formar parte de la corporación. Entre ellos estaban: ser mexicano (palomita), haber terminado la educación básica (palomita), no tener antecedentes penales (palomita)…todo iba bien, hasta que llegué al requisito de estatura mínima. Y sencillamente, allí acabaron mis sueños y aspiraciones de ser Policía porque no cumplía con ese requisito.

Hay una medida, un estándar, una estatura que si no la llenas, no la alcanzas, no la logras, entonces, automáticamente estás descalificado.

“Por su justicia” es el título de nuestra serie de sermones de este mes y nos hemos estado basando en la epístola a los romanos. Hemos dicho que la palabra “justicia” en el contexto de la epístola tiene más bien el sentido de “rectitud”. Y la idea detrás de todo esto, es que Dios requiere de nosotros un estándar, una medida, una estatura de rectitud para poder recibirnos como justos o rectos respecto a su ley, y así ser admitidos o aceptados como ciudadanos de su reino.

Por supuesto, el que no llena la medida, el que no alcanza el estándar de rectitud está descalificado, está fuera, está condenado.

La epístola a los romanos ha sido clara y contundente en mostrarnos de que por más que nos esforcemos, por más que luchemos, por más que intentemos, no podemos llenar la medida, no alcanzamos a lograr el estándar. Por lo tanto, todo ser humano, en sí mismo, está fuera del reino de Dios. Contundentemente, nos ha dicho: “No hay justo ni aún uno”. Nadie llena la medida. Todos están condenados.

En términos prácticos, tú y yo lo sabemos y experimentamos. Aún cuando estamos intentando hacer algo bueno, terminamos muchas veces, echándolo a perder, nosotros mismos.

Quizá me propuse tener un tiempo de lectura de la Biblia en familia y cuando comienzo con esta buena práctica, de pronto por alguna actitud que no me gustó de parte de mis hijos, pierdo la paciencia y empiezo a hablar sin sabiduría cuando según yo estaba tratando de corregirlos.

O quizá me propongo ser un esposo considerado y amoroso con mi esposa, pero cuando Delia me pregunta: “¿Has visto mis llaves?” En vez de contestar lo que me está preguntando (sí o no), me da ganas de responderle con la consabida cantaleta ya repetida en el pasado con un tono de irritación: “si tuvieras la disciplina de dejar tus llaves en un mismo lugar (¡como yo!), no tendrías este problema”.

Por más que quiero obedecer perfectamente la voluntad de Dios, tengo que reconocer que no puedo. En algún momento, fallo. Cuando pienso que ya lo tengo dominado, flaqueo. Cuando creo que ya es capítulo cerrado, vuelve aparecer. Puedo ver de manera práctica y experiencial que no soy justo, recto, perfecto en mí mismo. Que si me miden, me hallarán falto. No puedo ser admitido en el reino de Dios si toman en cuenta mi propia rectitud o justicia.

Pero aunque soy todo un caso, sé que no soy el único imperfecto. Se muy bien que esta misma lucha es la tuya. Quizá distintas circunstancias, distintos factores, distintas historias, pero la lucha es la misma: Aquello que sabes que debes hacer, no es lo que sale con naturalidad, sino todo lo contrario. Quizá en tu matrimonio, quizá en la relación con tus hijos, en el trabajo o en la escuela, o bien con los hermanos en la iglesia:

• Cuando debiste callar, hablaste de más

• Cuando debiste hablar, te quedaste callado

• Cuando lo apropiado era ser paciente, explotaste,

• Cuando era necesario actuar con apremio, fuiste desidioso.

• Cuando debías pedir perdón, te alejaste en tu orgullo.

• Cuando debías compartir, fuiste egoísta

• Cuando debías ser puro, te manchaste de impureza

La lista puede seguir y seguir….tenemos un problema….un problema muy grande. La Biblia le llama a nuestro problema más grande…el pecado.

Estamos entonces, atorados en esto. Si no somos justos o rectos en nosotros mismos, si no hay justo ni aún uno, si nadie puede llenar la medida por sí mismo, entonces ¿Qué se puede hacer? ¿Cómo podemos salir de este pozo sin salida?

La Biblia, en la epístola a los romanos y en muchas otras partes, nos da muy buenas noticias, nos da el evangelio. El evangelio es buenas noticias porque nos muestra qué es lo que ha hecho Dios para que personas como nosotros podamos ser recibidos como “justos” o “rectos” delante de él, y así poder estar en una relación abundante y eterna con él.

Y el pasaje que estamos considerando hoy, en romanos capítulo 5, profundiza en cómo esa justicia, esa rectitud, es adjudicada, es atribuida, es imputada a personas como nosotros que no podemos producirla, no podemos generarla, que no podemos en nosotros mismos, ser recibidos como justos delante de Dios. Hoy hablaremos, entonces, de la imputación de la justicia (entiéndase, cómo es posible que una persona pecadora sea declarada como justa o recta delante de Dios).

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