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Summary: El enemigo contra el cual batallar no es tanto externo, sino interno, está en nuestros propios corazones.

El 6 de febrero de 1996, un Boeing 757-225 se estrelló poco después de despegar del Aeropuerto Internacional Gregorio Luperón de Puerto Plata en República Dominicana. Es el mayor desastre aéreo en República Dominicana ya que, tristemente, murieron las 189 personas que estaban a bordo.

El accidente ocurrió por fallas en los sistemas de navegación, que llevaron a los pilotos a tomar decisiones equivocadas y provocaron la caída precipitada de la aeronave. La investigación realizada arrojó la conclusión que los fallos en el sistema se debieron a que los tubos de pitot, que sirven para medir la velocidad en el aire, se encontraban obstruidos.

La razón por la que se encontraban obstruidos era porque el avión permaneció en tierra por 25 días en reparaciones y estos tubos no fueron cubiertos apropiadamente. Y en República dominicana existe una avispa endémica que construye sus colmenas con lodo y los tubos eran un lugar ideal para esto. Así que estos sensores no enviaron señales correctas a los pilotos que los llevaron a tomar decisiones trágicas en este lamentable accidente.

¡Cómo algo tan pequeño puede causar tanto daño! Se estaban buscando las causas en algunos factores externos más complejos, pero la causa fue algo muy básico, pequeño e interno.

Es trágico que pase esto en un accidente aéreo, pero no tenemos que ir muy lejos, porque algo muy parecido también puede ocurrir en nuestra propia vida. Puede ser que algo no tan obvio, o tan notorio, cause desastres en nuestras relaciones, decisiones y acciones.

Puede ser que algo básico, pequeño e interno, sea un enemigo contra el cual debemos batallar. Por eso, en nuestra nueva serie de sermones, “Enemigo interno”, estaremos explorando estos pecados de nuestro corazón que sabotean nuestra relación con Dios y con el prójimo de maneras desastrosas. El enemigo contra el cual batallar no es tanto externo, sino interno, está en nuestros propios corazones.

Hoy comenzamos nuestra serie hablando de uno de estos enemigos internos contra los cuales debemos batallar y nos referimos a la codicia. Cuando escuchamos la palabra “codicia”, inmediatamente la relacionamos con dinero o riqueza, y ciertamente, tiene esa conexión. Pero la codicia es más amplia que sólo bienes materiales. Mas bien, la codicia en el fondo es un deseo terco, un deseo idólatra, un deseo arraigado en el corazón. En pocas palabras, codiciar es desear con ansias idólatras algo o a alguien.

Nuestro corazón es movido por deseos. Fuimos hechos así, para ser movidos por los deseos. Todo el tiempo estamos deseando. Quizá ahora mismo deseas que este sermón no tarde mucho, o deseas que tarde mucho para que no tengas que regresar a casa tan temprano y tengas que enfrentar algo que no quieres enfrentar. Sea como sea, estamos deseando algo todo el tiempo.

Por supuesto, en un mundo sin pecado, el deseo por glorificar al Señor, por honrar al Señor, por agradar al Señor, sería el motor que guiaría todo pensamiento, palabra y acción de nuestros corazones.

Pero lamentablemente, ya no es así, porque la codicia, o el desear con ansias idólatras algo o alguien, estuvo presente también en el huerto del Edén. Como nos dice Génesis 3:6: La mujer vio que el fruto del árbol era bueno para comer, y que tenía buen aspecto y era deseable para adquirir sabiduría, así que tomó de su fruto y comió. Luego le dio a su esposo, y también él comió.

Adán y Eva, creyendo las mentiras de la serpiente, desearon con ansias idólatras, (deseos que sustituían a Dios en sus vidas) comer del fruto que Dios les había dicho que no comieran, y en consecuencia, llegaron todas las calamidades que conocemos hasta este día por la entrada del pecado a la humanidad.

A partir de ese día, seguimos deseando, pero ya no deseamos en primer lugar la gloria de Dios, sino que nuestros deseos idólatras sustituyen la gloria de Dios por la gloria de la creación, sustituyen la verdad de Dios por la mentira del mundo, sustituyen la adoración a Dios por la adoración de la criatura. Y con esto, ponen nuestras vidas de cabeza. Desde entonces, tenemos un enemigo interno llamado codicia, que junto con otras manifestaciones del pecado, nos alejan de una vida que glorifique a Dios.

La codicia es tan invasiva que fue necesario recalcar la lucha contra ella en los Diez mandamientos dados en la ley de Moisés.

Éxodo 20:17 dice: »No codicies la casa de tu prójimo: No codicies su esposa, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su burro, ni nada que le pertenezca».

Es interesante notar como este mandamiento enfatiza el aspecto interno del pecado. Los otros mandamientos en el decálogo apuntan más bien al aspecto externo del pecado, por ejemplo, no robes, no adulteres, no digas falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre. Todos estos apuntan a lo observable del acto pecaminoso.

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