Un día un hombre cayo de un barco y el barco se fue sin darse cuenta. Pasó horas en el agua fría, se estaba acercado a las rocas peligrosas de la orilla, y el hombre ya estaba al punto de sumergirse para nunca más respirar cuando vio al horizonte una lancha de lujo que venía en su dirección. Después de acercarse un poco, la lancha vio al hombre y aceleró a toda velocidad y vino peligrosamente cerca a las rocas y tiró un salvavidas hacia el hombre. Luego, un hombre joven, hijo del dueño, se tiró del bote y nadó hasta el hombre casi muerto y le llevó de vuelta a la lancha. Lo subieron al barco. Lo llevaron a la cabina principal, le metieron en la cama del hijo, le envolvieron en frazadas, atendieron a todos sus necesidades, y le dieron una taza de chocolate caliente.
Pero, el naufragado seguía temblando un poco del frío, y sin darse cuenta tiró unas gotas del chocolate en la linda alfombra de la cabina. Cuando el dueño de la lancha se dio cuenta que le había ensuciado su alfombra, agarró al hombre por el cuello, lo arrastró por la cubierta y le tiró otra vez en el agua.
Una historia ridícula, ¿No?. Pero hay muchos creyentes que creen que Dios es así. Después de invertir tanto esfuerzo y tomar tantos riesgos para salvarnos, nos tira otra vez en el mundo podrido porque seguimos con los temblores de la vida anterior y ensuciamos el nombre de Dios. Creen eso porque no entienden la gracia y la misericordia de Dios.
Si Dios invirtió todo su corazón en nuestro rescate (Juan 3:16), ¿cómo no va a aguantar nuestras fallas e imperfecciones hasta que seamos hecho perfectos?